Era escandaloso: descubría mujeres interesantes y acarameladas cuyas relaciones
le duraban tres días, eran más finas que las hostias que le daba el párroco de la iglesia
adonde lo llevaba su madre durante la adolescencia, dulces niñas venidas de La Rioja;
bombonas como nadie conoció iguales en Buenos Aires, me contaba mi abuelo de su
amigo Jorge, el cual había conocido cuando ambos cursaban el bachillerato.
Los dos pensaban seguir la misma carrera, medicina, que Jorgito abandonó en el se-
gundo año, para irse a vivir a la Patagonia, donde tenía unos campos.
A mí me había mandado mi abuelo a su finca para que aprendiera a hacer algo útil y no
me perdiera en vicios como la droga, que corría más rápido que la liebre en las fiestas
electrónicas, a las que eran adeptos mis amigos del colegio secundario.
Cuando llegué a la finca me recibió el capataz diciéndome, que el patrón se hallaba
muy ocupado con cierta tarea, que realizaba si o si todos los miércoles.
Estaba recostado en la amplia cama de la pieza que me habían asignado, un poco
cansado por el largo viaje en ómnibus, que lo que escuché no supe si era verdad o
producto de mi mente fantasiosa.
El ruido era muy extraño. Un sonido como de un gorjeo que terminó como un agudo
de mujer. De hecho, me resultó tan extraño el sonido que me terminé despertando
completamente de la siesta. Sin más salí al pasillo, que me conducía al hall central
donde se encontraba sentado a la mesa ya servida con el almuerzo, Jorgito, el ami-
go de juventud de mi abuelo, que se levantó con cierta dificultad y vino a saludarme
con un abrazo.
-¿Cómo te encuentras? ¿Cómo te ha ido en el viaje? ¿Ameno? Yo hace mucho que
dejé de viajar en ómnibus. Tengo problemas en la próstata.
-Bien, señor Jorge. El viaje ha sido largo, pero sin inconvenientes en la ruta.
-Siéntate a la mesa. ¿Qué gustas comer? Hay de todo. Acá siempre se come carne de
todos los tipos-se detuvo y largó una carcajada bastante fuerte para la edad que pa-
recía tener según los datos proporcionados por mi abuelo.
-La carne roja me parece buena para comer. Además se necesita estar sano y no debi-
lucho para las faenas del campo, verdad
-Tenes razón en lo que decís. Acá los únicos debiluchos son las crías de las gallinas, las
vacas, caballos y ovejas que después con el tiempo se convierten en animales fuertes
y sanos que darán muy buena descendencia .¿Ya te ha comentado el capataz las tareas
que deberás hacer en la finca?
-No. No me ha dicho todavía nada sobre mi tarea.
-Muy bien, a la tarde, entonces después de las tres calculo que te mostrara las instala-
ciones en las que deberás trabajar. El almuerzo siempre se sirve a la una y media, llue-
ve, granicé o truene.
-Entendido, señor Jorge-dije tratando de cortar bien la carne con el cuchillo de mango
de madera.
-Dime, ¿Cómo se encuentra tu abuelo? Recuerdo como si fuera hoy las aventuras que
vivíamos en el colegio. ¿Sabías que nos tocó hacer la facultad juntos?
-Sí, claro que sabía. Mi abuelo me mando acá para que se me fortaleciera el es-
píritu, eso me dijo.
-Conociéndolo como lo conocí no me resulta nada desatinado lo que dices. Él fue
uno de los pocos de la promoción de la secundaria que se recibió con excelentes
calificaciones. Pasando a otro tema ; yo ya he terminado con mi almuerzo. Espero que
te haya gustado la comida. Espera al capataz en la entrada.
Más tranquilo que el anciano haya dejado la mesa me dispuse a comer lo que queda-
ba de la carne con la mano. La carne estaba un poco dura para mi gusto, pero se po-
día comer. Una vez que me sentí satisfecho decidí salir afuera de la vivienda. Ante mis
ojos la llanura se divisaba verde y no terminaba nunca. Los pájaros volaban y se posa-
ban en el alambrado como si no le hicieran caso a la presencia del humano que los
observaba con curiosidad.
Una voz ruda y como salida de las cavernas me dijo:
-¡Esta aquí muchacho! ¿Ya ha almorzado?
-Sí, señor.
-Muy bien venga conmigo.
En una tarde en que soplaba el viento sudoeste el rayo del mediodía se posó sobre
mi espalda como queriendo partirla.
El capataz me mostró las instalaciones donde debía realizar mi tarea. Había que lim-
piar el granero, donde dormían las vacas junto a sus crías y la caballeriza en la que se
criaban caballos, que eran adiestrados para las carreras. Por suerte, del corral se en-
cargaba el mismo capataz de limpiarlo. Donde terminaba la finca se hallaban varios
ranchos cuidadosamente realizados en maderas en las que vivían los trabajadores de
las cosechas junto a sus familias.
Después de la recorrida por las instalaciones me pareció que le podía contar lo ocu-
rrido durante la siesta. Al relatarle el extraño sonido escuchado que había logrado
despertarme de la misma, el capataz dijo:
-¿Se topó al demonio con forma de pájaro? ¿O con forma de mujer?
Enseguida largó una carcajada y se fue por detrás del granero.
Me dispuse a quitar la mugre que había en la caballeriza mientras escuchaba los
relinchos de los caballos que parecían estar molestos por mi presencia en su ho-
gar. Ya estaba cayendo el sol sobre la línea que divide el cielo de la tierra cuando
terminé de limpiarlo. Exhausto me dirigí hacia la casa para tomar una merecida ducha.
Me estaba desvistiendo en el cuarto que me habían asignado como mío cuando es-
cuché un ruido detrás de la puerta como si alguien hubiese tocado la puerta. Como
nadie entraba en el cuarto fui hacia la ventana y abrí las cortinas, me sorprendí de que
unas nubes blancas corrían demasiado rápido en el cielo, mientras ninguna brisa en-
traba por la ventana. Un ruido detrás de mí hizo que me diera vuelta y para mi sor-
presa vi a una mujer blanca, con el pelo negrísimo con mechones azul eléctrico, que le
caía sobre la espalda. Sus ojos eran enormes, como de pájaro y se encontraba atavia-
da con un simple vestido negro tornasol.
-¿Quién eres? –le pregunté.
Pero no obtuve respuesta. En cambio la mujer avanzó con lentitud hacia mí mientras
una atmósfera cargada de tensión se apoderaba de la pieza. Al tenerla demasiado cer-
ca pude sentirle su olor, un olor extraño como de madera recién cortada y dulzón co-
mo lo puede ser la miel caliente. La mujer levemente rozó con su mano mi brazo de-
recho con lo cual mi sangre corrió oscura en mis venas y mi boca pareció ansiarla.
Entre sorprendido y shockeado por lo que provocaba en mi esa mujer, no me di cuen-
ta de que Jorge se encontraba detrás de ella, con el rostro desfigurado por la malicia
y que portaba un arma. Le note las canas en su poco pelo, la fatiga, la flojedad, la le-
vedad que se le notaba a sus años. Me molesto que ese viejo intentara interponer-
se entre esa mujer y mi deseo. También sentí, una mezcla rara de energía que me
arrastraba y nos perdía a los dos, quizás en la ira no contenida. Yo no estaba muy
seguro a quien estaba apuntando. De un manotazo, quité a la mujer de mi vista y me
enfrasqué en una lenta pero firme pelea con el que decía haber sido amigo de mi
abuelo en los años mozos. En un momento Jorge cayó al suelo arrastrándome con él.
No sé como pero la pistola que tenía el anciano fue a parar a la mano de la mujer que
con cuidado la tomó y apuntó hacia nosotros dos, que nos hallábamos sumidos en una
pelea en que el más fuerte trataba de quitarse al otro de encima. El viejo había olvida-
do que era amigo de mi abuelo y que yo estaba parando en su casa. El peligro nos ha-
bía transfigurado en dos enemigos acérrimos. El dueño de la finca era pesado como lo
puede ser alguien viejo, pero sus reflejos eran rápidos como los de un jovencito. De un
golpe me arrojó hacia el otro extremo de la pieza y se levantó con suma rapidez. Sin te-
ner ninguna armadura parábamos como podíamos los golpes; los cuerpos se iban lle-
nando de moretones. El combate era muy desparejo. El viejo parecía no querer per-
der rastro de mi vida; yo retrocedía para evitar los golpes rudos del viejo. De repente,
la misma voz ronca del capataz, que se hallaba parado en el marco de la puerta grito:
-¡Se están matando!
Yo estaba perdiendo terreno, entonces Jorge cargo contra mí. Quede tendido en el
suelo otra vez.
La mujer tiro la pistola cerca de mis pies y un disparo retumbó en la habitación. De
repente, mis ojos vieron que un pájaro grande y negro pasó con gran velocidad
haciendo un sonido como el que había escuchado cuando hacia la siesta al medio-
dia, que se esfumaba por la ventana. La mujer pareció haber desaparecido del cuar-
to. El amigo de mi abuelo como si nada hubiese pasado, me ofreció su mano para
ayudarme a levantarme del suelo. Jorge me dijo con una voz que sonó terriblemente
cansada:
-Olvide todo lo que ha visto y dispóngase a dormir que mañana tiene que trabajar.
El anciano sin decir nada más se retiró de la habitación seguido por el capataz de la
estancia.
Me acosté y me tapé con la sabana un poco desorientado por todo lo sucedido. Esa
noche no pude pegar un ojo, sin embargo, pude ver lo que parecía ser un pájaro negro
cuyas alas deslumbraban por su color azul eléctrico, que se golpeó con las paredes
y las dejo llenas de sangre como queriendo decir algo con sus marcas y de inmedia-
to, se escapó por la ventana.
No sé por qué las preguntas dichas por el capataz esa tarde sonaron para mi mente
cansada como dos respuestas a la pregunta de quién era esa mujer.
Sin embargo, algunas tardes cuando regresaba temprano del trabajo volvía a escuchar
ese raro sonido de gorjeo, que terminaba como en un agudo de mujer que se escucha-
ba proveniente de la habitación de Jorgito. Solo los miércoles, el día que era especial
para el dueño de la estancia, según me había contado el capataz.
Registro Nacional del Autor PV 2019-91715904-APN-DNDA#MJ
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