martes, 22 de septiembre de 2020

EL LLANTO




Tenía unas líneas estriadas en el iris castaño de los ojos, el pelo cobrizo y lacio, los pómulos 

marcados, la boca pálida como una daga. Lo vi la primera vez en mi vida, cuando yo tenía 

catorce años cuando mi tía me llevo para dejarme internada en el orfanato católico.

Hacía mucho tiempo que yo sabía que me iba a llevar y sabía que me llevaban al orfanato 

como una forma educada de quitarse de encima a alguien que les resultaba un engorro. 

Esperamos a Cristiano Alderete en un enorme patio lleno de sol; los canteros tenían piedritas 

bien cuidadas y una preciosa profusión de ligustros. Para endulzar mi sufrimiento mi tía por 

parte de padre, me regaló aquel día un cuaderno y una bolsa de caramelos para que los degus- 

tara cuando pudiese.

Cuando apareció Cristian Alderete, con su hábito oscuro y su rostro grave, me inquieté. Se pu- 

so los lentes culo de botella y ceremoniosamente nos hizo pasar a su oficina; me quitó el cua- 

derno y la bolsa de caramelos.  Después de mirarme un momento que me pareció una eterni- 

dad  me pregunto:

—¿Sabes que dios es justo y que todos tenemos una misión que cumplir en la tierra? —inqui-

rio el sacerdote—Quédate aquí por unos momentos y reflexiona la pregunta.

El sacerdote desapareció con la rígida de mi tía. Yo me quedé pensando seriamente en la res-

puesta. Cuando volvió, esta vez solo, le contesté que dios había velado por mi alma dejando-

mé en ese lugar donde podría más adelante cuando estuviese bien preparada asistir el alma

de las niñas y jovencitas huérfanas que por mal destino habían terminado en ese lugar. El 

hombre de dios pareció estar de acuerdo con mi respuesta y me llevó al cuarto donde se 

alojaban las internas consagradas en la vocación de religiosa. Desde ese día nunca más lo 

había vuelto a ver. Pero el destino me tenía designado volver a verlo. 

El día que era el santo de Santa Catalina de Alejandría–la hermana Ángela me ordenó que 

fuera a buscar a las niñas que tomaban la clase de religión- Una de las niñas salió con la cara 

toda colorada y se sostenía el estómago con expresión de asco. Cuando la llevé a la enfermería 

donde con paciencia Sor Juana la atendió y como no decía nada la muchacha  sobre su estado, 

la religiosa mandó que la llevara de vuelta a las instalaciones del orfanato para que guardara 

reposo; la muchacha que tendría unos 12 años se puso más colorada todavía. Vaya con dios-

eso fue todo lo que le dijo la religiosa. En el trayecto al cuarto donde dormían todas las inter- 

nadas le pregunté a la muchacha como se sentía. Solamente hizo una mueca de dolor. O al 

menos eso me pareció.                  

Era ya la hora de hacer mis oraciones en la capilla cuando observé que la puerta estaba cerra- 

da; situación extraña para la hora. Antes de entrar llamé a la puerta. Nadie salió. Tomé el pica- 

porte y abrí. En el altar se encontraba Cristiano Alderete  leyendo lo que parecía ser la biblia. 

Había cambiado desde aquella vez que me había hecho la pregunta.  Unas delgadas arrugas

le surcaban la frente y algunas canas aparecían en su pelo cobrizo.  

Nunca lo había visto fuera de los horarios habituales en que se realizaban las misas. Hice poco 

ruido hasta llegar al último asiento. Hubo un momento de silencio y entonces el religioso le- 

vantó la vista y me miro desde donde estaba. Pude verle una mirada rara. Cerró inmediata- 

tamente los ojos. Yo empecé a rezar el Ave María que es la oración que más me gusta. Santa 

María, madre de dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. 

Amén, oré con los ojos cerrados. Sentí una mano que me tomaba el hombro con fuerza. Do- 

blé la cabeza para mirar pero no le pude ver la cara, me tapó la boca y con una fuerza de 

animal me arrastró fuera de la capilla. Yo trataba de forcejear contra la fuerza bruta, pero todo 

fue en vano. En cuestión de segundos estaba tirada en el suelo con un hombre encima de mí. 

No podía gritar. Hábil; me había amordazado. No sé el tiempo que paso hasta que escuché la 

voz de Cristiano Alderete que me dijo: Quédate acá- y agrego –que entrara a un cuarto y me 

señalo un catre con una manta raída. Entré y me senté en el catre. Junte las rodillas, bien 

pegadas y el escozor que sentía entre las piernas me volvió a doler y pensé en todo lo que 

había pasado y en la posibilidad de que alguna de las superioras se enterara. Seguramente 

sería echada del orfanato. Ya eran muchas bocas para mantener y una más, era un verdadero 

engorro además que tenía un pecado tan grande. Sin embargo, esa posibilidad se me negó. 

Pasaron los meses, no sé cuántos. Yo llevaba el ritmo del tiempo según iba creciendo la vida en 

mi seno. 

Un día, no me había dado cuenta que habían abierto la puerta. Nunca lo había visto antes al  

hombre que vestido con el hábito de religioso se encontraba al lado del marco de la puerta . 

Soy Gabriel, vengo a sacarla de esta prisión. ¿Tiene a alguien fuera de aquí que la pueda re- 

cibir? Me di cuenta que no había nadie que me esperara afuera o al menos sabía que los 

parientes que todavía me quedaban no me verían con buenos ojos. 

Mi hermano estaba casado y se había hecho cargo de la estancia de mis padres. Yo al ser 

demasiado regordeta y fea no iba a conseguir marido acorde al rango social de mi familia. 

Cuando me dijeron si quería ser novicia dije que sí. Realmente no sé qué iría a hacer en la 

estancia con un hijo natural. Negué moviendo la cabeza ante la pregunta del hombre.  Y él dijo: 

Yo ya intercedí con la superiora.  Vamos, levántese y venga conmigo, dijo el hombre y dude en 

levantarme.  Dude porque no sabía si me estaba diciendo la verdad. Me tomó de la mano, 

abrió la puerta y yo supe que podía confiar en él. Salimos a lo que era un túnel que nunca ha- 

bía visto cuando mi tarea era vigilar a las internas. Era un túnel oscuro con enredaderas que 

despedían un olor a alcanfor. Caminamos hasta el fondo,  donde había una puerta de hierro 

que el hombre con facilidad empujó. Salimos a lo que era el patio interno de las instalaciones 

donde se alojaban las religiosas. Rosas, ligustros, trozos de manguera y hasta algunas herra- 

mientas de jardinería vi tiradas con descuido. De repente, el hombre detuvo su marcha ante 

una puerta. Escuchamos un grito de depredador y unos segundos después dos hombres que 

no sé de donde salieron se abalanzaron hacia mi libertador. Pasó todo tan rápido. Entonces 

terminé encerrada de vuelta en la celda maloliente y esperando que el retoño hiciera su apa- 

rición al mundo para sentirme por lo menos en algún sentido libre.                                                            

El día del alumbramiento al final llegó para mi liberación. Nunca pensé que la sensación de un 

dolor indescriptible pudiera  ser a la vez  algo  tan hermoso. En el medio de la sangre que caía y 

el retoño que venía al mundo, salieron mis palabras atragantándome por el sufrimiento corpo-

ral:                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                

                                                   Por los siglos de los siglos,

                                                   que repiqueteen los plañidos de mi niño, 

                                                   como campanas angelicales,

                                                   en este sucio y depravado lugar.                                         


A orillas del mar Atlántico, entre las ruinas de un orfanato, se oye durante tres noches un  

llanto débil como de niño recién nacido, que retumba insistente a las tres de la mañana en el 

sector olvidado del orfanato.  Un guardia en un recorrido nocturno,  ve ante sus ojos atónitos 

la figura espectral  de una mujer  regordeta  con un bebé en sus brazos que llora.

        

                                           


 

                      

Registro Nacional del Autor PV 2019-91715904-APN-DNDA#MJ 

 

miércoles, 2 de septiembre de 2020

AZUL ELÉCTRICO

 


Era escandaloso: descubría mujeres interesantes y acarameladas cuyas relaciones  

le duraban tres días,  eran más finas que las hostias que le daba el párroco de la iglesia 

adonde lo llevaba su madre durante la adolescencia, dulces niñas venidas de La Rioja; 

bombonas como nadie conoció iguales en Buenos Aires, me contaba mi abuelo de su 

amigo Jorge, el cual había conocido cuando ambos cursaban el bachillerato. 

Los dos pensaban seguir la misma carrera, medicina, que Jorgito abandonó en el se- 

gundo año, para irse a vivir a la Patagonia, donde tenía unos campos.

A mí me había mandado mi abuelo a su finca para que aprendiera a hacer algo útil y no 

me perdiera en vicios como la droga, que corría más rápido que la liebre en las fiestas 

electrónicas, a las que eran adeptos mis amigos del colegio secundario. 

Cuando llegué a la finca me recibió el capataz diciéndome, que el patrón se hallaba 

muy ocupado con cierta tarea, que realizaba si o si todos los miércoles.  

Estaba recostado en la amplia cama de la pieza que me habían asignado, un poco 

cansado por el largo viaje en ómnibus, que lo que escuché no supe si era verdad o 

producto de mi mente fantasiosa.   

El ruido era muy extraño. Un sonido como de un gorjeo que terminó como un agudo 

de mujer. De hecho, me resultó tan extraño el sonido que me terminé despertando

completamente de la siesta. Sin más  salí al pasillo, que me conducía al hall central 

donde se encontraba sentado a la mesa ya servida con el almuerzo,  Jorgito, el ami-

go de juventud de mi abuelo, que se levantó con cierta dificultad y vino a saludarme

con un abrazo.

-¿Cómo te encuentras?  ¿Cómo te ha ido en el viaje?  ¿Ameno?  Yo hace mucho que 

dejé de viajar en ómnibus. Tengo problemas en la próstata.

-Bien,  señor Jorge. El viaje ha sido largo, pero sin inconvenientes en la ruta.

-Siéntate a la mesa. ¿Qué gustas comer?   Hay de todo. Acá siempre se come carne de

todos los tipos-se detuvo y largó  una carcajada bastante fuerte para la edad que pa-

recía tener según los datos proporcionados por mi abuelo.

-La carne roja me parece buena para comer. Además se necesita estar sano y no debi-        

lucho para las faenas del campo, verdad

-Tenes razón en lo que decís. Acá los únicos debiluchos son las crías de las gallinas, las

vacas, caballos y ovejas que después con el tiempo se convierten en animales fuertes

y sanos que darán muy buena descendencia .¿Ya te ha comentado el capataz las tareas

que deberás hacer en la finca?

-No. No me ha dicho todavía nada sobre mi tarea.

-Muy bien, a la tarde, entonces después de las tres calculo que te mostrara las instala-

ciones en las que deberás trabajar. El almuerzo siempre se sirve a la una y media, llue-

ve, granicé o truene.

-Entendido, señor Jorge-dije tratando de cortar bien la carne con el cuchillo de mango 

de madera.

-Dime, ¿Cómo se encuentra tu abuelo?  Recuerdo como si fuera hoy las aventuras que 

vivíamos en el colegio. ¿Sabías que nos tocó hacer la facultad juntos?  

-Sí, claro que sabía. Mi abuelo me mando acá para que se me fortaleciera el es-

píritu, eso me dijo. 

-Conociéndolo como lo conocí no me resulta nada desatinado lo que dices. Él fue

uno de los pocos de la promoción de la secundaria que se recibió con excelentes 

calificaciones. Pasando a otro tema ; yo ya he terminado con mi almuerzo. Espero que 

te haya gustado la comida. Espera al capataz en la entrada.

Más tranquilo que el anciano haya dejado la mesa me dispuse a comer lo que queda-

ba de la carne con la mano. La carne estaba un poco dura para mi gusto, pero se po-

día comer. Una vez que me sentí satisfecho decidí salir afuera de la vivienda. Ante mis  

ojos la llanura se divisaba verde y no terminaba nunca. Los pájaros volaban y se posa- 

ban en el alambrado como si no le hicieran caso a la presencia del humano que los 

observaba con curiosidad.     

Una voz ruda y como salida de las cavernas me dijo:

-¡Esta aquí muchacho! ¿Ya ha almorzado?

-Sí, señor.

-Muy bien venga conmigo. 

En una tarde en que soplaba el viento sudoeste el rayo del mediodía se posó sobre

mi espalda como queriendo partirla. 

El capataz me mostró las instalaciones donde debía realizar mi tarea. Había que lim-

piar el granero, donde dormían las vacas junto a sus crías y la caballeriza en la que se

criaban caballos, que eran adiestrados para las carreras. Por suerte, del corral se en- 

cargaba el mismo capataz de limpiarlo. Donde terminaba la finca se hallaban varios

ranchos cuidadosamente realizados en maderas en las que vivían los trabajadores de 

las cosechas junto a sus familias.

Después de la recorrida por las instalaciones me pareció que le podía contar lo ocu-

rrido durante la siesta. Al relatarle el extraño sonido escuchado que había logrado

despertarme de la misma, el capataz dijo:

-¿Se topó al demonio con forma de pájaro?  ¿O con forma de mujer?

Enseguida largó una carcajada y se fue por detrás del granero.

Me dispuse a quitar la mugre que había en la caballeriza mientras escuchaba los

relinchos de los caballos que parecían estar molestos por mi presencia en su ho-

gar. Ya estaba cayendo el sol sobre la línea que divide el cielo de la tierra cuando

terminé de limpiarlo. Exhausto me dirigí hacia la casa para tomar una merecida ducha.   

Me estaba desvistiendo en el cuarto que me habían asignado como mío cuando es-

cuché un ruido detrás de la puerta como si alguien hubiese tocado la puerta. Como 

nadie entraba en el cuarto fui hacia la ventana y abrí las cortinas, me sorprendí de que 

unas nubes blancas corrían demasiado rápido en el cielo, mientras ninguna brisa en- 

traba por la ventana. Un ruido detrás de mí hizo que me diera vuelta y para mi sor- 

presa vi a una mujer blanca, con el pelo negrísimo con mechones azul eléctrico, que le 

caía sobre la espalda.  Sus ojos eran enormes, como de pájaro y se encontraba atavia- 

da con un simple vestido negro tornasol.  

-¿Quién eres?  –le pregunté.

Pero no obtuve respuesta. En cambio la mujer avanzó con lentitud hacia mí mientras

una atmósfera cargada de tensión se apoderaba de la pieza. Al tenerla demasiado cer-

ca pude sentirle su olor, un olor extraño como de madera recién cortada y dulzón co-

mo lo puede ser la miel caliente. La mujer levemente rozó con su mano mi brazo de-

recho con lo cual mi sangre corrió oscura en mis venas y mi boca pareció ansiarla.

Entre sorprendido y shockeado por lo que provocaba en mi esa mujer, no me di cuen-


ta de que Jorge se encontraba detrás de ella, con el rostro desfigurado por la malicia 

y que portaba un arma. Le note las canas en su poco pelo, la fatiga, la flojedad, la le- 

vedad que se le notaba a sus años. Me molesto que ese viejo intentara  interponer- 

se entre esa mujer y mi deseo. También sentí, una mezcla rara de energía que me  

arrastraba y nos perdía a los dos, quizás en la ira no contenida. Yo no estaba muy 

seguro a quien estaba apuntando. De un manotazo, quité a la mujer de mi vista y me 

enfrasqué en una lenta pero firme pelea con el que decía haber sido amigo de mi 

abuelo en los años mozos. En un momento Jorge cayó al suelo arrastrándome con él. 

No sé como pero la pistola que tenía el anciano fue a parar a la mano de la mujer que 

con cuidado la tomó y apuntó hacia nosotros dos, que nos hallábamos sumidos en una 

pelea en que el más fuerte trataba de quitarse al otro de encima. El viejo había olvida- 

do que era amigo de mi abuelo y que yo estaba parando en su casa. El peligro nos ha- 

bía transfigurado en dos enemigos acérrimos.  El dueño de la finca era pesado como lo  

puede ser alguien viejo, pero sus reflejos eran rápidos como los de un jovencito. De un 

golpe me arrojó hacia el otro extremo de la pieza y se levantó con suma rapidez. Sin te-

ner ninguna armadura parábamos como podíamos los golpes; los cuerpos se iban lle- 

nando de moretones. El combate era muy desparejo. El viejo parecía no querer per-

der rastro de mi vida; yo retrocedía para evitar los golpes rudos del viejo. De repente,

la misma voz ronca del capataz, que se hallaba parado en el marco de la puerta grito: 

-¡Se están matando!

Yo estaba perdiendo terreno, entonces Jorge cargo contra mí. Quede tendido en el 

suelo otra vez.  

La mujer tiro la pistola cerca de mis pies y un disparo retumbó en la habitación. De

repente, mis ojos vieron que un pájaro grande y negro pasó con gran velocidad

haciendo un sonido como el que había escuchado cuando hacia la siesta al medio-

dia, que se esfumaba por la ventana. La mujer pareció haber desaparecido del cuar-

to.  El amigo de mi abuelo como si nada hubiese pasado, me ofreció su mano para 

ayudarme a levantarme del suelo. Jorge me dijo con una voz que sonó terriblemente 

cansada:

-Olvide todo lo que ha visto y dispóngase a dormir que mañana tiene que trabajar.

El anciano sin decir nada más se retiró de la habitación seguido por el capataz de la

estancia. 

Me acosté y me tapé con la sabana un poco desorientado por todo lo sucedido. Esa

noche no pude pegar un ojo, sin embargo, pude ver lo que parecía ser un pájaro negro 

cuyas alas deslumbraban por su color azul eléctrico, que se golpeó con las paredes 

y las dejo llenas de sangre como queriendo decir algo con sus marcas y de inmedia-

to, se escapó por la ventana. 

No sé por qué las preguntas dichas por el capataz esa tarde sonaron para mi mente 

cansada como dos respuestas a la pregunta de quién era esa mujer.  

Sin embargo, algunas tardes cuando regresaba temprano del trabajo volvía a escuchar 

ese raro sonido de gorjeo, que terminaba como en un agudo de mujer que se escucha-

ba proveniente de la habitación de Jorgito. Solo los miércoles, el día que era especial

para el dueño de la estancia, según me había contado el capataz.   



                                   

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