Había estado leyendo el archivo de un libro
muy antiguo que le había mandado una señora europea muy versada en historia
antigua. Creía que la historia no había llegado por casualidad, sino que era
como la tan usada frase “no hay casualidades sino causalidades”. Sin embargo,
no lograba entender o descifrar cuál era el sentido de haber llegado a
ella. El archivo no era tan común, ni
gozaba de prestigio en la comunidad científica; pero la difusión se daba sin
motivo aparente, según le había comentado Agnes, la señora europea, la que le
había mandado el archivo. Entre la dicha y la curiosidad se había largado a
leer la historia que era bastante fantasiosa de por sí. En el transcurso de la civilización
sumeria una raza extraterrestre se implantó y, a
través de cruzas genéticas, dio paso a la
creación de otra raza; esta vez, humanoide. No
obstante, estos últimos al pelear con otra raza alienígena, fueron
extinguidos.
Esa tarde Tiziano debía dar las clases
habituales a su alumna; pensó que ya era hora de preparar la clase mientras
cerraba el archivo y su mente ya cansada imaginaba cómo sería estar frente a
una nave espacial.
Luego, el hombre absorbido por la tarea de
enseñar no se dió cuenta de nada de lo que le pasaba a su alumna. Hasta que de
la boca presumida de la chica salió un grito.
—¿Qué sucede? —le preguntó el hombre, de
repente desconcentrado en su discurso.
—¡Hay un hombre afuera, en el jardín, Señor Tiziano!
—¡No puede ser! —gritó el profesor.
La
muchacha lanzó un grito parada a la silla. Tiziano con rapidez fue hacia la ventana
y corrió las cortinas blancas. Se quedó unos segundos, expectante, mirando con seriedad el jardín en el que se veía a un
hombre vestido con un mameluco azul, que sostenía un bolso del cual comenzó a
sacar herramientas.
Y
entonces llegó a él el recuerdo. Volando en el aire que le dejaba el olor dulzón
de la enredadera, mezclado con las imágenes difusas, aquellas imágenes que, por
alguna razón, le volvían a la mente desconectándolo de la realidad.
Era en el recuerdo, un muchachito pequeño de
tez pecosa que usaba las bermudas que le había regalado su madrina. Había un
sol resplandeciente que brillaba en lo alto; lograba que los árboles sacaran
todo el olor de su savia a borbotones.
La ciudad estaba quieta; era domingo. Él
estaba en el patio de la casa y había calas blancas que, según su tía Dora,
adornaban la pared de cemento sin pintar. Todo parecía intenso; parecía una
fotografía sacada en la Polaroid que usaba el marido de su madrina.
Su prima Graciana se hallaba balanceándose en
la hamaca tan fuerte que tenía las mejillas arreboladas. Lo llamó, le dijo que
la ayudara a parar el balanceo de la hamaca. La hamaca era demasiado pesada, la
cadena fuerte y bien amarrada a la escalera de hierro, y Graciana pesaba lo
suyo. Cuando había intentado tomar la cadena, Graciana se había largado de la
hamaca y termino golpeándose en la parte baja de la cadera. En un segundo, la
muchacha se encontraba tirada en el suelo. Gritaba como
si la estuvieran matando. Era un sonido tan agudo que le hacía doler los oídos.
Vio una sombra roja y turquesa: el cuerpo de su madrina, que llegaba para
socorrer a su hija. Una imagen aún más extraña lo descolocó: los animales eran
muchísimo más grandes que su tamaño normal, como felinos gigantescos, erguidos
en sus patas cortas, tronco largo; sus cuerpos estaban cubiertos por un suave pelaje
de color marrón dorado y sus ojos azules con las pupilas verticales. Lo más
llamativo de ellos era un color blanco que salía de sus bigotes y envolvía la
escena como un humo.
Mientras trataba de zafarse del golpe que le
daba su madrina en la cara, pudo ver por un momento que aquel humo llegaba hasta ellos
y lo envolvía; de algún modo, lo protegía de la violencia, de la bronca de su
madrina dirigida contra él.
Un fuerte estruendo lo obligó a volver a la
realidad. La ventana se había abierto de par en par por un fuerte viento. La
luz diurna de forma repentina se había oscurecido. Un relámpago iluminó el
comedor y vio a través de la ventana abierta la escena en la que un hombre
vestido con un mameluco azul y con una variedad de herramientas tiradas a su
alrededor, se encontraba observando la ventana de forma amenazadora con una
tenaza en la mano.
Una sombra esparcida sobre el césped permitía
deducir las cabezas de varios leones rugiendo; sin embargo, los dueños de la
sombra eran seres bípedos de más de cuatro metros de altura, los mismos felinos
que en su adolescencia lo habían salvado de la coacción
de su madrina, y que se habían trepado sigilosos como felinos que eran, por la reja
que tenía la enredadera que daba un olor dulzón.
De pronto, la alumna tomó su bolso y colocó
sus útiles escolares dentro. Casi a saltos, rápido, se dirigió hacia la puerta
principal. Tiziano corrió detrás de ella al ver que la chica podría meterse en un lío al salir al jardín.
En el césped fue visto un cuerpo vestido con
un mameluco azul, la ropa como si hubiese sido rota a dentelladas; la sangre que
se vertía en lo verde del césped daba a la escena una iluminación extraña
producto, quizás, de la repentina falta de luz en el lugar.
En el cielo, Tiziano y su alumna vieron un
objeto no identificado de 12 metros de diámetro que parecía saltar de forma
errática; dentro de él, estaban los felinos enormes, de más de cuatro metros de
altura, con sus crines doradas flameando con el viento. En sus caras se dibujaba
una sonrisa como una mueca en vez del humo blanco, que se despedía de sus bigotes.
Se iban alejando cada vez más de sus miradas, a medida que se iban perdiendo en
las nubes del cielo.
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