Varias veces cayó la pregunta de lo alto de las nubes como algodón del cielo. Pero ella
no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta una
larga hilera de toses que no la dejaban casi ni respirar. Ya habían descendido las tejas,
cubriendo las plantas y la parte de piedra laja con el nylon negro. Arriba, de entre los
picos del techo se desprendían pequeños escombros de mampostería, que se
caían como si fueran mariposas como si no supieran que estaban hechas de cales y de
yesos. Y por el paisaje que se divisaba detrás de edificios más nuevos mezclados con
copas de árboles frondosos que iban desdentando la enorme vista del cielo inmen-
samente celeste —despojados de su secreto—nubes como guirnaldas, contornos
como antifaces y cornetas blanco grisáceas que parecían que colgaban de la inmen-
sidad del cielo dando la idea de que el festejo se había hecho en el cielo.
Presenciando el arreglo de la morada, una Deméter con la nariz medio desviada hacia
la derecha y el pelo desvaído de lo que, en un estado anterior debió haber sido la forma
del ondulado mota, marrón veteado de canas doradas , se erguía en el escalón que da-
ba hacia la otra casa, la de abajo.
Vestidos por el sol en horas de sombra, los pequeños colibríes del árbol se alimenta-
ban del agua densa y tibia que daba el bebedero colocado en la baranda de la escalera
mirando con el ojo avispado a aquellos obreros, que con turbantes de tela sobre sus
cabezas, iban modelando el techo angular de la casa.
La mujer se había sentado en la parecita rodeada de la reja con la barbilla reposando
en su pecho, miraba el subir y bajar de los baldes en que viajaban residuos de material
del tejado. Oíanse, en sonido desafiante y molesto al oído que provenía de la calle cen-
tral de la ciudad mientras, arriba, en el tilo que arreciaba con despuntar sus flores,
sobre las ramas, los gorjeos de aves que pertenecían al pichón, de la familia Columbi-
dae sonaban en todo su esplendor.
Entonces uno de los obreros, que no se había movido durante la quita de los
escombros por parte de sus otros compañeros, hizo gestos extraños, de espal-
das a la mujer que se hallaba como descansando en la parecita, volteo su collar
de cuentas con una extraña cruz dorada sobre el frente de la amplia casa.
Los tejas nuevas color ladrillo volaron al techo, adornando lo alto. Las piedras lajas
fueron a cerrar los boquetes de la superficie del piso sin hacer. Los tirantes de ma-
dera fueron claveteados en sus orificios ya marcados, mientras los tornillos para las
tejas volvían a hundirse en sus respectivos agujeros, con rápida rotación. En los
canteros muertos, removida la tierra hacia días fueron corriendo las flores contentas
de estar todas juntas en hilera dispuesta, las tejas rotas fueron en sonoro torbellino
directo a caer en la bolsa de escombros.
La casa revivió, traída nuevamente a sus proporciones habituales, esplendorosa co-
mo lo había sido en su comienzo.
La Deméter también pareció revivir. Hubo más belleza en la morada. Y el mur-
mullo de los pajaritos cantando llamó a recuerdos olvidados.
El obrero más viejo de todos también ataviado con un pañuelo blanco puesto
como un turbante alzó la cruz de su collar en lo alto de la puerta principal de
reja, y comenzó a invocar suavemente una letanía de códigos. Sus palabras
sonaron a profundo. Cuando paro de decir la letanía un estremecimiento corrió
por los cuerpos de los obreros, y gentes vestidas de túnicas blancas murmuraron
en todos los rincones de la ciudad, al compás de canciones ancestrales antiguas.
La mujer que se hallaba sentada con su barbilla hundida en su pecho brusca-
mente levantó su cabeza como impulsada por algo. Era el atardecer. Miro la hora
en su celular, acababan de dar las seis de la tarde.
—¿Quién soy?-se preguntó. Entonces, le respondió al fin al cielo: —Soy todas las
almas que fui antes ahora integradas en una sola.