El día que me anunciaron que mi vida en la aldea iba
a cambiar, había un cielo límpido,
tan diáfano como lo podía ser el agua del rio
Bermejo.
La india que estaba a cargo del grupo de tejido me
había dicho que fuera a ver a la bruja
que profetizaba
los hechos que anunciaban los dioses mientras unos y otros atrapaban
los peces de su cauce, se sumergían en la frescura
del rio en la tarde calurosa, deslizaban
las canoas por su corriente y se sentaban a la
orilla a destripar lo cazado.
Cuando llegue al toldo de la hechicera una de las mujeres se agarraba el vientre
como si
sintiera dolor; en una mano llevaba una bolsita de
cuero en cuyo interior se guardaban
hierbas que solo la bruja conocía. Vaya con la furia
de los dioses -eso fue todo lo que
me dijo ella- cuando le pregunté que me destinaban
ellos.
Como no estaba conforme con lo que me había dicho le
pregunté nuevamente como me
iba a ir y
solamente hizo una mueca de disgusto, o al menos eso me pareció.
Era ya la hora de sentarme a cocinar junto a las
demás mujeres de mi tribu, cuando es-
escuché detrás de un árbol el canto de un
pájaro; situación extraña para la
hora.
Me interné en la mata de árboles con tanta mala
suerte que los indios matacos, enemigos
de mi tribu, me raptaron. Me tuvieron encerrada en una vivienda a la
que solo tenían
acceso las mujeres de rango de la tribu que me
traían comida y a veces agua del rio para
asearme.
Supe que tenía que arriesgarme a
salir de la misma algún día.
Una tarde hacia
un calor insoportable, una de las mujeres se olvidó de custodiarme. No
lo pensé dos veces y me arriesgue pues en los
alrededores parecía no haber nadie.
Cerca del rio vi a un muchacho al que nunca había
visto. Hice poco ruido hasta llegar a
la tienda que estaba más cerca de donde se
encontraba él. Hubo un momento de silencio
y entonces el muchacho levantó la vista y me miro
desde donde estaba. Pude verle una
mirada franca en sus enormes ojos negros. Era el hijo del cacique me dijo, prometió no
delatarme y dijo que podía confiar en él.
Hablamos durante horas mientras los hombres y las
mujeres se afanaban en sus tareas y
no nos veían.
La urgencia por escapar se disipó.
Nadábamos en el río, caminábamos en silencio siguiendo al ciervo de los
pantanos, y
curiosamente nos enamoramos a la sombra de un
urunday.
Pasaron los meses, no sé cuántos; nosotros escondiéndonos a los ojos de los
otros. Pe-
ro la dicha
no nos estaba permitida. Debíamos
comparecer frente al consejo de la tribu;
ya que a una toba y a un mataco no se les permitía estar juntos.
Finalmente,
frente al consejo, los dos pálidos del espanto, no pudimos articular
palabra.
El dictamen del consejo fue inapelable,
no podíamos seguir juntos.
Al escuchar la sentencia un abrazo profundo y eterno
fue nuestra respuesta. Y ante el
hecho, esta vez la condena fue más cruel: ambos veríamos
la muerte al ser arrancados
nuestros corazones y arrojados aun palpitantes al
rio Bermejo.
Terminé una vez más encerrada en la misma vivienda
que ocupaba pero está vez vigila-
lada por dos mujeres a la espera de mi ejecución.
Una tarde sofocante, no me había dado cuenta de que
habían abierto la cubierta del tol-
do. Era mi amado. No podía más de la alegría de
tenerlo cerca. Íbamos a escaparnos me
dijo. Salimos
agazapados de la vivienda, no se veía a nadie, caminamos hasta donde
terminaban las hileras de toldos, llegamos a lo que
era el terreno que lindaba con el ba-
rranco, escuchamos un grito depredador y unos segundos después dos hombres que no
supimos de donde salieron se abalanzaron hacia
nosotros capturándonos.
El sol del mediodía brillo en lo alto del cielo
mientras la tribu reunida, presencio aquella
sangrienta ejecución.
Ambos, atados
de pies y manos, tuvimos la clarividencia que la crueldad de la arista fi-
losa de la daga tomaría la convexidad de nuestros
corazones sin clemencia alguna. Sin
más miramos el cielo descolorido en el medio del
sacrificio y con la paz de la muerte
que llegaba a mí como una liberación me dispuse a
orar:
(Nuestras almas latan
engarzadas como regalo de los dioses en la inmensidad del tiempo)
Las cigarras escondieron su chirrido por temor, los
pájaros enmudecieron su canto ante
lo inexorable de las muertes, el viento agitó las
ramas de los arbustos como si fueran jo-
yas de querubines llevando consigo la oración de la
india.
Ante la expectación de los nativos los corazones de
los amantes no fueron arrastrados
por la corriente sino que flotaban exactamente
juntos en el mismo lugar en el que ha-
bían caído como si el amor no hubiese muerto nunca.
Ante el temor de creer que los dioses castigarían
tal hecho el consejo resolvió quitar los
corazones del
agua, colocarlos en una pira y
quemarlos hasta reducirlos a cenizas al
compás del sonido del tambor mataco.
Al sol del mediodía
uno de los asistentes a la ejecución
que pasaba por el lugar vio
con estupor que en el mismo sitio donde quedaban los
restos de la pira floreció asom-
brosamente un árbol diminuto que entre sus verdes
hojas asomaban dos únicas flores
rojas, una al lado de la otra, en forma de corazón
tan roja como su sangre.