jueves, 31 de diciembre de 2020

EL JUEGO

  


Era una tarde más bien fría que anticipaba, como lo hacía siempre, al crudo invierno

que asolaba a las tierras cercanas a la frontera con Croacia,  Bihac más precisamente.

En el interior de una cabaña casi desvencijada se hallaban tres personas, todos hom-

bres con cara de cansancio y preocupación que trataban de sobrellevar con buen ani-

mo  la circunstancia de ser refugiados, ya que trataban de entrar a ese gran país como

lo denominaban los medios gráficos, un país no muy grande, pero que les permitiría 

ingresar a otro, aún más poderoso, Alemania en el cual pensaban pedir asilo co-

mo exiliados.  

-No, no- dijo el hombre que parecía ser el más joven o el menos cascoteado por la 

vida-esta vez tenemos que ser mas rápidos, no podemos dejar que la horrible poli-    

cia croata nos trate peor que a los perros. Yo todavía no me recuperé de la última 

operación que me hicieron en la pierna a raíz de querer huir de la persecución de 

los talibanes. No sé si la próxima vez que podamos salir a jugar el gran juego, pue-

da resistir una extensa caminata hasta la entrada a la frontera. 

-Mohamed, ¿Qué fue lo que te sucedió exactamente? Nunca nos contaste que fue 

lo que pasó-inquirió el muchacho más joven sin embargo, tenía el rostro surcado por 

líneas de expresión.   

-Sucedió hace ya como cuatro inviernos, pero los de mi tierra, no estos que son inso-

portables de lo húmedos que son. Estaba fuera de la casa, limpiando el cobertizo de 

las ovejas, a la noche las guardamos para que no pasen tanto frio, y también por los 

hurtos se las guarda. Entonces llegaron cuatro hombres, todos con el espantoso tur-

bante, el pakul, color negro que les tapa casi completamente los ojos, y ya se les no-

taba el aire de pendencia, pues los ojos no ocultaban la ira y el odio. Directamente 

me obligaron a que les cediera la mejor oveja, como venían haciendo desde hacia

un tiempo, y como me había cansado de que me burlaran los denuncié a la policía.

Por eso, cuando volvieron y eran más de dos, me percaté que venían con la violen-

cia y cuando me di vuelta para ir hacia la casa me descerrajaron un tiro con una es-

copeta, y se fueron riendo a carcajadas cantando una canción típica de allá. Tuve 

suerte de que ese día pasara el camión que lleva la mercadería al pueblo más po-

deroso, y al verme me ayudo a subir. Me llevó al hospital del pueblo donde hicie-

ron lo que pudieron. Pero cuando viene esta humedad, el cuerpo me hace acor-

dar lo que viví- relato Mohamed mientras atizaba el fuego de la hoguera. 

-Es muy feo lo que te pasó Mohamed, pero supongo que a todos los que estamos 

aquí les ha pasado vivir situaciones lamentables. No sé, lo único que se me ocurre

es que puedo dejar de recordar todas esas situaciones horribles que viví en la ca-

pital, Kabul, con mi familia. Lo que rescato es que ellos a pesar de todo lo que vi-

vieron están con vida. Mi único sueño es entrar a algún país europeo y conseguir 

un trabajo decente para poder mandarles algo de dinero a mi familia-habló Ma-

lik con tono melancólico.

-Sí, yo supongo que esto que estamos viviendo es como un paraíso, un paraíso con

penurias, pero por lo menos sabemos que al día siguiente vamos a despertar, y no

como en Afganistán donde sabemos perfectamente que el Estado Islámico ataca

como el peor traidor, desde las sombras. Yo también dejé familia, mi madre y mí 

hermana. Espero que Ala les tenga misericordia por vivir en un lugar tan violento,

perdí a mi mejor amigo al ser atacado el hospital central de la capital. Lo habían 

operado recientemente y estaba convaleciente. No soporté más que a cada minu-

to nos roben a los más queridos. La parca viene rondando desde antes de que yo

naciera, eso leí hace poco en una publicación antes de entrar a Serbia-se expresó

el tercer hombre que poseía unos enormes ojos verdes en un rostro alargado.

-¿Todavía hay cigarrillos?-preguntó Malik mirando hacia alrededor.

-Sí, todavía hay, pero están escondidos. Tienen que alcanzar hasta que salgamos 

afuera. Recuerda que la caminata es bastante larga y la ansiedad nos va a asechar.

-Creo que la última vez que intentamos cruzar la frontera fue hace como un mes y 

medio. 

-Yo tengo contadas ya siete veces los intentos de escape de este lugar, y también del 

pasado. A veces me vienen los recuerdos de las vivencias que tuve en mi país. ¿Al-

guno de ustedes dejó a alguien allá?-preguntó Malik con inocencia. 

-¿A qué te refieres con dejar a alguien?-pregunto Mohamed sospechando a que se re-

fería Malik. 

-Me refiero a algún amor que les haya inundado el corazón. 

El hombre que poseía los enormes ojos verdes dibujo su rostro con una sonrisa melán-

colica. 

-¡Me parece que hoy va a hablar Mikhail! ¡Preparémonos que va a ser larga la histo-

ria!-habló Malik con expresión divertida.

-Bien, érase una vez en un pueblo de grandes arboledas de cedros, roble y nogal cerca 

de Jalalabad donde yo me crie, un pueblo que vivía del comercio de sus productos, ni

más ni menos que otros pueblos de Afganistán, un muchacho que iba a entrar a la 

gran liga de futbol nacional conoció a una joven del mismo pueblo. No era lo que se

dice una gran belleza, pero su atractivo radicaba en un cuerpo grácil y una sonrisa des-

lumbrante además que la acompañaba un carácter noble. Era estudiante y su familia

había decidido que tenía que lograr un futuro fuera del país. Pero a ella no le importa-

ba mucho lo que le dijera su familia y se embarcó en la relación. Todo anduvo de mara-

villas hasta que la muchacha logró el ansiado título de médica y la familia contenta le 

compró un pasaje para el mejor país de Europa- la narración se interrumpió y los ojos

grandes de Mikhail se entrecerraron como recordando algo doloroso-en ese instante

todo se vino abajo para los dos. Pelearon como lo hacen todas las parejas y entre tan-

to beso y llanto, ella se subió al avión a hacer carrera en ese gran país.  Entonces el 

muchacho jugo como pudo los partidos, no le iba bien jugando solo, lejos de ella y 

cuando tuvo la suficiente añoranza que le indicaba que tendría que partir también se 

tomó el avión para lograr el reencuentro con su amada-Mikhail repentinamente calló. 

-Mikhail, ¿Estás hablando de vos,  verdad  ?-le preguntó Malik.

Los ojos grandes y verdes de Mikhail se abrieron de más como para indicar que así era.  

-¿Pero no la has vuelto a ver todavía?-preguntó insistente Malik.

-No. Estoy atrapado aquí como todos ustedes y esperando cruzar la frontera algún día

para poder reunirme con ella. 

Cada uno de los hombres que se hallaba dentro de la cabaña fue a sentarse en algún 

rincón para descansar pues al día siguiente iban a emprender la marcha hacia la fron-

tera. Malik se repantigó contra la pared y se cubrió con una manta descolorida. Moha-       

med extendió una bolsa de dormir que tenía un tajo en una de sus aberturas y se me-

tio dentro con rapidez. Por último, Mikhail abrió el único ropero que había y saco un 

cubrecama de piel bastante roída, la echo sobre el suelo y se tendió sobre la misma.

Rápidamente se quedaron dormidos pero se despertaron sobresaltados al escuchar  

que alguien llamaba a la puerta. Malik se levantó y abrió, pero no había nadie. Al cabo 

de unos minutos se volvieron a escuchar los golpes, pero esta vez en la ventana, situa-

ción que los sorprendió e hizo que Mikhail fuera esta vez a abrir. Se quedó unos se-

gundos en la puerta hasta que entró y los compañeros le vieron una expresión preo-

cupada en los ojos. 

-¿Qué viste Mikhail?- le preguntó Mohamed que rápidamente se levantó de donde es-

taba. 

-No había nadie. 

-¿No estará la policía croata tomándonos el pelo?-preguntó Malik asustado.

-¿Y para que querrían molestar? No somos importantes. 

-Para eso. Para molestar. Ya sabemos que no nos quieren en su territorio. 

-No creo que hayan sido ellos. ¿Para que vendrían hasta aquí?  Quizás algunos niños 

estén jugando a estas horas de la tarde-concluyó Mohamed seriamente. 

-Bueno. Volvamos a descansar. Mañana será un día pesado para todos nosotros. 

Cada uno de los hombres que se hallaba en la habitación volvió a recostarse y a tratar

de conciliar el sueño. Se despertaron cuando el cansancio se les fue del cuerpo y el 

alerta por el escape los llenó de adrenalina. Malik dejo la manta que lo cubría y se le-

vantó presuroso. Mohamed salió lentamente de su bolsa de dormir, pero la expresión 

de cansado la seguía teniendo en el rostro como si no hubiese descansado lo suficien-

te. Mikhail arrojó el cubrecama roído de piel y se levantó como si tuviera la rapidez de

un puma. Un aire de sencilla camadería varonil inundó el cuarto; parecía que no iban 

a buscar su libertad sino a salir de campamento en una medianoche bastante fresca.

Rápidamente cada uno se abrigó y se colocó las mochilas de viaje a sus espaldas. Pren- 

dieron sus celulares y los dejaron en modo silencioso. 

-Espero que esta vez tenga la suerte de salir y jugar bien el juego porque la anteúltima 

vez, la policía croata me quito el celular, mira mi mano como está rota.  No me importa 

que persigan a los hombres, pero pegar no está bien.  El teléfono móvil, dinero, cordo- 

nes de zapatos, todo lo tiran a la basura-se quejó Malik.

-Además que te rompió un par de costillas y te molió a palos. ¿No recuerdas?

- Yo pase por Croacia caminando por el bosque. Es difícil ir, el problema es el dinero; si 

pagas el dinero los traficantes te llevaran con ellos a través de la frontera caminando 

en el bosque, tienes que arriesgarte, pero ellos te llevarán consigo para cruzar la fron- 

tera, y necesitas dinero. Pero el verdadero problema aquí es la policía croata- dijo Mo- 

hamed con pena.  

-¡No es hora de andar quejándose! ¡Tuvimos bastante suerte de encontrar esta cabaña 

y además al señor que venía a darnos víveres sin pedirnos nada a cambio! ¡No sea que 

Ala escuché nuestras lamentaciones y no nos ayude a escapar!-profirió Mikhail con 

cautela.  

-¡No llamemos a la mala suerte o a la parca compañeros!-se expresó Mohamed con 

voz algo cansada.

-¡Salgamos de una vez!-dijo Malik con tono victorioso.

Al salir de la cabaña Mohamed alumbró con la linterna de su celular el suelo y vio que 

había una pluma blanca bastante grande como de ganso al pie de unos de los escalo-

nes. Se extrañó al principio, pero ya cuando junto a sus compañeros llevaban unos 

cuantos minutos de marcha, concluyó que la suerte o mejor dicho el rostro de Ala iba a 

resplandecer sobre ellos, pues las plumas eran signo de que los ángeles estaban velan-

do por uno. Al menos, eso le había dicho una vez, su abuela Elmira que lo llevaba a ju-

gar a la plaza de su pueblo. 

El frio calaba los huesos en la noche oscura y húmeda, con una niebla densa que les 

hacia entrar el aire frio por la nariz,  sin embargo, ellos no parecían cansados, ni im- 

portarles la inclemencia del clima, lo único que parecía llevarlos hacia adelante era la 

ilusión, o la esperanza de encontrar un futuro mejor pese a todos los obstáculos que 

había en el camino, y los que habían tenido que enfrentar. El bosque se hacía eterno

en las sombras de la noche, y cada uno iba caminando enfrascado en sus pensamien-

tos, sin tomar en cuenta cuanto tiempo había pasado, ni la probable suerte que en-

contrarían una vez que llegaran al límite de la frontera con Croacia. En el medio del 

silencio, en el bosque se escuchó la voz de Malik decir:

-¿Están escuchando lo mismo que yo? ¡Son los grillos!

Mohamed se sorprendió y agudizo su oído al sonido de los insectos. 

-¡Parece que es verdad! ¡Los grillos nos acompañan con su buena suerte!

-¡Mejor no hablar! ¡Se dice que hay drones dando vueltas para informarles!

El silencio se impuso otra vez en la inmensidad de la arboleda yugoslava. Quizás la in-

mensidad de la noche los resguardo de las acechanzas de los animales que habitan en

ese espacio, pero lo que si sabían que los peores animales los iban a encontrar apenas

la luz se reclinara sobre esa faz de la tierra y fueran visibles para los verdaderos depre-

dadores, los eficientes oficiales del país al que querían ingresar para obtener la ansiada

libertad. Al llegar a la orilla de un rio divisaron que era atravesado mas adelante por un 

cerco de alambre grueso y lo suficientemente alto como para que un hombre no pu-

diera escalarlo, como ya despuntaba la luz matinal decidieron quitarse las mochilas

pero Mohamed sintió que algo le decía en su pecho que se volviera sobre el camino

que habían caminado.  Ya se estaba dando la vuelta cuando de reojo diviso a unos ofi-

ciales que venían caminando en territorio serbio como dirigiéndose hacia el lado don-

de se encontraban ellos. Eran policías croatas. Tomo impulso y con todas las fuerzas

que poseía salió corriendo para quedar fuera de su vista. Inmediatamente escuchó 

los gritos de furia de sus compañeros al verse rodeados por los oficiales. Mohamed

no se dio vuelta para mirar hacia atrás en ningún momento, pues intuía que al estar

ocupados los oficiales en sus compañeros, él tendría tiempo para encontrar la salida

por otro lado, muy cerca de donde habían pensado escapar. 

Los otros hombres que se hallaban acorralados por la policía croata rojos de furia in-

tentaron moverse de lugar a pesar de estar rodeados por la fuerza.                             

-¡Pónganse de pie!-ordenó uno de los policías.  

-¿Dónde está el dinero que me habéis quitado la última vez?-preguntó Malik con rabia.  

En lugar de responderles, cogieron sus porras y  los golpearon en los brazos y las pier-   

nas, los afganos corrieron hacia el agua, cruzaron como pudieron por el rio la frontera, 

pero en el otro lado, se hallaban otros policías apostados que les tiraron piedras obli- 

gándolos a nadar de vuelta hacia la frontera bosnia. 

Mohamed con los nervios en la punta del estómago y con hambre, ya que había perdi-

do la cuenta de las horas,  caminaba  otra vez en el bosque donde los fresnos, abetos 

y otros árboles se le asemejaban a sombras siniestras. Hasta que llegó a una carretera

y comenzó a caminar al borde de ella, rezando para que alguien se detenga y lo lleve

de vuelta cerca de Bihac.            

La mañana llega a su fin cuando una camioneta aparece y para cerca de él, baja la 

ventanilla y, desde su interior, una voz misteriosa y cavernosa, le pregunta en inglés: 

-¿Qué queréis?, ¿Hacer el juego o que os llevemos de vuelta otra vez al mismo lugar? 

Mohamed no lo piensa dos veces y se sube al auto mientras un conjunto de lechuzas

trina apoyadas sobre un cartel de madera como anunciando, esta vez, la victoria.


                                     


                                                                    

Registro Nacional del Autor PV 2019-91715904-APN-DNDA#MJ 

lunes, 7 de diciembre de 2020

extracto de la novela "LAS HORTENSIAS"

 Mientras atardecía ve Ricardo Casares por la ventanilla del tren que lo lleva a la Costa de Negrina los árboles diseminados como semillas al azar en la vasta llanura. Parecen bastiones que han sobrevivido a alguna guerra y se yerguen fuertes sobre la tierra. En el gran territorio verde, las vacas blancas con manchas negras en el lomo, pastan al lado del toro negro que despaciosamente las observa con celo. Un retumbar de truenos en el cielo hace que Casares no logré conciliar el sueño. Algunos girasoles plantados al borde de las vías ocultan el paisaje y los ojos cansados, por fin, cierran los parpados para lentamente sumergirse en el sueño. Un ruido fuerte como el que hace una maquina al romperse despierta al hombre cercano a los setenta años de su sueño.  Mira por la ventana y ve a un hombre con uniforme de mecánico que le da órdenes a los gritos a alguien, que está dentro de una camioneta blanca. El vehículo arranca y se pierde por el camino que da a una ruta. Ricardo Casares tirita a pesar de que el clima del verano da el calor habitual. Un hombre vestido con el uniforme de guarda de tren camina por el pasillo y al llegar al asiento del único pasajero del vagón, le pregunta:                                                                                                      

-¿Usted señor baja acá en Queel?                                                                                   

-¿Cómo? Yo me tengo que bajar en la Costa de Negrina. ¿Cómo que estamos en Queel?                                                                                                                             

-Sí, señor, estamos en Queel y es la última estación del recorrido. A ver, permítame su pasaje.  El hombre se toca el saco de media estación y del bolsillo derecho saca el pasaje todo doblado y se lo da al guarda.                                                                              

-Bien. Acá dice que el pasaje que usted compró, la llegada final es en la Costa de Negrina. Como estamos en Queel va a tener que pagar el boleto que corresponde al recorrido Costa de Negrina a Queel.                                                              

-¿Pero cómo me pude haber pasado de estación?-dice Ricardo Casares confundido.                                                                                                                        

-Señor, quizás, usted se durmió- le responde y sigue con su recorrido del vagón.                                                                                                                          

El hombre le dirige una mirada de recriminación, pero no lo refuta. Se levanta del asiento con cierta dificultad, toma su valija pequeña que tiene al costado del asiento y se dirige hacia la puerta del vagón. Antes de bajar el último escalón del vagón se detiene para observar lo que tiene enfrente. Una construcción un poco antigua de ladrillos, que en alguna época fueron rojos, se alza en el medio del desierto patagónico como si fuera una antigua posta de la época colonial. Salta a tierra y se dirige con paso determinado hacia la boletería.                      La persona que está  delante en la cola para pagar el pasaje tiene puesto un poncho indígena y un gorro tejido. Cuando se da vuelta, le ve los rasgos de  indígena y masculla algo que no entendió por qué las palabras estaban dichas en otro idioma.                                        El hombre de cierta edad se corre para dejarlo pasar y es consciente de que sus ojos color verdosos no encajan en el lugar. Le pide al que atiende la boletería que le dé el pasaje para la Costa de Negrina. Paga y se acuerda de decirle que él se durmió y que terminó en esa estación. Le muestra el pasaje y el tipo de la boletería le hace un gesto como diciéndole que no importa. Con voz de carrocería gastada escucha que le dice detrás del vidrio:                                      

 -La cosa esta pesada.                                                                                           

 Ricardo Casares asiente y se aleja de la ventanilla sin preguntar cuál es la cosa que esta pesada. Un rato estuvo parado observando el movimiento de la estación. Un jeep que llega con una rapidez inusitada estaciona cerca del andén y un tipo vestido con el uniforme de gendarmería baja del mismo, seguido de otro uniformado y se dirigen con paso firme hacia la oficina que está al lado de la boletería. Enseguida, salen de la oficina y el gendarme que parecía el de más rango de los dos se para en el medio del andén visible como un cañón de guerra. Grita a voz de cuello:                                                                                                                      

-¿Hay algún medico presente aquí?                                                               

 Nadie le contesta y Casares piensa si no le corresponde a él ayudar en tiempos de crisis. Con valentía le grita:                                                                                             

-¡Yo se algo de medicina general! ¡Soy psiquiatra!                                                           

-¡Entonces venga con nosotros!-le contesta el gendarme.                                         

Casares lo sigue con la valija de rueditas y sube al asiento trasero del jeep. El gendarme que conduce ronda los treinta años y su acompañante pinta canas en un rostro picado por la viruela y parece efectivamente, el más viejo de los dos. El jeep agarra la ruta con niebla donde al borde de la ruta casi no hay pasto verde sino una tierra beige de la que emergen ciertas especies de cactus. Al rato, llegan a un lugar que habían arreglado como si fuera un puesto improvisado del ejército. A Ricardo Casares le vuelve el recuerdo de su instrucción militar en un pueblito de pocos habitantes donde había pasado casi un  año que a él le había parecido uno de los momentos más felices de su vida. El gendarme que mandaba baja con rapidez del jeep y desde afuera le grita a Casares que se baje. El gendarme que conduce baja presto a que le dieran alguna orden. El gendarme de mayor rango le hace una seña de que lo siga y de una barraca sale una mujer de pelo corto castaño, ojos grandes y de talla mediana, no muy alta vestida con uniforme de gendarme. Trastabilla un poco como si se hubiera despertado recién y se encamina con paso inseguro hacia donde se encuentran ellos.                                                                                               

-A sus órdenes, Sra Ministra Patrick. En un rato nos vamos a la reserva. Encontramos a un médico que nos puede ayudar.                                                               

-Era lo que estaba esperando gendarme. ¿Cuál es su nombre?-le pregunta con voz pastosa.                                                                                                                           

 -Linares Leonel.                                                                                                                   

-Muy bien, puede llamarme por mi nombre de pila que es Rene.                                          

-Como digas Rene.                                                                                                             

 La mujer emprende la marcha hacia el jeep mientras el gendarme de apellido Linares, en voz baja le dice a Casares:                                                                                

-Es la Ministra de Seguridad.  Hay ciertos problemas en la reserva indígena y se tuvo que venir ayer con un helicóptero. Es una visita no oficial.                                    

-Entiendo. ¿Y yo que vengo que hacer en todo esto?          

El gendarme retrocede dos pasos y lo mide con la vista.                                    

 -¿Todavía no se dio cuenta?                                                                                               

-La verdad que no, discúlpeme.                                                                                   

-¿Usted no ejerce en ningún hospital verdad?                                                                      

-No ejerzo de médico, pero si trabajo en la dirección del hospital psiquiátrico de la ciudad de Mite.                                                                                                               

-Eso es lo que queremos. Alguien que sepa medicina pero que a su vez no este habilitado a dar el parte oficial.                                                                        

Ricardo Casares mira el cielo que en algún momento iba a dar lluvias, echa un vistazo al jeep y omite contestarle al gendarme.                                                               

-¡A las órdenes Sr!- el gendarme se interrumpe para preguntar- ¿Cuál es su apellido?                                                                                                                                 

-¡Casares!                                                                                                                              

-¡A las órdenes de la patria Sr Casares! ¡Vamos al jeep!                                                        

Al subir al jeep, el gendarme miro hacia el horizonte como si hubiera algo que ellos no pudieran ver. Casares sube al jeep que para esta altura ya tenía la capota que el gendarme más joven se había ocupado de extender. La lluvia había empezado a caer y la niebla hacía poco visible el camino. El gendarme más joven es un experimentado conductor que a ciento veinte por hora no le hacía asco a la ruta. Al rato llegan a un lugar que se halla rodeado de árboles autóctonos donde se puede ver a una muchedumbre de gendarmes que van de acá para allá trasladando a personas heridas, algunas en camilla, otras iban de a pie pero siempre escoltados por algún gendarme. Casares comienza a sentirse inquieto al darse cuenta en donde estaba metido. El jeep estaciona al lado de una choza improvisada como enfermería y de él, se baja la mujer otra vez trastabillando. El gendarme llamado Linares se baja y le toca el hombro a Casares para decirle:                                                                                                

 -¡Se nos viene la noche!                                                                                                      

El gendarme no espera la contestación del hombre y enfila hacia la choza revestida de enfermería. Casares entra y lo primero que siente es el olor a sangre que lo golpea, y hace que se pare en seco. Linares lo agarra del saco y lo lleva como si fuera un muñeco hacia una camilla en la que se halla un hombre de unos treinta años, con toda la cabeza vendada y del cuello se ve un collar de cuentas de madera. Parece un hombre de la reserva indígena que ha sido brutalmente herido. Casares mira al gendarme como preguntándole que tiene que hacer.                                                                                                                   

-Tiene que revisarlo.                                                                                                

 Casares le toma el pulso y nota que este se percibe débil. Menea la cabeza y lo mira a Linares como diciéndole que ya nada se puede hacer.                                                

-¿Nada se puede hacer?                                                                                                 

-Hay que llevarlo a un hospital.                                                                                       

-¡Eso no se puede hacer Casares!                                                                                        

-¿Entonces como quiere que lo salve?                                                                                 

-¡Voy a buscar a la ministra para decirle la mala!                                                        

Linares se da vuelta y se sumerge en el hervidero de gente que se encuentra dentro de la enfermería improvisada. Casares vuelve a tomarle el pulso y nota con desesperación que este ha dejado de latir. A su espalda escucha la voz grave y pastosa de la ministra que dice:                                                                                   

-¿Cuántos van ya?                                                                                                           

-Hay varios heridos-le contesta la voz de Linares.                                                         

Casares se da vuelta y les dice:                                                                                              

-¡Ha muerto!                                                                                                                

 -¿Cómo que ha muerto? ¿No me dijiste que se hallaba herido?                                       

-Estaba herido Sra Ministra.                                                                                                  

-¡Se les fue la mano! ¡Ahora sí que estamos en problemas!                                           

Hay un silencio de batalla perdida mientras se escuchan los lamentos de los vivos y la mujer parece inquieta, lejos del bullicio de la tienda improvisada de enfermería. Los truenos empiezan a sonar como ametralladoras sobre la zona y cuando todo parece que se va inundar por el agua, la única mujer vestida de gendarme sin percatarse de si alguien la estaba mirando saca del bolsillo derecho de su pantalón una petaca, la abre y bebe hasta que parece totalmente saciada. El gendarme llamado Linares la llama y le ordena que lo siga hasta el jeep. Ricardo Casares deja de mirar al muchacho que es tan joven como su hijo y que está muerto. Dolido se pregunta si el joven tendrá familia que lo llore.  Sale fuera de la tienda y observa el cielo que parece negro. El gendarme conductor del jeep le toca el hombro y le dice:                                                                              

-Tiene que irse de acá. Acompáñeme.                                                                       

Ricardo Casares como de pronto dolido por todo lo que había pasado en los últimos minutos lo sigue con paso cansino. Se sienta al lado de la ministra que parece imperturbable, a todo lo que sucedió y cuando el jeep, ya agarra la ruta mira hacia la reserva y ve que todo lo que quedaba de la bandera indígena de varios colores, eran las marcas de las balas de goma que le dejaban agujeros por donde la lluvia caía ferozmente.                                                                              

 RE-2018-50119354-APN-DNDA*MJ   

jueves, 26 de noviembre de 2020

extracto de la novela "LAS HORTENSIAS"



-Ya le dije que era cosa vana. 

 -¿A quién? -A Clide. ¿A quién va ser? 

 -¿Pero ella no te hizo caso? 

 -Nunca hizo caso. Ni siquiera al primo, que de sociología sabía mucho y sin prurito, le dijo que no se 

metiera con la derecha. 

 -¿La derecha? 

 -Sí, mamá. 

 -¿Pero si Clide nunca milito en política? 

 -¡Mamá, Casares es de derecha, eso quise decir. 

 -¿Y ella que hizo? 

 -Como siempre que una le dice cosas que son para bien, nunca hizo caso. Ella está aguardando a que 

vuelva. Como si ella pudiera darse el lujo de ser una piedra a la que nunca le sobreviene el tiempo. 

 -Me parece que queres decir que es una tonta. 

 -Una tonta enamorada. ¿Por qué me haces tantas preguntas? 

 -Solo quiero saber cómo esta ella. ¡Ya sabes que a ella no le gusta que yo baje a hablar! 

 -Es lógico mamá que ella actué así. ¡Si nunca la cuidaste! 

 -Hija, eres demasiado joven para entender algunas cosas, o más bien inexperta. Yo a tu edad no andaba 

preguntando de esa manera a mi madre. ¡Ni se me hubiera ocurrido tal cosa! 

 -¡A mí no me importa lo que vos hacías en tu juventud! ¡El otro día hablaba con Juanchi, el hijo de la 

vecina, ¿Te acordas? ¿Sabes que me dijo? 

 -¡No tengo la menor idea! 

 -Que tendrían que haberlo matado en el momento justo, madre. 

 -¿Pero qué decís? 

 -Sí, digo la verdad de lo que pienso. Hubiera sido mejor haberlo matado al abuelo. Se hubieran evitado 

tantas muertes en vida, mamá. 

 Por la pared pintada de blanco paso el fantasma de la madre corriendo; era casi el atardecer cuando la hermana de Clide se recostó en la silla mecedora. Su madre estaba muerta, pero bajaba de vez en cuando a hablarles, sin embargo no se daba cuenta que tanto Clide como ella se encontraban muertas por dentro. Su madre era vieja, y aun deambulando entre la tierra y su espacio en el que moraba muerta, parecía que ella estaba perdida en su memoria.      


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lunes, 9 de noviembre de 2020

extracto de la novela "Las Hortensias"



Clide Gutierrez, su prima, lo encontró sentado debajo del árbol de rosa china

como meditando no sabía que cosas, cabizbajo y con la mirada perdida en su

mundo de ilusiones o en su dialéctica marxista como bien le había dicho una

vez su tío Félix, el marido de su tía Hebe, que su nieto Martin estaba perdido

en la dialéctica marxista por juntarse con los melenudos barbados que idolatra-

ban al Che Guevara sin saber que aparte de ser médico era un ser que tenía

aficcion por la pistola usada justamente para liquidar a los enemigos de la dere-

cha. En eso sí, el Che demostraba estar bien de un solo lado, y no como otros

que estaban a favor de Dios y del Diablo, había dicho su tío en una de las últi-

mas reuniones en la que estaban todos los hijos y los nietos. Nadie había dicho

nada al respecto. Ni siquiera el hijo, el padre de Martin, que casi siempre solía

discutir de política con el tío Félix, pero casi siempre terminaban peleados por

varios días hasta que uno de los dos, quizás el más débil, terminaba dando el

brazo a torcer, que eso era decir mucho pues los vascos según su madre eran

las personas más tercas del mundo.

Esa había sido una tarde calurosa en la que habían comido peceto al horno y

ensaladas varias y habían terminado como a las dos de la tarde, cuando su pri-

mo Martin que no sabía si había tomado algo de cerveza sin que se dieran

cuenta los padres, puesto que no llegaba a tener los quince años cumplidos, la

había tratado mal y ella había tratado de alejarse teniendo un arranque de ira

dirigido contra ella. Estaba en lo cierto, Martin la tomó del brazo derecho y sin

mas trató de torcérselo mientras ella gritaba lo más fuerte que podía en una reunión

donde los comensales parecían no percatarse de ella. La madrina, su prima directa 

de sangre la rescató un poco tarde quizás, de la fuerza de bruto de su primo. Pero, 

para ella, esa acción, ese resguardarla había llegado demasiado tarde. Martin, 

en posición de líder acallado, la miro desde su metro sesenta con una furia de 

hielo. Después volvió a la mesa donde estaban los grandes y empezó a hablar 

a voz de cuello como tratando de sobresalir en la conversación general. “ No es 

necesario que te quedes ahí parada como una estatua, dijo su tío Félix. Al fin 

y al cabo, es más chico que vos, termino diciendo.

Hizo caso omiso a lo dicho por su tío Félix, y como era una tarde calurosa fue- 

como lo hacía siempre que no estaban los parientes, que solo se juntaban para 

festejar las fiestas de fin de año y de Navidad- hacia la hamaca como indicando

que no le importaba lo que le había dicho, y comenzó a hamacarse primero lento 

después más fuerte, con el pensamiento que hervía como un fuego, y su respiración 

se iba tornando más ruidosa y agitada a medida que la hamaca volaba más alto.

 Cuando sintió que era hora de bajarse de la hamaca estaba tan tranquila como una

 muñeca de porcelana, pero entonces su primo Martín viendo que ella se bajaba del 

columpio, dijo a vos de cuello: “Jesús es un invento del capitalismo” Fue festejado 

por las carcajadas generales de los grandes. Clide que sabía que era mejor no inte-

rrumpir el monologo interior de su primo Martin, pues en la niñez a pesar de que le 

llevaba más de cinco años, la violencia en su primo parecía depositarse en el cuerpo 

frágil de ella, que mucha fuer-za no tenía más que para pegar gritos agudos, los que 

lograban salvarla de las palizas que le gustaba dar a su primo. 

Este salió de su meditación y vio la figura endeble de su prima Clide, el cabello medio 

crespo castaño oscuro, la elegancia marchita que la caracterizaba como la más fina de 

la familia, que se asomaba detrás de los barrotes de la escalera que daba a su casa 

que por impotencia del padre de Clide, solo había logrado poder construir su techo 

arriba de la casa del abuelo de Martín, Félix, previo acuerdo de que le prestaba la 

plata con la idea de que se la devolviese algún día. 

Clide al darse cuenta de que era vista por su primo Martín, no se atrevió a acercarse 

sino que decidió que lo mejor era correr por la escalera como si alguien, quizás su 

hermana, la llamaba desde el pasillo. “Me voy, pensó rápido, que aquí desde que 

murió el tío Félix no me quiere nadie de los Irribarren”. Y corrió hacia las escaleras 

lo más rápido que le daban las piernas.                                 

viernes, 30 de octubre de 2020

extracto de la novela "LAS HORTENSIAS"

 







Cuando atardecía, cuando parecía que nadie la miraba se esforzaba por en-

contrar botellas de vidrio, las de gaseosa, las que tomaban los adolescentes

despreocupados por lo que la vida les deparaba. Como encogida iba caminan-

do para que las personas que la conocían pensaran que no era ella. Sintió que

olía a alcohol.

-¿Pero que hace una de estas chinas recogiendo botellas vacías de la calle?

¿Desde cuándo se ha visto ?

-¡A usted que le importa! ¿Acaso son suyas?

-¡No! ¡Qué va! Las mías son las de cartón. 
 
-Las mías son frágiles-respondía Clide y se alejaba arrastrando los pies.
 
En varias ocasiones su padre le había dicho: búscalas limpias y no rotas. Porque rotas en la base no me sirven tanto. Fíjate bien que sean verdes. Sus ojos se movían rápido como si fueran de roedores prestos a huir por un agujero. De pronto, su vista se detenía al ver una botella de vidrio. Respirando un aire cansino pensaba en cuanto iría a sacar de plata cuando se las entregara al padre. Guardaba la plata en una bolsita de pana azul. Una que su padre le había regalado que ya no le servía para los anillos. No sabía cuánta plata tenía. No era de andar contándola todos los días como para que no se le gastase. Era tan difícil conseguir el dinero en su familia. Su padre le había dicho hacía ya mucho tiempo cuando había decidido irse del bazar donde había logrado aguantar ocho meses: ¡Que guardes la plata! ¡Te voy a mandar a cobrar los cheques al armenio! ¡Vos das menos edad de la que tenes y en una de esas si tenemos suerte, se apiada y te da la plata que nos debe! ¡Te voy a dar cuarenta pesos de los cheques que vayas a cobrar! ¡Acordate antes de salir del negocio de contar la plata! ¡No sea cosa que nos estafen! No había mucho para hacer en la casa con la madre que nunca salía de la casa y su hermana que trabajaba, que se la pasaba atrás en el departamento de la abuela corrigiendo los trabajos de sus alumnos. Una vida ordinaria y corriente era lo que tenía. ”Desde que los cheques iban y venían de la mano del comerciante hasta la mano de Clide; los gobiernos se iban poniendo lentos para con los trabajadores y como una plaga, la plaza se llenó de gente que pedía la renuncia del gobernante. Murieron dos muchachos que apenas llegaban a los veinte años. Las hermanas lloraban con sus hijos tomados de las polleras. Un juicio al final sobrevino sobre los hombres que habían ejecutado el asesinato. 
Llegaron los que hablaban de igualdad de derechos y no se postraban ante nada. Decían que eran buenos, pero muchos se tomaban el avión a buscar un futuro en otros países. Clide no parecía tener mucho para pelear, ni dinero  y se quedó, aunque después cuando lo cruzo a Casares, soñara con cosas nunca vistas esperando que en algún momento se le abriera alguna puerta. Murieron los padres, el tío se que- dó con el usufructo del taller y ella viendo todo desde sus ojos cóncavos como se lograba inquietar los ánimos de los hombres para que se enemistasen con los dueños de la tierra, las fábricas y los comercios. Todo eso fue cuando Clide Gutierrez pasaba los treinta y faltaba poco para que se le instalase el hambre y de tanto tenerlo no lo reconociera. 

martes, 20 de octubre de 2020

La SOLTERA

 


 

En cuanto podía, yo me escapaba para visitar a la Tana, la prima segunda de mi mamá. 

La conocí durante las vacaciones, cuando íbamos a pasear a Buenos Aires, un día de 

enero, que hacía un calor insoportable y mi madre le tuvo que pedir prestada la bañe- 

ra para tomarse un baño largo pues del calor que hacía casi se desmaya en la escalera 

que llevaba al departamento de Sanguina. 

Siempre fue la más pobre de la familia, la más infeliz, decían los parientes. Vivía en un 

departamento que era como un conventillo ya arruinado  en el centro de la Boca. 

Amaba a Clemencio; era tal vez su único consuelo y el único amor que la amó.  Pero 

nunca nadie lo vio. Ni mi mamá  y eso era decir mucho. Por eso también decían que 

estaba loca de remate y que era todo un invento el Clemencio.

Una vez la vi cerrar el cajoncito donde guardaba sus joyas y sus chucherías muy rápido

como si no quisiera que yo me diera cuenta de algo. Yo a esa altura ya sospechaba al-

go raro y como siempre fui despierta según mi vieja (las madres siempre hablan bien

de sus hijas delante de sus amigas) me metí en la pieza cuando me dejó sola para com-

prar algo de queso fresco y dulce de membrillo en lata en el almacén del Gringo. No

fue ninguna sorpresa encontrar una carta escrita dirigida a la Tana firmada en caste- 

llano por el famoso Clemencio. El problema fue que no pude entender nada de lo 

que decía pues estaba escrita en un idioma que no conocía. Grande fue el chasco que 

me llevé pero no importaba demasiado pues la carta daba cuenta de la existencia del 

Clemencio.

Poco a poco, fui olvidándome del supuesto pretendiente de la Tana hasta que empe-

zaron a surgir como debajo de las  baldosas los verdaderos novios de Sanguina Justini.

Un día la Tana apareció con un hombre rubio y de enormes ojos claros. Se encerró to-

do el fin de semana y recién el lunes a las seis de la mañana lo vieron irse los ojos de 

la vecina de enfrente que era confidente de mi madre.

Solamente lo veían llegar los sábados e irse el lunes bien temprano por la mañana.

A Sanguina Justini la notaban más alegre, mas entusiasmada por la vida ya que abría 

las ventanas y cantaba con un canto de sirena, eso decían. Sin embargo, ni mi mamá, 

ni nadie del barrio sabían cómo se llamaba su prometido.

Pero el infortunio daba cuenta en la vida de la Tana.  La mala suerte en el amor decían 

ya le venía por herencia puesto que su madre había sido abandonada cuando ella na- 

ció y nunca más volvió a hacer pareja con nadie. Por eso quizás la Sanguina era una 

mujer sin risas.  

La cuestión es que me tocó a mí verla, el día en que me dieron el título de Bachiller 

Especializada en Turismo, a ella, toda acongojada y con la cara manchada por el rímel 

arrojar a la alcantarilla el anillo de compromiso que seguramente le había ofrecido el 

novio rubio.

Al poco tiempo, todos la vieron vestida de negro cuando regresaba de trabajar de la oficina. 

Puntillosamente iba vestida de negro que le hacía juego con su largo pelo oscuro 

durante un buen tiempo hasta que un buen día la vieron salir un sábado toda vestida 

de celeste.                                                                                                                                          

La buena suerte en el amor pareció entrar otra vez en la vida de la mujer. Era un hom-

bre de pelo castaño y un poco rechoncho, el festejante de la Tana. Aparecía con un au-

to viejo, pero caro todos los viernes por la noche y a ella la veían bajar del mismo el sá-

bado por la tarde con una sonrisa de oreja a oreja. No faltaron las malas lenguas que 

decían que lo único que le faltaba era quedar embarazada, y que el auto viejo y caro se

le convirtiera en calabaza pero sin el príncipe que la venía a buscar.  Pero nada de ello

sucedió. Sin embargo, la mala suerte acompañó otra vez el destino amoroso de la Ta-

na. El día que tenía que pasar a buscarla a pesar de haber salido temprano su festejan-

te nunca llegó a destino. Lamentablemente al finado se le cruzó un elefante que se ha-

bía escapado del zoológico municipal. Simplemente lo aplastó al auto con su enorme 

pata. 

La Tana se hizo famosa por el suceso y todas las tardes cuando regresaba del trabajo 

los periodistas hacían cola para averiguar algo más sobre la vida de su ex pretendien-

te. Cuando se cansaron del notición, ella  volvió al luto de negro puntillosamente.

El tiempo paso como está acostumbrado en todas partes, y yo estaba parando en su 

departamento una temporada porque mamá quería que estudiara en la Capital y como 

no teníamos para pagar un alquiler le dijo a la San como le decía mi madre si no le 

molestaba darme alojamiento por un tiempito. Le dijo que yo iba a portarme bien y 

que iba a hacer las tareas de la casa. Que no se preocupara por la comida por que ella 

le iba a mandar una mensualidad para mis gastos. La perspectiva no me gustaba en 

absoluto y mientras mis amigas iban y venían de la facultad, salían de noche cuando se 

les antojaba con el muchacho que les gustaba, yo me quedaba encerrada como en un 

claustro en la piecita del fondo del departamento de la ahora celadora Sanguina  Justi-

ni.  

Mi mamá me convenció de que no tenía alternativa, y que cuando terminara la carrera 

iba a poder elegir a cualquier candidato que se me presentara en el camino puesto que 

era linda,  sin embargo era pobre y por eso debía estudiar para lograr captar un candi- 

dato aceptable. 

La rebeldía es propia de los años mozos y yo no me iba a quedar fuera de la regla.

Había días en que Silvia desaparecía por unas horas y volvía con las mejillas arrebo-

ladas por alguna emoción que yo desconocía. Como podía quedarme sin leer los

libros y sin sacarme un cinco, iba a investigar la vida oculta de mi celadora.  

Cuando la Tana salía yo iba atrás de ella sin que ella se percatara de mi persecución.

Ella se encerraba en un edificio de muchos pisos por un par de horas que quedaba 

afuera de la ciudad. Yo no tenía oportunidad de entrar ya que había un vigilante con 

cara de poker que cerraba la puerta inmediatamente una vez que alguien se anuncia- 

ba. 

Había veces que un auto gris plateado estacionaba en la cuadra del edificio pero yo no 

podía ver nada de donde estaba ya que por alguna misteriosa razón,  una vez abierta la 

puerta del auto se deslizaba una tela plateada como si fuera una cortina que medía  

más de tres metros de alto que impedía ver a la persona que se bajaba del mismo.

Como no me iba a dejar vencer por las dificultades, una tarde salí lo más rápido que

pude detrás de la Tana, la intuición me decía que ese era el día en que iba al edificio.

No me equivoqué, cuando vi que la Tana entraba al edificio, yo que iba vestida como

una mujer más grande y con sandalias de taco chino, me escondí detrás del kiosco de

revistas que se encuentra en la misma cuadra que el edificio. No sé cuánto habré es-

perado, pero apenas vi que un señor con una maleta tardaba un poco en entrar pues 

se había detenido a buscar algo en una caja negra que llevaba atada arriba de la ma- 

leta, me acerqué con cuidado y apenas el señor entró, yo de una zancada estuve den- 

tro del edificio para mi mayor sorpresa. Subí con él al ascensor con tanta buena suer- 

te que, cuando se abrió en el piso trece en el que el señor salió con su maleta, pude 

ver la silueta de la prima de mi mamá que se destacaba contra la pared de color pla- 

teado. 

Estaba de espaldas y no me vio.  Como me bajé del ascensor en el piso quince, corrí 

por la escalera hasta el piso trece.  Cuando me hallé en él me extraño que fuera tan 

alta la pared, que media como cinco metros.  Me dije que quizás fuera un capricho del 

arquitecto que la diseñó. 

Lo raro también era que el color plateado se repetía en el color de las pinturas y en los

floreros  que decoraban el piso. 

La cuestión era encontrar el departamento donde se hallaba la Tana pero no me fue 

difícil, pues la puerta que estaba más cerca del ascensor se abrió y desde donde esta-

ba pude ver a Sanguina sentada en un amplio sillón blanco con una sonrisa deslum-

brante ; no podía creer lo que estaba viendo con mis propios ojos, era de no creer. El 

señor en cuestión al que le sonreía la Tana era un gigante con un tercer ojo en la fren- 

te.  La puerta se cerró de improviso. Yo me quedé parada sin saber que hacer; si salir 

corriendo o tocar el timbre del departamento. Decidí que la última opción era la más 

atinada. Pero me llevé una decepción grande: no había timbre. 

A esa altura mi cabeza ya no sabía que pensar, si era ese gigante un pretendiente de

la Tana o cualquier tipo al que por alguna misteriosa razón ella estaba obligada a ver.        

De golpe, la puerta del departamento donde se encontraba San, como le decía mí 

mamá, se abrió y ella salió  envuelta en un aura radiante y se despidió del gigante di-

ciéndole: -¡Adiós Clemencio!

En un segundo entendí todo. Regresé a la casa de la Tana siguiéndole los talones a ella

que parecía no darse cuenta de nada. 

Me encerré en la pieza y desde la cama escuché un solo de piano, un tanto extraño 

para mis oídos, pero que sonaba armonioso. Toda la noche estuve dando vueltas en la 

cama pensando cuando la iba a encarar a Sanguina para contarle que lo sabía todo.

La mañana era esplendida como lo suelen ser las mañanas primaverales y ella como 

era costumbre ya estaba desayunando en la cocina. No me fue difícil observar que se 

hallaba como en el limbo. Sin rodeos, le dije:

-¡Te vi el otro día con un gigante y vos te despediste diciéndole chau Clemencio!

La expresión de estar en el limbo a la Tana se le transformó por una expresión demo-

niáca. Hasta los pelos enrulados de siempre ahora parecían ser las serpientes veneno- 

sas de una Medusa moderna.

-¡Vos mocosa insolente y malcriada me vas a decir a mi como debo vivir mi vida!

¡Yo a tu edad ya trabajaba en una oficina de cuarta porque mis viejos no me podían

mantener! 

Se acercó con la velocidad de un rayo y sin poder defenderme me puso un trapo en

la boca con olor nauseabundo y en unos segundos no supe más nada de lo que pa-

saba en el mundo.

Cuando me desperté, sin poder creer donde me hallaba, vi que me encontraba en una 

celda que identifique rápidamente como una pieza del departamento donde había es- 

piado a la Tana. Lo reconocí por el papel de empapelado de las paredes y la altura de

las mismas. 

El gigante venía casi siempre a traerme comida. Sin poder creer lo que me pasaba me 

convertí en una bestia que devoraba los víveres que Clemencio me traía con suma ge-

nerosidad. Galletitas de marca, canapés de jamón crudo y queso crema, nueces, al-

mendras, matambre relleno de ciruelas, salmón rojo, masas finas en una bandeja de

plata. 

Al ver la cuchilla enorme que portaba el supuesto amor de la Sanguina en sus manos,  

recordé que el gigante Polifemo encerraba a hombres cualquiera para después comer- 

sélos, supe que yo era el objeto del sacrificio para este gigante. 

De la Tana ni noticias. A la familia no se la elige. Por algo será que nunca la vi reírse fue 

lo último que pensé, al sentir el filo de la cuchilla sobre mi piel.           

Registro Nacional del Autor PV 2019-91715904-APN-DNDA#MJ 

jueves, 1 de octubre de 2020

EL ENCIERRO

                                                               

Nadie sabe hasta dónde puede soportar las inclemencias de la vida hasta que 

le sucede. Poco a poco me acostumbro a esta vida. 

El brillo del sol sobre la ventana golpea llevándome lejos de la realidad.  El 

verde de las plantas que están en el balcón me trae el recuerdo del esplen- 

dor de la juventud, aquel que en algún momento pude ostentar. Pero para que 

lamentarme si nadie me ve.

Hace rato me quedé encerrada,  tal vez por miedosa fue que no quise salir, pe- 

ro no tengo ánimo para deshacerme de ellas. ¡Son tan poderosas!

Recuerdo haber jugado, de niña, con  algunas y haber sentido la resistencia de 

ellas en cada una de las veces que las acurrucaba en mis manos como minús- 

culos gatitos. 

La primera que conocí, que era malísima, era la más gorda de toda su especie. 

Una vez mamá dijo al verla en un negocio enfrente de la plaza Brown : —¡Qué 

linda que es! —pasaban en ese momento dos mujeres que se la quedaron mi- 

rando a mi mamá como si fuera una bruja y me reí ferozmente—¿Cómo te vas 

a  reír así en la calle?—protestó mamá mirando como fascinada la caja donde 

se hallaba la gorda posando como una reina  y añadió—: ¿Acaso ahora se es- 

tila reír como un mono ? —¿Qué monos? — interrogué.  — Los monos de la 

selva, ignorante. Todavía no sabes lo que son los monos. — ¡Ah!, los monos — 

respondí con debido asombro—,  yo creí que había monos acá en la calle . —

Ya no sabes ni comportarte como una niña educada. Tendrías que irte a la 

selva para hablar con los monos-me amonesto mamá. 

Pobre mamá, cómo se notaba que había nacido en la época en que las niñas 

debían vestirse de rosa para ser consideradas mujeres.  A veces me desvela 

saber cómo era la época en que vivían mis bisabuelas que llevaban polleras 

largas hasta el suelo y se encorsetaban el busto como un matambre. Si algo 

sé de ellas, es que no eran felices. 

¿Y yo tendré siempre mi cara pálida de no salir nunca?.  Cara de salamín, de- 

cía mi tía que venía a ver la novela Rosa de lejos junto a mi madre y mi herma- 

na;  que siempre pensaba que yo tenía cuatro años menos de los que tenía.  

¡Qué feo era parecer menos!. No extraño mi infancia; eso sí que no, pero ellas 

ya eran mi compañía, malas o buenas, como todas las compañías. 

En cierto modo ellas ya me protegían.  Más que toda mi familia, más que cual- 

quiera que me haya cruzado en la vida. 

A veces pienso que han pasado varios años y que soy vieja; pero si fuera así 

no me quedarían ganas de salir de acá. 

También pienso que  alguien vendrá a buscarme, confío en la astucia de los 

jueces que, más que buscarme a mí buscarán la mansión en la que vivo 

cuando les salte la deuda que tengo con el municipio.  Me encontrarán por 

casualidad; no tengo parientes que me busquen. 

A veces duermo cinco minutos y parecería que he dormido toda una noche. 

Dormí al atardecer, me desperté con la luz de la noche y me encontré con  

una que  no tiene patitas. Es raro encontrarse con una sin patas. No se si habrá 

peleado con otra o con el macho. 

Con cuidado la dejo sobre el acolchado de la cama. La telaraña es tan fría co- 

como el hielo. La reina araña, tuvo tiempo de tejer su hilo alrededor de mi brazo  

izquierdo y de llegar hasta el torso. No puedo descifrar el porqué del ensaña- 

miento.  Anoche, cuando me desperté, escuché que hablaba a los gritos pe- 

lados y se quedó hasta el amanecer peleando con el macho. 

Estoy furiosa,  con dificultad pero con urgencia me quito la porquería que me 

tejió, diciéndole yegua, como a una de mis enemigas que siempre me embro-

maban en la secundaria cuando les decía que no podía ver el pizarrón ya 

que, las altas se sentaban adelante. La araña como dándose cuenta de que su 

tela se le estaba deshaciendo comienza a tratar de hacerla de nuevo aprove-  

chando que tiene el terreno libre.  

La telaraña se expande muy rápido por mi brazo izquierdo, trato de deshacerla 

pero la guacha se me sube por el otro brazo. Nerviosa por el accionar de la in- 

sistidora, la hago a un lado.  No contenta con haberla hecha a un lado, la ara- 

ña se sube de vuelta por mi brazo. Exasperada le grito que ya está, que me 

deje tranquila. No me hace caso, señala el acolchado donde se encuentra la 

araña que no tiene patas y con voz rasposa y aguda de araña me dice:  -¡Vos 

me lo mataste!               

-¡Yo escuche anoche que discutías con él! 

-¡No, no discutía con él! ¡Discutía con mi amiga!

-¡Yo no fui la que lo mato!

Furiosa la agarro de la pata y se le quiebra.  La dejo caer al suelo y de gol- 

pe, todas sus hermanas surgen debajo de la cama como furiosas y van dere- 

cho, con una rapidez inusitada hacia mi cuerpo. Sin poder creer lo que hago, 

me enfrento a todas ellas y con un poder que no sé de donde lo saco, una a 

una las voy matando. Caen como luciérnagas que odian el sol una al lado de la 

otra como hermanadas en la lucha.  Tanto matar me ha dado cansancio; me re-

cuesto en el lecho.     

Ya estoy cansada de permanecer siempre en la misma posición. Con esfuer-

zo me levanto de la gran cama. No sé por qué siento que peso un montón; 

mucho más que antes y que las piernas se han hecho débiles. Me cuesta lle-

gar al espejo que se encuentra del otro lado de la habitación, pero avanzo con

determinación. El espejo está lleno de telarañas; no sabía que les gustaba el 

brillo que da la luz  del espejo a las arañas.   

El espejo me devuelve la imagen del cuerpo grotesco de una araña  inmensa

que despide hacia el cosmos la energía que emerge de sus extremidades ful- 

gurantes de luz.  Con estupor veo los ojos inmersos en esa araña inmensa, 

aquellos ojos míos, que alguna vez supe ver nitidamente en el mismo espejo 

cuando este se hallaba limpio y yo tenía el rostro sin marcas, que la vida le da  

y los tilos de la cuadra despedían el olor aromático en la primavera.



                                                

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martes, 22 de septiembre de 2020

EL LLANTO




Tenía unas líneas estriadas en el iris castaño de los ojos, el pelo cobrizo y lacio, los pómulos 

marcados, la boca pálida como una daga. Lo vi la primera vez en mi vida, cuando yo tenía 

catorce años cuando mi tía me llevo para dejarme internada en el orfanato católico.

Hacía mucho tiempo que yo sabía que me iba a llevar y sabía que me llevaban al orfanato 

como una forma educada de quitarse de encima a alguien que les resultaba un engorro. 

Esperamos a Cristiano Alderete en un enorme patio lleno de sol; los canteros tenían piedritas 

bien cuidadas y una preciosa profusión de ligustros. Para endulzar mi sufrimiento mi tía por 

parte de padre, me regaló aquel día un cuaderno y una bolsa de caramelos para que los degus- 

tara cuando pudiese.

Cuando apareció Cristian Alderete, con su hábito oscuro y su rostro grave, me inquieté. Se pu- 

so los lentes culo de botella y ceremoniosamente nos hizo pasar a su oficina; me quitó el cua- 

derno y la bolsa de caramelos.  Después de mirarme un momento que me pareció una eterni- 

dad  me pregunto:

—¿Sabes que dios es justo y que todos tenemos una misión que cumplir en la tierra? —inqui-

rio el sacerdote—Quédate aquí por unos momentos y reflexiona la pregunta.

El sacerdote desapareció con la rígida de mi tía. Yo me quedé pensando seriamente en la res-

puesta. Cuando volvió, esta vez solo, le contesté que dios había velado por mi alma dejando-

mé en ese lugar donde podría más adelante cuando estuviese bien preparada asistir el alma

de las niñas y jovencitas huérfanas que por mal destino habían terminado en ese lugar. El 

hombre de dios pareció estar de acuerdo con mi respuesta y me llevó al cuarto donde se 

alojaban las internas consagradas en la vocación de religiosa. Desde ese día nunca más lo 

había vuelto a ver. Pero el destino me tenía designado volver a verlo. 

El día que era el santo de Santa Catalina de Alejandría–la hermana Ángela me ordenó que 

fuera a buscar a las niñas que tomaban la clase de religión- Una de las niñas salió con la cara 

toda colorada y se sostenía el estómago con expresión de asco. Cuando la llevé a la enfermería 

donde con paciencia Sor Juana la atendió y como no decía nada la muchacha  sobre su estado, 

la religiosa mandó que la llevara de vuelta a las instalaciones del orfanato para que guardara 

reposo; la muchacha que tendría unos 12 años se puso más colorada todavía. Vaya con dios-

eso fue todo lo que le dijo la religiosa. En el trayecto al cuarto donde dormían todas las inter- 

nadas le pregunté a la muchacha como se sentía. Solamente hizo una mueca de dolor. O al 

menos eso me pareció.                  

Era ya la hora de hacer mis oraciones en la capilla cuando observé que la puerta estaba cerra- 

da; situación extraña para la hora. Antes de entrar llamé a la puerta. Nadie salió. Tomé el pica- 

porte y abrí. En el altar se encontraba Cristiano Alderete  leyendo lo que parecía ser la biblia. 

Había cambiado desde aquella vez que me había hecho la pregunta.  Unas delgadas arrugas

le surcaban la frente y algunas canas aparecían en su pelo cobrizo.  

Nunca lo había visto fuera de los horarios habituales en que se realizaban las misas. Hice poco 

ruido hasta llegar al último asiento. Hubo un momento de silencio y entonces el religioso le- 

vantó la vista y me miro desde donde estaba. Pude verle una mirada rara. Cerró inmediata- 

tamente los ojos. Yo empecé a rezar el Ave María que es la oración que más me gusta. Santa 

María, madre de dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. 

Amén, oré con los ojos cerrados. Sentí una mano que me tomaba el hombro con fuerza. Do- 

blé la cabeza para mirar pero no le pude ver la cara, me tapó la boca y con una fuerza de 

animal me arrastró fuera de la capilla. Yo trataba de forcejear contra la fuerza bruta, pero todo 

fue en vano. En cuestión de segundos estaba tirada en el suelo con un hombre encima de mí. 

No podía gritar. Hábil; me había amordazado. No sé el tiempo que paso hasta que escuché la 

voz de Cristiano Alderete que me dijo: Quédate acá- y agrego –que entrara a un cuarto y me 

señalo un catre con una manta raída. Entré y me senté en el catre. Junte las rodillas, bien 

pegadas y el escozor que sentía entre las piernas me volvió a doler y pensé en todo lo que 

había pasado y en la posibilidad de que alguna de las superioras se enterara. Seguramente 

sería echada del orfanato. Ya eran muchas bocas para mantener y una más, era un verdadero 

engorro además que tenía un pecado tan grande. Sin embargo, esa posibilidad se me negó. 

Pasaron los meses, no sé cuántos. Yo llevaba el ritmo del tiempo según iba creciendo la vida en 

mi seno. 

Un día, no me había dado cuenta que habían abierto la puerta. Nunca lo había visto antes al  

hombre que vestido con el hábito de religioso se encontraba al lado del marco de la puerta . 

Soy Gabriel, vengo a sacarla de esta prisión. ¿Tiene a alguien fuera de aquí que la pueda re- 

cibir? Me di cuenta que no había nadie que me esperara afuera o al menos sabía que los 

parientes que todavía me quedaban no me verían con buenos ojos. 

Mi hermano estaba casado y se había hecho cargo de la estancia de mis padres. Yo al ser 

demasiado regordeta y fea no iba a conseguir marido acorde al rango social de mi familia. 

Cuando me dijeron si quería ser novicia dije que sí. Realmente no sé qué iría a hacer en la 

estancia con un hijo natural. Negué moviendo la cabeza ante la pregunta del hombre.  Y él dijo: 

Yo ya intercedí con la superiora.  Vamos, levántese y venga conmigo, dijo el hombre y dude en 

levantarme.  Dude porque no sabía si me estaba diciendo la verdad. Me tomó de la mano, 

abrió la puerta y yo supe que podía confiar en él. Salimos a lo que era un túnel que nunca ha- 

bía visto cuando mi tarea era vigilar a las internas. Era un túnel oscuro con enredaderas que 

despedían un olor a alcanfor. Caminamos hasta el fondo,  donde había una puerta de hierro 

que el hombre con facilidad empujó. Salimos a lo que era el patio interno de las instalaciones 

donde se alojaban las religiosas. Rosas, ligustros, trozos de manguera y hasta algunas herra- 

mientas de jardinería vi tiradas con descuido. De repente, el hombre detuvo su marcha ante 

una puerta. Escuchamos un grito de depredador y unos segundos después dos hombres que 

no sé de donde salieron se abalanzaron hacia mi libertador. Pasó todo tan rápido. Entonces 

terminé encerrada de vuelta en la celda maloliente y esperando que el retoño hiciera su apa- 

rición al mundo para sentirme por lo menos en algún sentido libre.                                                            

El día del alumbramiento al final llegó para mi liberación. Nunca pensé que la sensación de un 

dolor indescriptible pudiera  ser a la vez  algo  tan hermoso. En el medio de la sangre que caía y 

el retoño que venía al mundo, salieron mis palabras atragantándome por el sufrimiento corpo-

ral:                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                

                                                   Por los siglos de los siglos,

                                                   que repiqueteen los plañidos de mi niño, 

                                                   como campanas angelicales,

                                                   en este sucio y depravado lugar.                                         


A orillas del mar Atlántico, entre las ruinas de un orfanato, se oye durante tres noches un  

llanto débil como de niño recién nacido, que retumba insistente a las tres de la mañana en el 

sector olvidado del orfanato.  Un guardia en un recorrido nocturno,  ve ante sus ojos atónitos 

la figura espectral  de una mujer  regordeta  con un bebé en sus brazos que llora.

        

                                           


 

                      

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miércoles, 2 de septiembre de 2020

AZUL ELÉCTRICO

 


Era escandaloso: descubría mujeres interesantes y acarameladas cuyas relaciones  

le duraban tres días,  eran más finas que las hostias que le daba el párroco de la iglesia 

adonde lo llevaba su madre durante la adolescencia, dulces niñas venidas de La Rioja; 

bombonas como nadie conoció iguales en Buenos Aires, me contaba mi abuelo de su 

amigo Jorge, el cual había conocido cuando ambos cursaban el bachillerato. 

Los dos pensaban seguir la misma carrera, medicina, que Jorgito abandonó en el se- 

gundo año, para irse a vivir a la Patagonia, donde tenía unos campos.

A mí me había mandado mi abuelo a su finca para que aprendiera a hacer algo útil y no 

me perdiera en vicios como la droga, que corría más rápido que la liebre en las fiestas 

electrónicas, a las que eran adeptos mis amigos del colegio secundario. 

Cuando llegué a la finca me recibió el capataz diciéndome, que el patrón se hallaba 

muy ocupado con cierta tarea, que realizaba si o si todos los miércoles.  

Estaba recostado en la amplia cama de la pieza que me habían asignado, un poco 

cansado por el largo viaje en ómnibus, que lo que escuché no supe si era verdad o 

producto de mi mente fantasiosa.   

El ruido era muy extraño. Un sonido como de un gorjeo que terminó como un agudo 

de mujer. De hecho, me resultó tan extraño el sonido que me terminé despertando

completamente de la siesta. Sin más  salí al pasillo, que me conducía al hall central 

donde se encontraba sentado a la mesa ya servida con el almuerzo,  Jorgito, el ami-

go de juventud de mi abuelo, que se levantó con cierta dificultad y vino a saludarme

con un abrazo.

-¿Cómo te encuentras?  ¿Cómo te ha ido en el viaje?  ¿Ameno?  Yo hace mucho que 

dejé de viajar en ómnibus. Tengo problemas en la próstata.

-Bien,  señor Jorge. El viaje ha sido largo, pero sin inconvenientes en la ruta.

-Siéntate a la mesa. ¿Qué gustas comer?   Hay de todo. Acá siempre se come carne de

todos los tipos-se detuvo y largó  una carcajada bastante fuerte para la edad que pa-

recía tener según los datos proporcionados por mi abuelo.

-La carne roja me parece buena para comer. Además se necesita estar sano y no debi-        

lucho para las faenas del campo, verdad

-Tenes razón en lo que decís. Acá los únicos debiluchos son las crías de las gallinas, las

vacas, caballos y ovejas que después con el tiempo se convierten en animales fuertes

y sanos que darán muy buena descendencia .¿Ya te ha comentado el capataz las tareas

que deberás hacer en la finca?

-No. No me ha dicho todavía nada sobre mi tarea.

-Muy bien, a la tarde, entonces después de las tres calculo que te mostrara las instala-

ciones en las que deberás trabajar. El almuerzo siempre se sirve a la una y media, llue-

ve, granicé o truene.

-Entendido, señor Jorge-dije tratando de cortar bien la carne con el cuchillo de mango 

de madera.

-Dime, ¿Cómo se encuentra tu abuelo?  Recuerdo como si fuera hoy las aventuras que 

vivíamos en el colegio. ¿Sabías que nos tocó hacer la facultad juntos?  

-Sí, claro que sabía. Mi abuelo me mando acá para que se me fortaleciera el es-

píritu, eso me dijo. 

-Conociéndolo como lo conocí no me resulta nada desatinado lo que dices. Él fue

uno de los pocos de la promoción de la secundaria que se recibió con excelentes 

calificaciones. Pasando a otro tema ; yo ya he terminado con mi almuerzo. Espero que 

te haya gustado la comida. Espera al capataz en la entrada.

Más tranquilo que el anciano haya dejado la mesa me dispuse a comer lo que queda-

ba de la carne con la mano. La carne estaba un poco dura para mi gusto, pero se po-

día comer. Una vez que me sentí satisfecho decidí salir afuera de la vivienda. Ante mis  

ojos la llanura se divisaba verde y no terminaba nunca. Los pájaros volaban y se posa- 

ban en el alambrado como si no le hicieran caso a la presencia del humano que los 

observaba con curiosidad.     

Una voz ruda y como salida de las cavernas me dijo:

-¡Esta aquí muchacho! ¿Ya ha almorzado?

-Sí, señor.

-Muy bien venga conmigo. 

En una tarde en que soplaba el viento sudoeste el rayo del mediodía se posó sobre

mi espalda como queriendo partirla. 

El capataz me mostró las instalaciones donde debía realizar mi tarea. Había que lim-

piar el granero, donde dormían las vacas junto a sus crías y la caballeriza en la que se

criaban caballos, que eran adiestrados para las carreras. Por suerte, del corral se en- 

cargaba el mismo capataz de limpiarlo. Donde terminaba la finca se hallaban varios

ranchos cuidadosamente realizados en maderas en las que vivían los trabajadores de 

las cosechas junto a sus familias.

Después de la recorrida por las instalaciones me pareció que le podía contar lo ocu-

rrido durante la siesta. Al relatarle el extraño sonido escuchado que había logrado

despertarme de la misma, el capataz dijo:

-¿Se topó al demonio con forma de pájaro?  ¿O con forma de mujer?

Enseguida largó una carcajada y se fue por detrás del granero.

Me dispuse a quitar la mugre que había en la caballeriza mientras escuchaba los

relinchos de los caballos que parecían estar molestos por mi presencia en su ho-

gar. Ya estaba cayendo el sol sobre la línea que divide el cielo de la tierra cuando

terminé de limpiarlo. Exhausto me dirigí hacia la casa para tomar una merecida ducha.   

Me estaba desvistiendo en el cuarto que me habían asignado como mío cuando es-

cuché un ruido detrás de la puerta como si alguien hubiese tocado la puerta. Como 

nadie entraba en el cuarto fui hacia la ventana y abrí las cortinas, me sorprendí de que 

unas nubes blancas corrían demasiado rápido en el cielo, mientras ninguna brisa en- 

traba por la ventana. Un ruido detrás de mí hizo que me diera vuelta y para mi sor- 

presa vi a una mujer blanca, con el pelo negrísimo con mechones azul eléctrico, que le 

caía sobre la espalda.  Sus ojos eran enormes, como de pájaro y se encontraba atavia- 

da con un simple vestido negro tornasol.  

-¿Quién eres?  –le pregunté.

Pero no obtuve respuesta. En cambio la mujer avanzó con lentitud hacia mí mientras

una atmósfera cargada de tensión se apoderaba de la pieza. Al tenerla demasiado cer-

ca pude sentirle su olor, un olor extraño como de madera recién cortada y dulzón co-

mo lo puede ser la miel caliente. La mujer levemente rozó con su mano mi brazo de-

recho con lo cual mi sangre corrió oscura en mis venas y mi boca pareció ansiarla.

Entre sorprendido y shockeado por lo que provocaba en mi esa mujer, no me di cuen-


ta de que Jorge se encontraba detrás de ella, con el rostro desfigurado por la malicia 

y que portaba un arma. Le note las canas en su poco pelo, la fatiga, la flojedad, la le- 

vedad que se le notaba a sus años. Me molesto que ese viejo intentara  interponer- 

se entre esa mujer y mi deseo. También sentí, una mezcla rara de energía que me  

arrastraba y nos perdía a los dos, quizás en la ira no contenida. Yo no estaba muy 

seguro a quien estaba apuntando. De un manotazo, quité a la mujer de mi vista y me 

enfrasqué en una lenta pero firme pelea con el que decía haber sido amigo de mi 

abuelo en los años mozos. En un momento Jorge cayó al suelo arrastrándome con él. 

No sé como pero la pistola que tenía el anciano fue a parar a la mano de la mujer que 

con cuidado la tomó y apuntó hacia nosotros dos, que nos hallábamos sumidos en una 

pelea en que el más fuerte trataba de quitarse al otro de encima. El viejo había olvida- 

do que era amigo de mi abuelo y que yo estaba parando en su casa. El peligro nos ha- 

bía transfigurado en dos enemigos acérrimos.  El dueño de la finca era pesado como lo  

puede ser alguien viejo, pero sus reflejos eran rápidos como los de un jovencito. De un 

golpe me arrojó hacia el otro extremo de la pieza y se levantó con suma rapidez. Sin te-

ner ninguna armadura parábamos como podíamos los golpes; los cuerpos se iban lle- 

nando de moretones. El combate era muy desparejo. El viejo parecía no querer per-

der rastro de mi vida; yo retrocedía para evitar los golpes rudos del viejo. De repente,

la misma voz ronca del capataz, que se hallaba parado en el marco de la puerta grito: 

-¡Se están matando!

Yo estaba perdiendo terreno, entonces Jorge cargo contra mí. Quede tendido en el 

suelo otra vez.  

La mujer tiro la pistola cerca de mis pies y un disparo retumbó en la habitación. De

repente, mis ojos vieron que un pájaro grande y negro pasó con gran velocidad

haciendo un sonido como el que había escuchado cuando hacia la siesta al medio-

dia, que se esfumaba por la ventana. La mujer pareció haber desaparecido del cuar-

to.  El amigo de mi abuelo como si nada hubiese pasado, me ofreció su mano para 

ayudarme a levantarme del suelo. Jorge me dijo con una voz que sonó terriblemente 

cansada:

-Olvide todo lo que ha visto y dispóngase a dormir que mañana tiene que trabajar.

El anciano sin decir nada más se retiró de la habitación seguido por el capataz de la

estancia. 

Me acosté y me tapé con la sabana un poco desorientado por todo lo sucedido. Esa

noche no pude pegar un ojo, sin embargo, pude ver lo que parecía ser un pájaro negro 

cuyas alas deslumbraban por su color azul eléctrico, que se golpeó con las paredes 

y las dejo llenas de sangre como queriendo decir algo con sus marcas y de inmedia-

to, se escapó por la ventana. 

No sé por qué las preguntas dichas por el capataz esa tarde sonaron para mi mente 

cansada como dos respuestas a la pregunta de quién era esa mujer.  

Sin embargo, algunas tardes cuando regresaba temprano del trabajo volvía a escuchar 

ese raro sonido de gorjeo, que terminaba como en un agudo de mujer que se escucha-

ba proveniente de la habitación de Jorgito. Solo los miércoles, el día que era especial

para el dueño de la estancia, según me había contado el capataz.   



                                   

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