miércoles, 29 de agosto de 2018

LAS ALAS ROSADAS

El muchacho había llorado todo el día por qué no le habían llevado la comida. Le habían notificado que lo iban a liberar justo el día de su cumpleaños. Falta ba nada más que una noche para que su liberación se produjera. El dueño de la estancia para el cual trabajaba su madre había entendido que había tenido intención de robarle su más preciada gallina, que había resultado ser un invento de laboratorio que a su dueño, su invención le había salido carísima. Sin más había terminado en la comisaria y de allí directo a la cárcel local. No se había podido defender. ¿Cómo iban a creerle que lo que quería era adorarla? Pasaron las lentas horas de la noche hasta que la luz pobre de la mañana que entraba por la ventanuca de su celda le anunciaba que ha llegado el tan ansia- do suceso. Lo destinaron rápido a una oficina donde lo obligaron a ponerse la ropa con la que había entrado por primera vez a la cárcel. Le regalaron una bolsa de papel que al abrirla, una vez que piso el suelo de la libertad, pudo ver que contenía tres facturas de dulce de leche que tenía por costumbre regalar el cocinero a los que tenían la suerte de largarse de una vez por todas de allí. Pensar que su madre le llevara una bolsa con facturas de dulce de leche era creer que podían existir los milagros ya que ella nunca había ido a visitarlo a la cárcel. Una vez que se encontró afuera del edificio carcelario fue a la parada del colec- tivo que lo llevaría, otra vez a los pagos de donde había salido: la estancia don- de trabajaba su madre. El vuelo de los aguaciles, las flores silvestres que se veían a lo largo de la ruta indicaban el comienzo del verano y el maravilloso devenir de la vida que la es- tación veraniega suele regalar. Y a él que había pasado tanto tiempo encerrado todo lo que veía le resultaba un cuadro pintado por un eximio artista. La estancia se perfilaba a lo lejos como el baluarte de la familia Thompson que se había hecho de las tierras en la época que el presidente Roca daba facilida- des a las familias extranjeras que quisieran asentarse en suelo bonaerense. El sol no dejaba marcas en el rostro de Isaías que parecía contento de cami- nar por el territorio en el que se había criado. La estructura de la estancia no había cambiado según los ojos del muchacho que ya se encontraba en la entrada. Como nadie había salido a recibirlo, golpeo fuerte las manos. Para su sorpresa salió el dueño; el viejo Thompson con el rostro surcado de arrugas y su mirada celeste que parecía marcar el territorio. -¿Qué haces acá? ¿Ya saliste de la cárcel? -Sí, señor. Hoy salí y pensé que mi madre iba a estar esperándome afuera pero como no estaba, me vine directo para acá. No tengo donde ir. El patrón lo miro unos segundos, segundos que al muchacho le parecieron horas hasta que dijo: -Podes quedarte en la parte de atrás del granero. Veni que te muestro la instalación que hace mucho que no estabas por aquí. El muchacho sin contestar lo siguió. Pasaron el corral donde las gallinas pi- coteaban con ferocidad el maíz. Isaías miro de reojo a las gallinas para ver si entre todas ellas se encontraba la rara, la de alas rosadas. No estaba en- tre todas las demás. La gallina, se dice el muchacho enjuto y pálido quizás estuviese muerta o quizá se la hubiesen llevado para cruzarla con otra raza tan extraña como ella. Thompson se detuvo frente al granero que a ojos del muchacho le parecio un tanto descuidado o quizás eran sus ojos que tendían a verlo todo des- prolijo al tener la vista gastada de haber visto siempre lo mismo en la car- cel. La boca grande como la boca de un lobo del viejo se abrió para decirle: -¡Límpialo bien!¡Y después ándate para la casa así comes un plato de comida qué bien te falta! El muchacho entro al granero y se puso a limpiar con ganas la suciedad del granero como si esa roña le perteneciera a él. Cuando dedujo que ya estaba bien limpio, abrió de par en par las puertas del granero para que circulara el aire fresco pero la fetidez seguía oliéndose como una peste poderosa. El muchacho giro la cabeza en gesto de resignación y se encamino hacia el ho- gar del viejo Thompson. Cerca del ingreso a la vivienda diviso a una mujer pequeña y enjuta como un árbol seco de brazos cruzados. De inmediato reconoció a su madre. Levanto la mano derecha y le dirigió el saludo. La mujer pareció ignorarle al no responder el saludo. El muchacho se encontraba cerca del gallinero y se de- tuvo para mirar a las gallinas que comían sin percatarse de que Thompson se encontraba enfrente de él observándolo con acritud, que sin más lo empujo tan fuerte que cayó al suelo y le dijo: -¡Fuiste vos! ¡Apenas salís y volves a cometer fechorías! ¡Sos un malnacido! -¿De qué me está acusando señor? -¿Pues de que te voy a acusar? ¡De robarme a la gallina más preciada que ten- go! ¡La gallina de alas rosadas!¡No contento con haber salido de la inmundicia lo único que se te ocurre es robarla! -¡Yo no fui señor!-le grito desconcertado por la situación que se le presentaba como el mismísimo infierno. Rápidamente el muchacho comprendió que tendría que escapar del equívo- co en el que se encontraba metido. Se levantó del suelo y le dio una patada al viejo Thompson que comenzó a retorcerse de dolor. Tan dolorido estaba que no podía ni gritar. Comenzó a correr lo más que le dieran las piernas hasta que se encontró casi afuera de la propiedad de los Thompson. El mu- chacho se paró en seco y se dio vuelta para mirar hacia la hacienda. Lo que vio lo dejo estupefacto: una figura blanca con una línea rosada del color par- ticular que tenía la gallina rara de los Thompson se movía como una veleta según el viento soplara. Concluyo alarmado que alguien, su madre o quizás el mismo dueño de la fin- ca había ensartado en la veleta de metal a la gallina rara, la de alas rosadas, en lo alto del techo. Recuerda sus impresiones de la niñez, cuando pasaba los veranos en la quin- ta del hermano de su madre, y se dice ya maduro por un destino que lo acerca- ba a lo funesto, huir a un nuevo lugar donde las gallinas raras no tuviesen existencia.

    

Registro Nacional del Autor PV 2019-91715904-APN-DNDA#MJ 


EL SAGRARIO

¿Por qué violeta?-le interrogo intrigado a Nadaha. Dice que lady Rowena en un sueño le susurro que ese color se usa en el cielo para cambiar el mal karma de las almas innobles que aspiran al consuelo de dios sobre su pecho. Si interrogo extrañado: —¿Violetas? —protesta. —sí, si violeta como las florecillas del campo. Si insisto en contradecirla: —Entonces ¿por qué decías que son azules?. Responde: —Son como si fueran violetas. Me contesta con un cansancio fuera de este tiempo y se aleja por el pasillo del túnel de roca. No puede dejar de olvidar la peste incurable de los petirrojos, ni recordar la marca que dijeron que vendría por todos en un tiempo que ofende el olvido. Cualquier aseveración a dicho hecho mortifica severamente a sus ojos que lentamente ve la pérdida de la visión como si fuera echar canas después de pasar la edad de los cuarenta. Un rencor ancestral duerme, más bien, vela en sus entrañas. Séquitos de materias inalienables cuyos orígenes límpidos ella los conoce hacen abortar sus mejores creaciones. El incumplimiento variado de sucesivos suicidios de sus ancestras por los siglos de los siglos ( saltos en el abismo, venenos, tajos en las venas, tiros en el abdomen, tirarse a las vías del tren cuando este pasa, soñar muerta en vida un futuro mejor sin poder hacer nada para modificarlo) modifican el esquema para poder lograr la búsqueda de la inmortalidad. Ya le dijeron los monjes de las montañas con los que ella aprendió a sortear los misterios de la inmortalidad, que por ser una rebelde, una apestosa subversiva de las normas como la llamaron los gobernantes para los que trabajaba una vez recibida en la Universidad de las Ciencias, que la violación a la norma siempre conlleva un cierto destierro que se paga con el olvido de los que aman. Fue entonces que desde el destierro asignado a ella, la guardiana de Los Tesoros, Nadaha, le corresponde morar en lo alto de la montaña de la tierra de Adonais. Yo soy un simple servidor de Nadaha en su tareas de la búsqueda del elixir de la Inmortalidad. Debía de ser en el mes de septiembre, pues el sol, las luciérnagas y las estre- llas federales tapizaban el pedestal de escalones grises, donde se encuentra la entrada a la plaza de la ciudad. El monumento al hijo estaba vendado, como un herido, o como un altar en La Pascua. Nadie se percataba de que era una situación extraña y seguían corriendo de aquí para allá como si fuera una si- tuación normal. Nosotros íbamos con mi superiora a la casa de remates porque nos interesa- ban algunos grabados que nos podían ayudar en la búsqueda del elixir. Cuando íbamos caminando entre los puestos de mercancías de todo tipo diseminados en el centro de la ciudad, una persona vestida con una túnica tornasol y con la capucha que le tapaba el rostro, nos intercepto y nos dijo, más bien era una orden por el tono imperioso y decoroso que empleo, que debía- mos apurarnos en llegar a la tienda pues había varios interesados en comprar el sagrario que remataban esa mañana. Con sorpresa supimos, una vez que llegamos al lugar de la venta (porque figuraba sobre una de las paredes el catálogo de lo que se vendía en ese día) que el tabernáculo había pertenecido a uno de los Sumos Sacerdotes que ofi- ciaba como cuidador del templo donde se hallaba el sagrario. El rematador, que tenía un pelo largo y violeta, que fascinó por un momento a Nadaha, hizo una biografía sucinta del sagrario. Las ofertas llegaron a cifras increíbles. Con júbilo, el rematador mordía un cigarro, mirando a mi autoridad llamada Nadaha, como si ella fuese la que ganara la subasta. En efecto, mi jefa le había informado que la llamara cuando tuviera elementos que podían convenirle. En su morada, donde reinaba el artefacto que daba música celestial, había sólo una mesa de estudio, cuatro sillas, una cama que apenas distaba en centímetros del suelo y un armario de roble y piedras. El tabernáculo era bellísimo, no tanto por su forma, sino por la madera y por el color del mármol; además, los espejos pequeños como gemas reflejaban el mundo circundante en imágenes alargadas, lo que encantó a mi superiora, que saltaba en sus dos piernas de alegría. Durante unos minutos mi superiora dio vueltas alrededor del tabernáculo, abrió todos los cajones, pidió al dueño del negocio que quitara la repisa de mármol para ver si realmente pertenecía al mueble. El hombre hizo lo ordenado. Hasta le alcanzó una silla para que pudiera observarlo de arriba. Ella lo observó des- de arriba y con un gesto de la cabeza asintió afirmativamente. Con la facilidad que pueden dar las monedas de oro, Nadaha fue la rotunda ganadora de la subasta como hizo suponer el dueño del negocio. Nos fuimos los dos contentos a la morada donde vivíamos pero debo confesar que la ad- quisición de dicho mueble me puso nervioso y aprensivo como si nos pudiera pasar algo malo por tenerlo. Un día a las cinco de la tarde, una vez que el crepúsculo ya había asomado su color celeste por el este de la montaña, golpeó a la puerta un hombre con su familia. Me extraño que supiera que en la montaña residían personas. El hom- bre era alto, enjuto y de pelo rojo. La mujer de mediana estatura era tan del- gada que parecía una mujer que sufría algún trastorno alimentario. Traían una niña de cuatro años vestida con un pantalón rojo, ajustado, y una camiseta celeste que contrastaban notoriamente para mi vista. Los hice pasar al cuarto de estar de Nadaha. —No se asusten. El sagrario no es malvado —balbuceó la niña. ¿Habría oído mal? Me pregunté cómo podía conocer la identidad del sagrario. Me pareció que había dicho el sagrario no es malvado. No parecían gente del lugar ni habían tenido la información de que el sagrario se encontraba allí. La familia sonrió, como de común acuerdo, y la niñita inmediatamente quiso le- vantar la tapa del mueble sagrado. Los padres, lejos de oponerse a ello, le sonreían como instándolo a hacerlo. Lo más extraño de todo fue la simpatía que emergía de mi corazón por la actitud de la niñita desconocida. -El Padre está vivo y su Hijo no está muerto como les han hecho creer-dijo la voz infantil de la niña que acariciaba un libro de cuero dorado que emitía como una luz fosforescente que impedía ver con nitidez al sagrario. -¿Por qué dices eso? ¿Quién te lo dice?-le pregunté pensando que no tendría respuesta. -El libro dice eso que dije. Ábralo y vera que no miento. No tuve tiempo para responderle pues una tropa de soldados del ejército de la Nueva Ciudad ingreso con violencia en los aposentos de Nadaha. Nos apun- taron con armas mientras que el que dirigía al grupo observaba el sagrario abierto con suma atención. La familia permanecía callada contra la pared. No sabía cómo se iría a resolver todo, pero algo en mi interior me decía que la situación no traería nada bueno. Nadaha tardaría en llegar y quizás encontrara toda su morada destrozada por los soldados y con la falta de su sagrario. La voz del comandante habló imperioso: -¡Llévense a todos incluido este extraño artefacto que brilla! Los soldados hicieron caso de lo dicho por su jefe mientras a mí me esposaban tanto como al jefe de familia, y a la mujer y a la niña las tomaban del brazo con fuerza. Al sagrario lo cerraron y lo levantaron dos de los soldados. De nuevo vi el aspecto lúgubre que tenía la ciudad cuando la luna se impuso sobre el astro rey cuando llegamos a la plaza. El comandante se sacó el chaleco de fuerza y lo colocó junto a la punta de la mano de la estatua del hijo. La estatua ya no estaba vendada como cuando habíamos llegado a comprar el sagrario. Los soldados nos mostraron al público que se hallaba agolpado en los asientos de las tribunas de la plaza. Se escuchó a alguien aplaudir; alguien imitó al que aplaudía. El contagio fue instantáneo. Escuché el llanto de la niña de la ropa de colores contrastantes que en vez de acallar a la multitud los enardecía. De repente, entre toda la multitud vociferante, vi el rostro de Nadaha que me mira- ba con compasión. ¿Cómo será morir? Me pregunte mientras mi mirada se perdía entre la multitud. Nadaha lo debe intuir, con las voces de las ancestras susurrándole en sus oídos en las noches de experimentación en la búsqueda del elixir. Escucho la voz del comandante que dice que es un sacrificio; que seremos degollados. Parece que nos odian pero no sé por qué. —¿Por qué a nosotros?-pregunto como si alguien pudiese contestarme. Entonces la niña vestida con colores contrastantes, dejo de llorar y habló: —La muerte sucumbió ante la vida eterna. La muerte no existe. ¡El Hijo está vivo y nosotros no moriremos! Entonces comprendí, que la muerte arbitraria y por qué no desleal al humano, aunque haya hecho todo lo que fue posible a su alcance para ayudar a otros a ser menos infelices en el mundo que les ha tocado como toda muerte no espe- rada, es pérfida. Curiosamente solo veía a los asesinos que vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos los ojos como si el peso de la culpa los achicara. Como una inspiración divina, antes de sentir la tela que tapaba mis ojos y el silencio mortal que daban los espectadores le pedí a dios que me dejara en la tierra de Adonais. ¿Por qué violeta?- le pregunto intrigado a Nadaha. Dice que lady Rowena en un sueño le susurro que ese color se usa en el cielo para cambiar el mal karma de las almas innobles que aspiran al consuelo de dios sobre su pecho.


   

Registro Nacional del Autor PV 2019-91715904-APN-DNDA#MJ