Delicius mi madre me llevaba al cuarto grande para tomar clases de francés. A mí me hacía leer de corrido a la edad de trece años. Las clases de francés eran algo insignificante al lado de todo lo que tenía que aprender : ingles, gramática, modales en la mesa y ceremonial, bailes folklóricos y clases de religión, dos veces por semana.
Por
ese entonces, yo vivía en un palacio ostentoso y decorado con las mejores
materias primas del condado. La cúpula del mismo era abombada y decorada con
las mejores piedras de la región. Cuando daba la luz del sol parecían brillar
como de un color grisáceo plomo y se recortaba a lo lejos sobre el fondo del
cielo gris como si fuera una imagen de un cuadro bien pintado. La puerta de
entrada brillaba enmarcada por el fulgor del revoco de mica plateada, limpia de las
lluvias de días anteriores, embellecida por guirnaldas de hiedra en la que
destacaban las flores parecidas a las rosas color violeta. Los postigos, que
brillaban también de pintura nueva, estaban cerrados. Detrás de la
enorme puerta se encontraba un patio rodeado en tres de sus lados, por una
pared y ciertos restos de estructuras de madera, el cuarto lado lo constituía una
pared que en su mitad tenía una puerta doble con un postigo para llamar. En el
medio del patio se encontraba una fuente de agua. En el centro de esta en un
pedestal de cemento se elevaba una rosa labrada en piedras blancas, grises y
celestes que hacia caer un agua cristalina.
Una
de las paredes del salón principal estaba cubierta de retratos de los ancestros
del rey. Había pasado varias horas mirando embelesada los cuadros para advertir
que no me parecía ni por poco a ninguno de ellos. Colgaban allí composiciones
de escudos reales redondos también, algún que otro cuadro bucólico con las
figuras predominantes de la época. La mitad de la pared siguiente la ocupaba el
hogar de una gigantesca chimenea cubierta de mosaicos árabes de tonos liliáceos
sobre el que colgaban filas de llamadores de ángeles hechos de ramas y lanas de
color rojo que contrastaban terriblemente con el lila.
En
el centro del salón, lleno de ventanas ovaladas, se hallaba una enorme mesa de
roble, vacía excepto por un florero de cristal facetado cubierto de nomeolvides.
Los
muebles habían sido hechos por las manos de los mejores artesanos del condado y
de más allá de los confines. En el ambiente se percibía un agudo olor a flores
recién cortadas.
El
resto del palacio estaba constituido por las habitaciones que eran catorce
incluidas los cuartos para la servidumbre que se encontraban al final de la
estructura del castillo en la planta baja. La cocina era espaciosa y contaba
con una salamandra para calentar el ambiente, dos hornos y diversos utensilios
de metal. Todo tenía que brillar así como también se compraban las mejores
mercaderías comestibles que podía haber en el territorio.
Antes de la etapa escolar recuerdo muy poco que hacía, si jugaba con los demás hijos de los nobles en el parque más espectacular del condado o me la pasaba jugando sola en el castillo. Cuando le preguntaba a Delicius que era lo que solía hacer, respondía con esa voz autoritaria que no concordaba con su talla y estatura pequeña con un rostro pequeño que hacia juego con unos ojos chiquitos que resplandecían como los de los roedores bajo el brillo de los candelabros, que no, que a una señorita como yo no le correspondía ser tan preguntona. Entonces, me enfrascaba en leer la tarea como para eliminar la rabia de no saber.
Una vez estábamos paseando por el pueblo, cerca del laberinto de campanarios lejos del monte, percibí lejos como un sonido inaudible mi nombre dicho por una voz femenina, cuando Delicius nunca supe por qué me tomó del brazo y me llevo casi corriendo hacia la otra esquina. Al preguntarle, tampoco se dignó en contestar.
El rey Rayhn, alto y de presencia severa cuya piel era lisa y blanca como la de los cisnes, pero cuando una la tocaba fría como la del mármol estaba designado para trabajar en las tareas onerosas del palacio, iba y venía como una hormiga hacendosa por todos los pasillos del mismo con cara de preocupado tratando de no escapársele ningún detalle. Entonces, ese mismo día en que Delicius no me contestó mi requerimiento, fui a pasear por los pasillos del palacio para así poder encontrar a mi padre.
El
rey Rayhn se revolvió sutilmente, como que iría a perder el equilibrio quizás,
estuviese mal parado. Los ojos le brillaron como una espada bien filosa a la
luz de las lamparillas. Hubo un suspiro o una agitación, cuando le hice la
pregunta, pero también me contestó con una negativa o una evasiva; no podía
contestarme ya que no se hallaba en el lugar en que sucedieron los hechos. Por
lo tanto, otra vez me tuve que resignar a no saber nada.
En
una tarde con un sol esplendoroso a los tres nos había parecido buena idea
asistir
a
la fiesta de los caballos azules en conmemoración de la fundación del reino que
se realizaba en agosto dentro de las murallas asombrosas construida con bloques
de granito que se presentaba imponente, dominando sobre las demás
construcciones que se levantan bordeando las aguas azules del condado de Rhosink.
Era
una fiesta y esperaba ansiosa la fecha en que se realizaba ya que tenía la posibilidad
de estrenar algún vestido nuevo debido a que era una competición muy alabada
entre las jóvenes con más status del reino. Pero Delicius, me dijo que esta iba
a ser una ocasión especial, diferente a las otras.
Nos
hallábamos los tres cómodamente sentados en los asientos forrados de terciopelo
marrón del palco, cuando vi para mi sorpresa a una mujer, que me parecia increíblemen-
te parecida a mí que actúaba en una escena teatral en plena vía pública. La
mujer en uno de sus movimientos volvió su rostro hacia donde estábamos con una
expresión de indescriptible nostalgia, como si hubiera perdido algo, de
inmediato escuche como se revolvía inquieta Delicius. Estuve a punto de
saludarla con la mano, pero no sé por qué mi madre me ordenó que no saludara, como
si supiera lo que iría a hacer.
Asombrada, bajé la mano, y entonces un hombre ataviado con uniforme azul
nos ordenó levantarnos del asiento. Iban a tocar la música orquestal.
Me revolví inquieta en la silla del palco, incapaz de proferir palabra alguna. Los rulos castaños, mis ojos azules, que curiosamente eran iguales a los de esa mujer que representaba la obra, un sombrero transparente, y mi vestido blanco de organdí nuevo pareció agradar al público, que aplaudió ostensiblemente. Entonces, escuche como en un sueño, que un conejo blanco vestido con una chaqueta marrón, y con un reloj en la mano, dijo con tono solemne:
—¡Bella
es la princesa nuestra!—desapareciendo rápidamente entre la multitud que
aplaude
rabiosamente.
En
ese preciso instante, hubo un estruendo y un humo lleno de pólvora inundo el ambiente.
Varios
hombres se hallaban tirados en el suelo. Los otros dos estaban tendidos boca
abajo. Uno inmóvil, el otro retorciéndose de dolor y agitándose en un charco de
sangre que crecía rápidamente. En el ambiente sonó, hiriendo los oídos, un
agudo e histérico grito de mujer. Creo que era el grito de mi madre. Alguien me
tomo fuertemente del brazo y me condujo fuera del tumulto. Trate de mirarle la
cara, pero me echaron una tela en la cabeza que me impedía ver.
Solo
podía dejarme conducir por la otra persona. No sabía cuantos minutos habían
pasado. Me quitaron de una buena vez el velo. La persona que tenía delante de mí
era la mujer que anteriormente se encontraba en la multitud asombrosamente
parecida a mí. Me dijo:
—Siéntate:
—¿Quién
sos?
—Soy
tu madre. Cuando eras muy pequeña, la reina Delicius y el rey Rayhn te raptaron
y te criaron como hija suya para que fueras la sucesora de la línea real como ellos
no podían tener descendencia. Manejar les resulta fácil. El rey Rayhn era el
hermano del rey al cual mato. El rey asesinado era mi esposo. Hui pues fui
amenazada de muerte. Me fui por un tiempo del condado pues sabes que ellos son
poderosos. Ellos tenían enemigos que fueron los que hoy armaron la
revuelta.
—¡Pero
yo no recuerdo nada de lo que me está diciendo!
—¡En
algún momento tienes que recordar!
—¡Pero
no recuerdo nada! ¡Tengo que volver con los míos!
—¡Ya
no puedes! ¡Una vez que pasaste el umbral ya no se puede volver atrás!
—¿Qué
está diciendo? ¡Todo lo que me está diciendo es mentira!
—Escúchame,
mírame bien. ¿Acaso no me parezco, casi como dos gotas de agua, a ti?
Tenía que reconocer, que la historia que
contaba podía ser cierta. ¿Había vivido en una gran mentira ? Ahora cerraba el
porqué del olvido de ciertos recuerdos. Un odio inmen- so por Delicius, que no
era ninguna reina y por su secuaz, mi supuesto padre me inundo el alma. ¿Pero realmente querría volver a mi antigua
vida, una vida ostensiblemente rígida, aburrida y sin ninguna posibilidad de
tomar el control como era la que se me había ofrecido durante tantos años?
—¡No
sé si me voy a adaptar a la nueva vida!
—¡Eres
mi hija! ¡Eres fuerte! ¡Saldrás adelante!
—¡Ya
no serás reina! ¡Serás tú misma!— dijo la voz del conejo. Este se hallaba
escon-
dido
detrás de una piedra fucsia. Con sus manos enfundadas en guantes dorados, agre-
go: —¡Ya no se puede volver atrás!—diciendo esto desapareció.
—¿Qué dices hija?
La
mujer que decía ser mi madre se estaba levantando con cuidado, entendí todos
los años que habían pasado para ella lejos de mí, entonces reaccioné y rápidamente,
le conteste:
—¡Vámonos mamá!
Mire
por última vez el fondo de luces que formaba el paisaje de lo que había sido mi
hogar diluido entre la oscuridad de la noche como si fuera una verdad dentro de
una mentira.