viernes, 8 de octubre de 2021

Parte II



Aquella misma tarde, cuando la indignación bullía en el pueblo, se nos anunció el 
despacho de las cincuenta naves. El fuego se encendió entonces en las fundiciones de 
los bronceros, mientras los trabajadores traían el polvo de la piedra ya hecho trizas de las canteras. Y ahora, transcurridos los días y las noches, como si fueran las mismas yo 
contemplaba las embarcaciones alineadas una detrás de la otra en perfecta hilera, con 
sus quillas potentes, sus mástiles  con su bandera del imperio faraónico, que descan- 
saban entre las aguas verdes del Nilo y me sentía un poco dueño de esas construccio-
nes colosales, que un portentoso ensamblaje de sus materias primas junto con el 
trabajo incesante de sus esclavos, que provenían de diferentes pueblos, cuya verda- 
dera procedencia ignoraban los de acá, transformaban mi mundo en corrientes de 
fresco aire capaces de llevarme a donde desplegábase en acta de grandezas el 
máximo acontecimiento de todos los tiempos, que debería acontecer, apenas se termi-
nara la construcción de la pirámide. 
  Al observar las filas de cargadores de materias primas, de camellos andadores que 
transportaban a comerciantes, de cestas, que ya se dirigían hacia la gran ciudad, 
crecía en mí, con un calor de orgullo, la conciencia de la superioridad del que sabe.
Ellos nunca pasarían bajo las cámaras  que siempre ensombrecían, en esta hora, los 
fuertes espíritus del faraón y su consorte, que esperaban ungirse del acre perfume 
que se huele del polvo de la arcilla roja de la  cámara subterránea. Ellos nunca 
conocerían lo que era asistir al templo de Horus en la hora en que el sol tapaba a la 
luna, que ahora íbamos adorar. Durante días y días nos habían hablado, los mensajeros 
del faraón, mi señor de Egipto,  Keops, de la insolencia de uno de los jefes del ejército   
que se quejaba por detrás de la miseria, que amenazaba a nuestro pueblo cuya culpa 
arrojaba a la arrogancia de su rey, que hacían mofa de la construcción de la pirámide; 
sin tener nunca la sapiencia  de para qué se estaba construyendo. Trémulos de ira, 
supimos de los retos lanzados por los jefes subversivos a nosotros, los encargados 
de la construcción e ideación de la pirámide.
  Y me tocaría a mí, Hemiunu, Visir del gran faraón Keops, hijo de Nefermaat,  la suerte 
de ir al lugar en que nacían las gestas cuyo relumbre nos alcanzaba por los relatos de 
los envidiosos poetas griegos, que imaginaban historias fraudulentas con el solo fin de 
atacar ; me tocaría a mí, la honra de contemplar la gran pirámide de Giza como insig-
ne constructor y como Jefe de todos los trabajos del Rey, y de dar mi ímpetu y mi 
fuerza a la obra de tan aspirada magnificencia.
  
  Pero, ahora me encontraba esperando la orden, para determinar la ejecución de la 
primera de las cuatro pirámides hechas especialmente para los cuatro hijos del faraón. 
Mi padre estaría realmente orgulloso de mi proceder, puesto que sabía que era digno 
hijo de él, y no podía poseer cualidades insignificantes como miembro de la realeza 
egipcia. 
  Pero él sabía que el faraón era el más osado y ambicioso de su linaje y que, muy pron- 
to destacara en su función, no tardarían en aparecer detractores.                                              
  Como la llovizna de aquel atardecer me repicaba en el brazo mal abrigado por haberse olvidado su sirviente Akil, la doble túnica abierta de lino marrón—anublado como lo estaba ya quizás por el aguardiente y la comida copiosa que, a veces se le destinaba a los sirvientes reales, una vez que la comida era desechada por la familia real.
  Sin embargo, lo que me preocupaba especialmente eran las dos estatuas de león que
se habían mandado esculpir por orden real del faraón. Las dos estatuas eran copia 
fidedigna de regios ejemplares que habitaban más al sur del rio Nilo. Nunca se les ha-
bía permitido a la servidumbre, ni siquiera a Akil, que osaran ver antes de la celebra-
cion de la culminación de la gran pirámide, a las divinas estatuas de los felinos. Aun me 
parece ver delante de mí los enormes ojos tallados de los felinos resplandecer en un ex
traño verde muy parecido al color, que poseen las esmeraldas expuestas a la luz diur-
na. Lo peor o lo más tenebroso fue cuando estaba dirigiéndome a la salida, que escuché un sonido, como si fuera un resoplido gatuno y cuando me di la vuelta para mirar vi al animal súbitamente vivo, que se estiraba y se arqueaba tal cual lo hacen los felinos. Di unos pasos hacia adelante para ver mejor, y me detuve bruscamente al notar con mis ojos sorprendidos, que el animal había vuelto a su posición de estatua. 
—¿ Que sucede gran felino que te has despertado?-le dije como si pudiera contestarme.
  Quizás había sido mi cansancio, después de una ardua tarea en la supervisión de la 
obra, que otra vez vi el destello verdoso emerger de la pupila de la estatua como 
contestando a la pregunta. Las dos estatuas viajaban en la amplia nave como si fueran                      miembros de la comitiva real del faraón. 
—¡Akil! ¡Akil!.
  Como tardaba en responder, me levanté presuroso del aposento como pude, pese a mí robustez y rápidamente abrí las cortinas de lino pesado que hacían de puerta. De inmediato tuve al rostro ancho y rústico de Akil delante de mi nariz. Le sentí un olor extraño a kapet. Me pareció sospechoso ya que los únicos que podían entrar al lugar asignado eran los sacerdotes que tenían el deber de ungir las estatuas.  —¿Qué desea mi amo?
—He plantado un rico tributo de kapet para ir por el templo temporario de las estatuas para tu curiosa nariz. 
  El sirviente no profirió palabra alguna como no entendiendo lo dicho. Pero mi nariz estaba segura de que el olor a kapet sagrado provenía de la ropa de mi sirviente. Di una vuelta completa alrededor de él, el sirviente no se inmutó. Sin embargo, el olor a kapet provenía de sus ropas.                                            -¿Has estado en la sala especial reservada para las estatuas?
Como el sirviente no contestaba, me hizo perder la paciencia y lo agarré por el brazo.
-¿Te comieron la lengua los felinos que son estatuas? ¡Contéstame! 
-¡Yo no hice nada amo!
-¿Entonces por qué tienes olor a kapet en tus ropas? 
-Será que a usted le parece que el olor sale de mis ropas. 
-¡Sigue mintiendo que entonces te llevaré a que te juzgue el faraón!
-¡No, mi amo!¡No!¡No, no lo haga!
  Entonces, el criado del cuello de su túnica sacó la cruz dorada, Ankh, la llave del Nilo  y comenzó a decir palabras incomprensibles en un idioma extraño a mis oídos. Lo único que atiné a hacer fue correr de mis aposentos a buscar a la guardia real. Lo más extraño de todo, fue que al pasar por el área designada a las estatuas, de la cortina entreabierta se vislumbraba una luz verde. No tuve miedo y entré. Las dos estatuas de forma amenazante saltaron de sus tarimas y me hicieron frente con sus ojos verdes repentinamente brillosos mientras rugían con voz ronca. Eran fieras indomables. Como un sonido lejano escuché la letanía que formaban las palabras todavía dichas del sirviente Akil, quise retroceder para correr, pero un zarpazo dado por uno de ellos me hizo caer al suelo. Con la gran cola de león que poseían comenzaron a dar vueltas  mientras gruñían amenazadoramente… 

El gran conjunto de estrellas blanquea el firmamento desde donde me encuentro ahora. Contemplé largamente la gran pirámide que se imponía frente al paisaje circundante. Tenía ganas de llorar.
—¡La gran tumba que me retiene como a un pájaro en su nido!-gimo pero nada puede devolverme a mi amada región egipcia, entonces debo dormir en la eternidad para siempre con la imagen del símbolo Ankh, maldición en forma de cruz con un asa, delante de mis ojos.