Clide Gutierrez, su prima, lo encontró sentado debajo del árbol de rosa china
como meditando no sabía que cosas, cabizbajo y con la mirada perdida en su
mundo de ilusiones o en su dialéctica marxista como bien le había dicho una
vez su tío Félix, el marido de su tía Hebe, que su nieto Martin estaba perdido
en la dialéctica marxista por juntarse con los melenudos barbados que idolatra-
ban al Che Guevara sin saber que aparte de ser médico era un ser que tenía
aficcion por la pistola usada justamente para liquidar a los enemigos de la dere-
cha. En eso sí, el Che demostraba estar bien de un solo lado, y no como otros
que estaban a favor de Dios y del Diablo, había dicho su tío en una de las últi-
mas reuniones en la que estaban todos los hijos y los nietos. Nadie había dicho
nada al respecto. Ni siquiera el hijo, el padre de Martin, que casi siempre solía
discutir de política con el tío Félix, pero casi siempre terminaban peleados por
varios días hasta que uno de los dos, quizás el más débil, terminaba dando el
brazo a torcer, que eso era decir mucho pues los vascos según su madre eran
las personas más tercas del mundo.
Esa había sido una tarde calurosa en la que habían comido peceto al horno y
ensaladas varias y habían terminado como a las dos de la tarde, cuando su pri-
mo Martin que no sabía si había tomado algo de cerveza sin que se dieran
cuenta los padres, puesto que no llegaba a tener los quince años cumplidos, la
había tratado mal y ella había tratado de alejarse teniendo un arranque de ira
dirigido contra ella. Estaba en lo cierto, Martin la tomó del brazo derecho y sin
mas trató de torcérselo mientras ella gritaba lo más fuerte que podía en una reunión
donde los comensales parecían no percatarse de ella. La madrina, su prima directa
de sangre la rescató un poco tarde quizás, de la fuerza de bruto de su primo. Pero,
para ella, esa acción, ese resguardarla había llegado demasiado tarde. Martin,
en posición de líder acallado, la miro desde su metro sesenta con una furia de
hielo. Después volvió a la mesa donde estaban los grandes y empezó a hablar
a voz de cuello como tratando de sobresalir en la conversación general. “ No es
necesario que te quedes ahí parada como una estatua, dijo su tío Félix. Al fin
y al cabo, es más chico que vos, termino diciendo.
Hizo caso omiso a lo dicho por su tío Félix, y como era una tarde calurosa fue-
como lo hacía siempre que no estaban los parientes, que solo se juntaban para
festejar las fiestas de fin de año y de Navidad- hacia la hamaca como indicando
que no le importaba lo que le había dicho, y comenzó a hamacarse primero lento
después más fuerte, con el pensamiento que hervía como un fuego, y su respiración
se iba tornando más ruidosa y agitada a medida que la hamaca volaba más alto.
Cuando sintió que era hora de bajarse de la hamaca estaba tan tranquila como una
muñeca de porcelana, pero entonces su primo Martín viendo que ella se bajaba del
columpio, dijo a vos de cuello: “Jesús es un invento del capitalismo” Fue festejado
por las carcajadas generales de los grandes. Clide que sabía que era mejor no inte-
rrumpir el monologo interior de su primo Martin, pues en la niñez a pesar de que le
llevaba más de cinco años, la violencia en su primo parecía depositarse en el cuerpo
frágil de ella, que mucha fuer-za no tenía más que para pegar gritos agudos, los que
lograban salvarla de las palizas que le gustaba dar a su primo.
Este salió de su meditación y vio la figura endeble de su prima Clide, el cabello medio
crespo castaño oscuro, la elegancia marchita que la caracterizaba como la más fina de
la familia, que se asomaba detrás de los barrotes de la escalera que daba a su casa
que por impotencia del padre de Clide, solo había logrado poder construir su techo
arriba de la casa del abuelo de Martín, Félix, previo acuerdo de que le prestaba la
plata con la idea de que se la devolviese algún día.
Clide al darse cuenta de que era vista por su primo Martín, no se atrevió a acercarse
sino que decidió que lo mejor era correr por la escalera como si alguien, quizás su
hermana, la llamaba desde el pasillo. “Me voy, pensó rápido, que aquí desde que
murió el tío Félix no me quiere nadie de los Irribarren”. Y corrió hacia las escaleras
lo más rápido que le daban las piernas.