viernes, 25 de junio de 2021

El jardín

 

 

 

Aquel día, en que entré por primera vez en la casa, tropecé con unos diarios y rompí sin que-

rer el florero que llevaba flores secas. Herminia la empleada recogió religiosamente los peda-

zos del florero roto, sin decir nada  y los tiro al tacho de basura.  Como al pasar, cuando paso al

lado mío me dijo en voz baja como si tuviera miedo de que alguien más pudiera escucharla:

-Acá siempre pasan cosas raras.

   La casa estaba llena de tarjetas, de telegramas, de flores y de plantas, objetos de decoración  

caros (como para hacerle agradable la vista) que las amigas le habían mandado.   

—Sólo un niño bien recibe tantos regalos, comentaba una de las visitas, que era envidiosa de  

todo lo que le pasaba a la señora tanto lo bueno como lo malo-me dijo con tono respetuoso

Herminia mientras me conducía a la habitación de la patrona.

  La señora se encontraba reposando en su cama. No me vio así que pude observar con detalle

todo el mobiliario que tenía su cuarto. Me pareció muy recargado para la época en que se es-

taba viviendo, pero como portaba un apellido importante deduje que la cantidad de objetos

era normal.  

  Después de dar un resoplido parecido al de una vaca la señora se despertó y me  miro con una

expresión taciturna, que hacia juego con la papada flácida que tenía. Con voz asombrosamente

gruesa dijo:

-¿Usted quién es y que hace en mi cuarto?

-Soy la enfermera que usted contrató. Me llamo Catalina.

-Entonces haga su trabajo que para eso le pagan. ¿Dónde está Herminia? Llámela!  ¡Qué ne- 

cesito que me traiga uno de los regalos que me trajo una de mis amigas!

-¿Cuál es ese regalo?  ¿Se acuerda de cual es?    

-¡Claro que sí! ¡Cómo no me voy acordar!¡Estoy lisiada pero tengo buena memoria! ¡Necesito

que me traiga el cofre de bronce que me regalo Tania!¡Hágame el favor de llamarla!

-Sí, señora. Ya la llamo-le contesté y corrí a buscar a la criada.

La encontré limpiando la ventana del enorme comedor con un trapo y un limpiavidrios

haciendo un esfuerzo que no era propio de su edad.  

-¡Señora Herminia! ¡La señora quiere que le lleve el regalo que le obsequio Tania!  ¿Quie-

re que se lo alcance yo?

-No, déjeme a mí. La señora es muy estricta con la función que cumple cada uno-me respon-

dio dejando los utensilios sobre el borde de la ventana  y rápidamente tomo una caja envuelta

en papel madera en cuya tapa se veía una inscripción de un triángulo con un ojo dentro.

Me quedé mirando maravillada el jardín que se desplegaba ante mi vista. Gardenias, algunos

malvones de varios colores, ligustros enanos y rosales con rosas blancas y marfiles hacían un

espectáculo maravilloso y digno de apreciar. De golpe, toda la armonía del paisaje natural se

rompió al entrar en él una figura un tanto grotesca. Un hombre con la forma de su cabeza

ovoide y muy alto vestido con un mameluco azul pasaba llevando lo que parecía ser una

máquina de cortar pasto, pero que, sin embargo,  no hacia ruido. Me pregunté si realmente

la máquina estaría cortando el césped o si la tecnología había avanzado tanto que los arte-

factos no generaban sonido alguno.  El hombre siguió cortando el pasto hasta que el sol  

dejo de darle sobre su cuerpo.  Para mi asombro el jardinero nunca dejo de dar la espalda a la

ventana. La voz de Herminia me distrajo de la vista al jardín.

-Señorita. ¿Todavía esta acá? Vaya a cuidar a la señora que se encuentra muy agitada.

-Dígame, ¿Quién es ese hombre?  –y le señale al hombre vestido con el mameluco azul.

-Es el jardinero señorita Catalina. ¿Quién va a ser sino?

-Es que-iba a terminar pero Herminia me interrumpió diciendo:

-¡Ya sé que es raro pero tampoco es un monstruo!

-¡Yo no dije que fuera un monstruo!

-¡Pero lo pensó! ¡Vaya a cuidar a la señora que después se la agarra conmigo!

-Sí, Herminia. Ya voy.

 A veces no me doy cuenta con quien estoy hablando. Solo cuando voy a la casa de una se-

ñora no me contengo y hablo como una criada. Debe ser porque en mi casa no soy  criada de

nadie.  Pero ahora no era como en la época de su abuela en que las enfermeras gozaban de

cierta jerarquía. Había que llevarles la corriente a las pacientes por que en si eran las que pa-

gaban. Eso era lo primero que nos decían en la agencia cuando teníamos  la suerte de ser

contratadas.

Para sacudirme los pensamientos me froté rápido las manos y entré sigilosa al cuarto de la se-

ñora.

Ella se hallaba cómodamente sentada con un almohadón puesto detrás de su espalda y tenía 

un cofre de bronce en sus manos. La señora estaba como embobada y no se dio cuenta de

que alguien había entrado. Al fin, levantó la vista del cofre y me habló:

-¿Qué hace sentada como una marmota en la silla sin hacer nada? ¿Qué hora es? ¡Ayúdeme

a colocar el almohadón en la espalda que se me movió! ¿Qué pastillas tengo que tomar a es-

ta hora?

Me levanté y le acomodé el almohadón sobre la espalda mientras la señora resoplaba trabajo-

samente, pero por suerte no decía nada. Tomé el organizador de pastillas que se encontraba

sobre la mesita de luz y saqué la pastilla rosa que le calmaba los dolores de espalda. La seño-

ra se hallaba bien dispuesta y cuando le di el vaso con agua para que tomara la pastilla sonrió

con expresión risueña y dijo:

-Esta es la pastilla que más me gusta. ¿Sabe por qué?

-No, señora, no tengo ni idea.

-Porque entonces yo me calmo y vienen unos sujetos extraños que me toman de la mano y me

llevan a otra dimensión. ¡Ni te podes imaginar la paz que hay en ella!¡Yo puedo caminar y bai-

lar como cuando era joven!¡Lástima que mi marido no está allí para verme! Pero no me puedo

quejar, verdad?

A esta altura no sabía si seguirle la corriente o cortarle la conversación. Era obvio que la señora

presentaba un cuadro de arteriosclerosis o quizá presentaba signos tempranos de demencia 

senil. En cualquiera de los dos casos la que manejaba la situación era la persona que estaba

a cargo. Herminia no me había dicho nada al respecto, pero muchas veces el cuadro del  

paciente se manipula para que la profesional no huya despavorida. A mí no me quedaba otra

que seguir con el trabajo. Inhale lo más profundo que pude y le dije:

-¿Quiere que le acomode de vuelta el almohadón señora? Veo desde acá que se le movió otra

vez.

-¡Claro que si Catalina! ¡Voy a estar más cómoda a la hora de reunirme con ellos!-contesto con

una sonrisa risueña.

La dueña de la casa lentamente entró en el sopor del sueño. 

  La atmósfera de la habitación, a esa hora en que entraba todo el sol del verano,  propiciaba

que la modorra me agarrara a mí también aunque no quisiese dormirme.  Entre a dar cabeza-

sos y pude ver el espectáculo que se desplegaba ante mis atónitos ojos. Unas siluetas de forma

parecida a la del jardinero bailaban una especie de danza entre armónica y grotesca en el jar-

dín de la casa. La atmósfera caliente que se respiraba en la habitación (no entiendo por qué no

hay un aire acondicionado con todo el mobiliario de lujo que existe en la casa) hace que al final

me duerma del todo.

  Cuando me desperté, vi que la señora se hallaba despierta y  tenía una robe de chambre azul

con pieles blancas y la cara llena de crema  que  Herminia cuidadosamente le retiraba con un

algodón húmedo.  Mire el reloj de la pared y para mi asombro solo habían pasado una media

hora desde que la señora se había dormido y a mi me había agarrado la modorra.

Una vez que Herminia terminó con el aseo del rostro de la señora me hizo una seña de que

saliera de la habitación.  Con voz cansada, la criada me dijo: 

-La señora se encuentra ya aseada. Solo tiene que vigilarla y darle la medicación.

-Yo se asearla. ¿Esa tarea no me correspondería hacerla a mi

-No. Porque la señora no le tiene confianza a las enfermeras. Hace rato, que desde el incidente

en el que la enfermera no le dio la medicación de la tarde, la pastilla rosa, muchas enfermeras

han pasado por su puesto. Por ello es que la señora no quiere que el aseo se lo realice la enfer-

mera de turno.

-Está bien Herminia. Ya he entendido todo.

  Volví al cuarto de la señora, un poco sumisa por lo que me había dicho la empleada y pensé

que tenía que hacer caso pues no estaba en posición de rebelarme. La señora ya estaba dan-

do cabezazos y la atmósfera de agobiante calor que había en la pieza hizo que a mí también

me agarrara la modorra y me dormí.

  Cuando me desperté vi que la cama de la señora estaba vacía. Con una sensación de alarma

en la boca del estómago me levanté y corrí hacia el comedor a la vez que llamaba a Hermi-

nia. Extrañamente, nadie acudió al llamado. Reiteré el llamado, esta vez en tono más fuer-

te y tampoco acuse recibo. Pensé que lo más lógico sería dar parte de la situación a la poli-

cia. Fui hasta donde estaba el teléfono y cuando coloque el tubo sobre su oreja, escuché que

gracias a Dios, tenía tono. Marqué el número de la policía y me atendió una voz femenina.

-Hola, en que puedo ayudar

-Estoy en la dirección Rosales 186, en el barrio de Mornal. Soy la enfermera y de repente

la señora que estaba cuidando desapareció. El personal de servicio, una señora llamada  

Herminia también desapareció de la casa. Por eso llamo. 

  Para mi asombro la persona que me había atendido me cortó. Exasperada colgué el tubo

del teléfono.  Me acerqué a la ventana que daba al jardín y para mi sorpresa  vi que el jardín      

estaba lleno de personas desconocidas. Me quedé mirando por la ventana lo que fueron mi-

nutos ya que nadie de afuera parecía verme  y mi voz que parecía llegar desde la angustia

dijo: Algo voy a tener que hacer, o me quedo eternamente  observando todo o me animo

a entrar. Entonces, tome valor, despaciosamente camine hacia el jardín y me encontré con la

señora que se hallaba de pie y que al verme me dirigió una sonrisa luminosa como dándome la

bienvenida. No pude ni articular palabra para preguntarle cómo era que ahora podía caminar

siendo que la conocí postrada en su cama. Pero eso no fue lo único extraño; mis ojos asombra-

dos vieron a varios sujetos altos como de la misma altura que la del jardinero, con una gran

cabeza ovoide, con ojos grandes y ovalados totalmente negros, sin la esclerótica blanca propia

de los humanos, que bailaban una danza grotesca y a la vez perfectamente armónica entre los

concurrentes.  De repente, sentí  que alguien me tomaba del brazo. Era Herminia que me

sonreía y me invitaba a bailar como todos ellos. Con una sensación de paz que me inundaba el

pecho abrí los brazos, moví un pie, moví el otro y entré al jardín  rodeada por la luz que me

daba paz.

   

                                                             


     

 

Registro Nacional del Autor PV 2019-91715904-APN-DNDA#MJ 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


lunes, 14 de junio de 2021

LA ENREDADERA

  

Había estado leyendo el archivo de un libro muy antiguo que le había mandado una señora europea muy versada en historia antigua. Creía que la historia no había llegado por casualidad, sino que era como la tan usada frase “no hay casualidades sino causalidades”. Sin embargo, no lograba entender o descifrar cuál era el sentido de haber llegado a ella.  El archivo no era tan común, ni gozaba de prestigio en la comunidad científica; pero la difusión se daba sin motivo aparente, según le había comentado Agnes, la señora europea, la que le había mandado el archivo. Entre la dicha y la curiosidad se había largado a leer la historia que era bastante fantasiosa de por sí. En el transcurso de la civilización sumeria una raza extraterrestre se implantó y, a través de cruzas genéticas, dio paso a la creación de otra raza; esta vez, humanoide. No obstante, estos últimos al pelear con otra raza alienígena, fueron extinguidos. 

Esa tarde Tiziano debía dar las clases habituales a su alumna; pensó que ya era hora de preparar la clase mientras cerraba el archivo y su mente ya cansada imaginaba cómo sería estar frente a una nave espacial.                           

Luego, el hombre absorbido por la tarea de enseñar no se dió cuenta de nada de lo que le pasaba a su alumna. Hasta que de la boca presumida de la chica salió un grito.

—¿Qué sucede? —le preguntó el hombre, de repente desconcentrado en su discurso.

—¡Hay un hombre afuera, en el jardín, Señor Tiziano!

—¡No puede ser! —gritó el profesor.

La muchacha lanzó un grito parada a la silla. Tiziano con rapidez fue hacia la ventana y corrió las cortinas blancas. Se quedó unos segundos, expectante, mirando con seriedad el jardín en el que se veía a un hombre vestido con un mameluco azul, que sostenía un bolso del cual comenzó a sacar herramientas.

Y entonces llegó a él el recuerdo. Volando en el aire que le dejaba el olor dulzón de la enredadera, mezclado con las imágenes difusas, aquellas imágenes que, por alguna razón, le volvían a la mente desconectándolo de la realidad.

Era en el recuerdo, un muchachito pequeño de tez pecosa que usaba las bermudas que le había regalado su madrina. Había un sol resplandeciente que brillaba en lo alto; lograba que los árboles sacaran todo el olor de su savia a borbotones.

La ciudad estaba quieta; era domingo. Él estaba en el patio de la casa y había calas blancas que, según su tía Dora, adornaban la pared de cemento sin pintar. Todo parecía intenso; parecía una fotografía sacada en la Polaroid que usaba el marido de su madrina.

Su prima Graciana se hallaba balanceándose en la hamaca tan fuerte que tenía las mejillas arreboladas. Lo llamó, le dijo que la ayudara a parar el balanceo de la hamaca. La hamaca era demasiado pesada, la cadena fuerte y bien amarrada a la escalera de hierro, y Graciana pesaba lo suyo. Cuando había intentado tomar la cadena, Graciana se había largado de la hamaca y termino golpeándose en la parte baja de la cadera. En un segundo, la muchacha se encontraba tirada en el suelo. Gritaba como si la estuvieran matando. Era un sonido tan agudo que le hacía doler los oídos. Vio una sombra roja y turquesa: el cuerpo de su madrina, que llegaba para socorrer a su hija. Una imagen aún más extraña lo descolocó: los animales eran muchísimo más grandes que su tamaño normal, como felinos gigantescos, erguidos en sus patas cortas, tronco largo; sus cuerpos estaban cubiertos por un suave pelaje de color marrón dorado y sus ojos azules con las pupilas verticales. Lo más llamativo de ellos era un color blanco que salía de sus bigotes y envolvía la escena como un humo.

Mientras trataba de zafarse del golpe que le daba su madrina en la cara, pudo ver por un momento que aquel humo llegaba hasta ellos y lo envolvía; de algún modo, lo protegía de la violencia, de la bronca de su madrina dirigida contra él.

Un fuerte estruendo lo obligó a volver a la realidad. La ventana se había abierto de par en par por un fuerte viento. La luz diurna de forma repentina se había oscurecido. Un relámpago iluminó el comedor y vio a través de la ventana abierta la escena en la que un hombre vestido con un mameluco azul y con una variedad de herramientas tiradas a su alrededor, se encontraba observando la ventana de forma amenazadora con una tenaza en la mano.

Una sombra esparcida sobre el césped permitía deducir las cabezas de varios leones rugiendo; sin embargo, los dueños de la sombra eran seres bípedos de más de cuatro metros de altura, los mismos felinos que en su adolescencia lo habían salvado de la coacción de su madrina, y que se habían trepado sigilosos como felinos que eran, por la reja que tenía la enredadera que daba un olor dulzón.

De pronto, la alumna tomó su bolso y colocó sus útiles escolares dentro. Casi a saltos, rápido, se dirigió hacia la puerta principal. Tiziano corrió detrás de ella al ver que la chica podría meterse en un lío al salir al jardín.


                                                


En el césped fue visto un cuerpo vestido con un mameluco azul, la ropa como si hubiese sido rota a dentelladas; la sangre que se vertía en lo verde del césped daba a la escena una iluminación extraña producto, quizás, de la repentina falta de luz en el lugar.

En el cielo, Tiziano y su alumna vieron un objeto no identificado de 12 metros de diámetro que parecía saltar de forma errática; dentro de él, estaban los felinos enormes, de más de cuatro metros de altura, con sus crines doradas flameando con el viento. En sus caras se dibujaba una sonrisa como una mueca en vez del humo blanco, que se despedía de sus bigotes. Se iban alejando cada vez más de sus miradas, a medida que se iban perdiendo en las nubes del cielo.

miércoles, 2 de junio de 2021

LA PERSECUCIÓN

 El sol fue cambiado por otro mucho más grande. Los polos de cada extremo del globo terráqueo fueron derretidos; los océanos han aumentado su caudal de agua, las costas han dejado de ser lo que eran y las grandes olas literalmente se han comido las ciudades hasta varios miles de kilómetros hasta que, de un día para el otro, sus habitantes fueron pereciendo lentamente. El sonido del mar fue golpeado sobre la arena, sobre los acantilados y la mañana fue vista por el ojo somnoliento. Las huellas han caminado como furiosas en una marejada después de ser el ojo despierto.  Sin embargo, el que fue perseguido como una sombra gana la persecución en rápidez. Mas la sombra fue buscada hasta que el cansancio de los pies sobre la arena se derrumbó. Una piedra de la costa fue intuida como un arma.  El cielo fue pintado como el carbón, pero el calor no fue descendido;  fueron traslúcidos de vez en cuando, destellos fosforescentes verdosos. La piedra marina fue sacudida en el aire como un intento. Fue aprovechada la luz para arrojar la piedra marina hacia adelante.  De golpe, la oscuridad ha emergido como una gran boca de lobo en el lugar. Se ha oído un golpe seco. Lo rojo de los hilos de sangre en la cabeza se esparcen como enredaderas en la arena. No fue escuchado ruido atronador en el cielo que no es más cielo sin sus estrellas, dos rayos de luz verde fosforescente se han adentrado. Joaquín Quintana fue quitado de este mundo. No se ha escuchado más nada.