martes, 10 de septiembre de 2024

LA MÚSICA DE LOS MUERTOS



Estuve como muerta, transfigurada por la presencia de un halo violeta, me hizo un poco más viva, me dio color a la palidez del rostro, me dio fuerza al pelo negro llovido hasta los hombros. Estuve perdida en los cien barrios porteños atada, quizá, por un hilo invisible que me balanceó hacia atrás siendo guiada a un camino que no lleva a ninguna parte. Proseguía sin marchar bajo la constelación de las estrellas. En mi caminar me golpeé con los cantos de los adoquines, las flores rojas de los malvones gigantescos, las ramas de los árboles me lastimaron suavemente como queriendo sujetarme a la vida, presurosa fui como si me la estuviera perdiendo. En la esquina me encontré con un colegio religioso con una entrada que parecía un patio, con baldosas bordo tipo mosaico. Atrás se divisaba sobre un techo cortado en pico, una cruz de iglesia. Al lado una pared blanca que me inspiraba atracción de quince metros se mostraba como un bastión. Me dirigí hasta la puerta que permanecía abierta como si por alguna razón me estuviera llamando. Entré sin mirar alrededor, fui derecho como en trance saltando sapos fosforescentes, guirnaldas de luces, esquive grillos que lloran, nomeolvides liliáceos y abiertos listos para las abejas bronce que corrían a mi paso hasta que llegué a un enrejado que detrás de él observé una puerta de roble que se proclamaba como un camino. Me paré en seco como abstraída por lo que me provocó lo que había detrás del enrejado. Es entonces que la música de los muertos comenzó a sonar endulzando a mis oídos.

El color violáceo que tenía se fue diluyendo dejándome pálida sin vida como un cuerpo transfigurado. Me balanceé hacia atrás, hice fuerza para enderezarme, algo me empujó sutilmente hacia adelante. Recordé los años duros, la alacena una vez abierta en donde las polillas huían del trigo guardado y echado a perder, la sangre mes a mes corriendo como un río sin simiente, la debilidad que me dejó la anemia consecuencia de la traición sanitaria que oficia como un círculo para los olvidados. Me pregunté: ¿Qué soy yo sin los ancestros? De algún modo, me había quedado esperando la muerte como si fuera tan fácil como subirse a una calesita para girar y girar, y entre mis manos alguna vez tomar la sortija. Con una frecuencia inusitada había pasado de estar sentada en bancos de plaza rodeada de ombúes a estar invadida de escarapelas de los festejos patrios pasados como una compañía habitual más los cantos de los pájaros tapaban mi ofuscación que batallaba por largar el grito; ahora ya no me quedaba ningún lugar recóndito por recorrer siempre con mis zapatitos blancos como de bailarina clásica. De repente, comenzó a sonar la música de los muertos, como si transmitieran todas las nebulosas del espacio al mismo momento, bajo la sombra de los tilos funcionando como un alero. Los muertos hablaron a través de la melodía una vez que eran arrojados al espacio. Ese sonido sonó al agua, que se parecía al ruido que hace la lluvia al caer y los despertó del trance, del aletargamiento en el que caían como zoombies.

—¿Otra vez?—pregunté no sé si al aire o a los fallecidos.

Pasaron por mi mente las imágenes de, cuando mi madre había quedado viuda; rápidamente la piel envejecida y cenicienta se había convertido en sepia, su garganta había comenzado a negarse a ingerir los alimentos, hasta que una cruel neumonía se la llevó para siempre vencida un veinticuatro de diciembre. Algunas veces por olvido o quizá para recordarla queme la pava de acero inoxidable con la cual mi madre hacia los mates, hasta que un día la vi tan negra como el carbón y la dejé afuera en el jardín para que se la llevaran los gavilanes que solían sobrevolar la zona. Excepto por los recuerdos, el resto de mi vida se había convertido en una amplia nebulosa de hechos que no se hallaban vinculados por ningún cabo, como si todo estuviese guiado por el desorden.

El sol bajó abruptamente para dejar paso a la oscuridad. Lo único que pude ver es el metal del enrejado que brillo como la plata que recubría la puerta de madera. Sin embargo, el sonido que parecía emanar detrás de la puerta no era atemorizante más bien era hipnótico como si estuviera prodigado por algún chaman o brujo experto en muertos. Raíces retorcidas de árboles formadas por alguna energía tenebrosa se levantaron alrededor de mi cuerpo. Un maullar de gatos seguido de un ladrar de perros enfurecidos se oyó débilmente a lo lejos.

De pronto, escuché unos pasos sobre la piedra de los escalones de la entrada. Gire la cabeza, y con asombro vi a un hombre que se encontraba desconcertado de hallarse en tal lugar. El hombre vestido con traje formal y gorra de fieltro se apresuró a llegar hasta el círculo de raíces que se había formado alrededor mío. Confundida no pude emitir palabra alguna. De la puerta, un vaho negro y espumoso comenzó a crecer hacia nosotros. Durante unos segundos el silencio se impuso para después hacerse eco la lenta melodía de los muertos. Sin pensarlo, corrí hacia la entrada con todas mis fuerzas. El hombre emitió unos gritos inarticulados que nadie oyó y desapareció en el humo negro.

El aletargamiento que origino la disminución del sonido continuo por unos instantes como un llamado. Nadie lloro, nadie extraño. Mucho menos los vivos.

                                                                                                              









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sábado, 20 de abril de 2024

NO SOMOS ÁNGELES

 

Fin de ciclo, le había dicho el tipo ese el que se había cruzado al final del andén en esa mañana lluviosa como pocas, que el mercurio retrogrado representaba un fin de ciclo. Es como si le hubiera metido el dedo en el culo. ¡Mira que iba a creer en la influencia de los astros! ¡De ninguna manera! ¡Era un insulto a todos los años en que se había sentado enfrente del psicólogo hablando de la mugre! Ojala fuese todo tan fácil y con la simple presencia de una conjunción de planetas se arreglara todo como en un abrir y cerrar de ojos! No me acuerdo bien-mentira-pero era medio fina y bruta a la vez, demasiado lista para entender algunas cosas y lenta para otras, cuando le convenía seguramente. Y usaba más de una docena de pantalones de todos los colores. Tenía manía por los pantalones nadie sabía bien por qué. Hubiera sido buena en diseño de modas, pero el dibujo no se le daba bien. Sin embargo, a Emilio no le importó demasiado, ni que tampoco para ir a bailar se vistiera como si fuera a ir a un desfile de modas. El problema era otro, que no llamara la atención tanto como para que se la birlara algún otro candidato después de unos tragos de más, ella medio inestable y casquivana perdiera la decencia por ahí. A veces ella salía con las amigas y volvía malhumorada como si lo hubiera pasado mal. Emilio ya andaba por los treinta cuando se comprometió con los anillos y la sonrisa de oreja a oreja de Sabrina se manifestaba como un buen pronóstico. 
En un verano, fuimos todos los amigos con nuestras respectivas parejas a vacacionar, justo cuando salía del mar una ola la tiro con fuerza, sucedieron unos interminables segundos hasta que emergió fulgurante como una sirena, pero sin el anillo. Yo lo hubiera tomado como una señal, una señal del destino, pero yo no era Emilio. Le compro otro anillo, esta vez se lo había mandado grabar con tinta roja y se lo dejo atado a una cinta que emergía de un libro, eso me dijo. Todo funcionaba de maravilla tanto que a Sabrina se le había ocurrido colocar una ruda en el balcón porque decía que la envidiaban en el barrio. Apenas la trasplanto a la planta se le posaron varias mariposas, de esas que tienen el cuerpo negro con líneas naranjas y blancas, pero a las horas Sabrina se había asomado a la ventana para ver y pego un grito agudo que despertó al barrio. A la ruda hembra se la habían comido quizá, unas hormigas porque solo se veía el cabito. Entonces, Emilio le regalo un rosal que daba flores violetas, pero la mala suerte perseguía a las plantas. La futura suegra de Emilio dijo, que su yerna no tenía mano para las plantas.

                                      


viernes, 12 de enero de 2024

MEMORIAS -ELSA-1891

 



A veces se sentía envalentonada y largaba toda la furia como una bocanada de fuego; pero se perdía en el recuerdo de él que en ese entonces se parecía a los varones de la familia recio, grandote y trabajador como pocos. Era difícil olvidar el color de sus ojos, la perdida sucedía cuando con toda la fuerza del mundo levantaba la bolsa de la cosecha y el olor fresco la invadía como si fuera un retoño demandante. Otras veces cuando no lo tenía cerca, que generalmente era cuando se lo llevaban a otro campo la boca se le torcía al costado y la tristeza arreciaba como un huracán sin previo aviso. Como en ese entonces en que no podía contestarle nada, incluso la mayoría de las veces se quedaba callada. Es que no le salían las palabras. A veces ni siquiera el grito, estaba esperando una tarde afuera después de haber atado las bolsas llenas gracias a la providencia de ese invierno, cuando él le dijo:

—Elsa, me tengo que ir. El pasaje me costó el trabajo de dos años duro y parejo. Entonces, le dejaba de hablar, la mirada perdida en el horizonte lejano.                                                                                           Cuando llego el momento de que tuviera que irse a despedirse al barco, ella no quiso ir. Una parte de ella estaba en contra, la otra no. Eran las bocas de sus hijos las que importaban ahora. Sin embargo, cuando lo veía emerger de los maizales con la luz del sol que pegaba fuerte en la que se destacaba una figura alta, de musculatura recia, brazos, piernas largas, espalda ancha de marinero y cintura estrecha sentía que su corazón crecía. A veces le daban ganas de tirar las bolsas con el maíz recién cosechado de la rabia de sentirse sola y desamparada como cuando era niña y a su padre lo veía lejos como una figura bamboleante perdida en los juncos. Pero al acordarse de que tenía hijos la idea de tirar las bolsas se le iba. Las cartas que le mandaba las tenía celosamente guardadas en el cajón de la ropa que solo se ponían para la fiesta del patrono del pueblo San Ambrosio. Algo entendía de toda esa palabrería escrita en pluma, pero el resto no, y entonces tenía que esperar a ir a la parroquia del pueblo para que se la leyera el cura Giancarlo. No le podía decir en las cartas que le enviaba de vez en cuando, a su marido que estaba en esa tierra árida y lejana, que el cura le hacía entender las palabras desconocidas. No, sabía que si lo hacía sería motivo de discusión, y quizá en su enojo de hombre no le escribiera más cartas, y se cumpliría también lo que le habían dicho las mujeres, las comadres del pueblo, que se estaba equivocando, que Antonio no era para ella que tenía esas ideas raras de Garibaldi, y cuando lo recordaba se enfurecía quería salir corriendo lejos, resistirse a su lugar, y olvidarse de todo así como quería olvidarse de los callos de las manos durante el invierno.

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