Voy como muerta, transfigurada por la presencia de un halo violeta que me hizo un poco más viva que me dio color a la palidez del rostro, me dio fuerza al pelo negro llovido hasta los hombros perdida en los cien barrios porteños atada, quizá, por un hilo invisible que me balanceo hacia atrás siendo guiada a un camino que no lleva a ninguna parte, proseguía sin marchar bajo la constelación de las estrellas.
En mi caminar me golpee con los cantos de los adoquines, las flores rojas de los malvones gigantescos, las ramas de los árboles que me lastimaron suavemente como queriendo sujetarme a la vida, presurosa fui como si me la estuviera perdiendo.
En la esquina me encontré con un colegio religioso, toda una pared blanca de quince metros se mostraba como un bastión que le inspira atracción. Me dirigí hasta la puerta que permanecía abierta como si por alguna razón me estuviera llamando. Entre sin mirar alrededor, fui derecho como en trance saltando sapos fosforescentes, guirnaldas de luces, esquiva grillos que lloran, nomeolvides liliáceos y abiertos listos para las abejas bronce que corrían a mi paso hasta que llegue a un enrejado que detrás de él observe una puerta de roble que se proclamaba como un camino. Me pare en seco como abstraída por lo que me provoco lo que había detrás del enrejado. Es entonces que la música de los muertos comenzó a sonar endulzando a mis oídos.
El color violáceo que tenia se fue diluyendo dejándome pálida sin vida como un cuerpo transfigurado. Me balancee hacia atrás, hice fuerza para enderezarme, algo me empujo sutilmente hacia adelante. Recordé los años duros, la alacena una vez abierta en donde las polillas huían del trigo guardado y echado a perder, la sangre mes a mes corriendo como un río sin simiente, la debilidad que me dejo la anemia consecuencia de la traición sanitaria que oficia como un círculo para los olvidados. Me pregunte: ¿Qué soy yo sin los ancestros? Me vino a la mente la imagen de las cenizas de mis padres arrojadas alguna vez al mar atlántico. Quizá habían sentido que habían sido velados como se suele hacer una vez que las personas mueren y se reúnen todos los allegados que quedaron vivos a lamentarse de la tal suerte de pasar de plano. Tal vez se sienta como si hubieran sido exiliados, el recuerdo siempre existe en los que se quedaron. De algún modo, me había quedado esperando la muerte como si fuera tan fácil como subirse a una calesita para girar y girar, y entre mis manos alguna vez tomar la sortija. Con una frecuencia inusitada había pasado de estar sentada en bancos de plaza rodeada de amplios ombúes a estar invadida de escarapelas de los festejos patrios pasados como una compañía habitual más los cantos de los pájaros tapaban mi ofuscación que batallaba por largar el grito; ya no me quedaba ningún lugar recóndito por recorrer siempre con mis zapatitos blancos como de bailarina clásica. De repente, comenzó a sonar la música de los muertos, como si transmitieran todas las nebulosas del espacio al mismo momento, bajo la sombra de los tilos funcionando como un alero. Los muertos hablaban a través de la melodía una vez que eran arrojados al espacio. Ese sonido sonaba al agua, que caía lentamente como una lluvia y los despertaba del trance, del aletargamiento en el que caían como zoombies.
—¿Otra vez?—pregunte no sé si al aire o a los fallecidos.
Recordé, cuando mi padre murió dando los estertores agónicos, me había despertado de golpe sobresaltada por los sonidos que a través de las persianas cerradas mis oídos percibieron una música extraña. Era el mismo sonido de entonces.
Pasaron por mi mente las imágenes de, cuando mi madre había quedado viuda; rápidamente la piel envejecida y cenicienta se había convertido en sepia como si estuviera dentro de una fotografía, su garganta había comenzado a negarse a ingerir los alimentos, hasta que una cruel neumonía se la llevo para siempre vencida un veinticuatro de diciembre. Algunas veces por olvido o quizá para recordarla quemaba la pava de acero inoxidable, la que usaba mi madre para calentar el agua del mate hasta que un día la vi tan negra como el carbón y la deje afuera en el jardín para que se la llevaran los gavilanes que solían sobrevolar la zona. Excepto por los recuerdos, el resto de mi vida se había convertido en una amplia nebulosa de hechos que no se hallaban vinculados por ningún cabo, como si todo estuviese guiado por el desorden.
El sol bajo abruptamente para dejar paso a la oscuridad. Lo único que pude ver es el metal del enrejado que brillo como la plata que recubría la puerta de madera. Sin embargo, el sonido que parecía emanar detrás de la puerta no era atemorizante más bien era hipnótico como si estuviera prodigado por algún chaman o brujo experto en muertos. Raíces retorcidas de árboles formadas por alguna energía tenebrosa se levantaron alrededor de mi cuerpo. Un maullar de gatos seguido de un ladrar de perros enfurecidos se oyó débilmente a lo lejos.
De pronto, escuche unos pasos dados sobre la piedra de los escalones de la entrada. Gire la cabeza, y con asombro vi a un hombre que se encontraba desconcertado de hallarse en tal lugar. El hombre vestido con traje formal y gorra de fieltro se apresuró a llegar hasta el círculo de raíces que se había formado alrededor mío. Confundida no pude emitir palabra alguna. De la puerta, un vaho negro y espumoso comenzó a crecer hacia nosotros. Durante unos segundos el silencio se impuso para después hacerse eco la lenta melodía de los muertos. Sin pensarlo, corrí hacia la entrada con todas mis fuerzas. El hombre emitió unos gritos inarticulados que nadie oyó y desapareció en el humo negro.
El aletargamiento que origino la disminución del sonido continuo por unos instantes como un llamado. Nadie lloro, nadie extraño. Mucho menos los vivos.