jueves, 31 de diciembre de 2020

EL JUEGO

  


Era una tarde más bien fría que anticipaba, como lo hacía siempre, al crudo invierno

que asolaba a las tierras cercanas a la frontera con Croacia,  Bihac más precisamente.

En el interior de una cabaña casi desvencijada se hallaban tres personas, todos hom-

bres con cara de cansancio y preocupación que trataban de sobrellevar con buen ani-

mo  la circunstancia de ser refugiados, ya que trataban de entrar a ese gran país como

lo denominaban los medios gráficos, un país no muy grande, pero que les permitiría 

ingresar a otro, aún más poderoso, Alemania en el cual pensaban pedir asilo co-

mo exiliados.  

-No, no- dijo el hombre que parecía ser el más joven o el menos cascoteado por la 

vida-esta vez tenemos que ser mas rápidos, no podemos dejar que la horrible poli-    

cia croata nos trate peor que a los perros. Yo todavía no me recuperé de la última 

operación que me hicieron en la pierna a raíz de querer huir de la persecución de 

los talibanes. No sé si la próxima vez que podamos salir a jugar el gran juego, pue-

da resistir una extensa caminata hasta la entrada a la frontera. 

-Mohamed, ¿Qué fue lo que te sucedió exactamente? Nunca nos contaste que fue 

lo que pasó-inquirió el muchacho más joven sin embargo, tenía el rostro surcado por 

líneas de expresión.   

-Sucedió hace ya como cuatro inviernos, pero los de mi tierra, no estos que son inso-

portables de lo húmedos que son. Estaba fuera de la casa, limpiando el cobertizo de 

las ovejas, a la noche las guardamos para que no pasen tanto frio, y también por los 

hurtos se las guarda. Entonces llegaron cuatro hombres, todos con el espantoso tur-

bante, el pakul, color negro que les tapa casi completamente los ojos, y ya se les no-

taba el aire de pendencia, pues los ojos no ocultaban la ira y el odio. Directamente 

me obligaron a que les cediera la mejor oveja, como venían haciendo desde hacia

un tiempo, y como me había cansado de que me burlaran los denuncié a la policía.

Por eso, cuando volvieron y eran más de dos, me percaté que venían con la violen-

cia y cuando me di vuelta para ir hacia la casa me descerrajaron un tiro con una es-

copeta, y se fueron riendo a carcajadas cantando una canción típica de allá. Tuve 

suerte de que ese día pasara el camión que lleva la mercadería al pueblo más po-

deroso, y al verme me ayudo a subir. Me llevó al hospital del pueblo donde hicie-

ron lo que pudieron. Pero cuando viene esta humedad, el cuerpo me hace acor-

dar lo que viví- relato Mohamed mientras atizaba el fuego de la hoguera. 

-Es muy feo lo que te pasó Mohamed, pero supongo que a todos los que estamos 

aquí les ha pasado vivir situaciones lamentables. No sé, lo único que se me ocurre

es que puedo dejar de recordar todas esas situaciones horribles que viví en la ca-

pital, Kabul, con mi familia. Lo que rescato es que ellos a pesar de todo lo que vi-

vieron están con vida. Mi único sueño es entrar a algún país europeo y conseguir 

un trabajo decente para poder mandarles algo de dinero a mi familia-habló Ma-

lik con tono melancólico.

-Sí, yo supongo que esto que estamos viviendo es como un paraíso, un paraíso con

penurias, pero por lo menos sabemos que al día siguiente vamos a despertar, y no

como en Afganistán donde sabemos perfectamente que el Estado Islámico ataca

como el peor traidor, desde las sombras. Yo también dejé familia, mi madre y mí 

hermana. Espero que Ala les tenga misericordia por vivir en un lugar tan violento,

perdí a mi mejor amigo al ser atacado el hospital central de la capital. Lo habían 

operado recientemente y estaba convaleciente. No soporté más que a cada minu-

to nos roben a los más queridos. La parca viene rondando desde antes de que yo

naciera, eso leí hace poco en una publicación antes de entrar a Serbia-se expresó

el tercer hombre que poseía unos enormes ojos verdes en un rostro alargado.

-¿Todavía hay cigarrillos?-preguntó Malik mirando hacia alrededor.

-Sí, todavía hay, pero están escondidos. Tienen que alcanzar hasta que salgamos 

afuera. Recuerda que la caminata es bastante larga y la ansiedad nos va a asechar.

-Creo que la última vez que intentamos cruzar la frontera fue hace como un mes y 

medio. 

-Yo tengo contadas ya siete veces los intentos de escape de este lugar, y también del 

pasado. A veces me vienen los recuerdos de las vivencias que tuve en mi país. ¿Al-

guno de ustedes dejó a alguien allá?-preguntó Malik con inocencia. 

-¿A qué te refieres con dejar a alguien?-pregunto Mohamed sospechando a que se re-

fería Malik. 

-Me refiero a algún amor que les haya inundado el corazón. 

El hombre que poseía los enormes ojos verdes dibujo su rostro con una sonrisa melán-

colica. 

-¡Me parece que hoy va a hablar Mikhail! ¡Preparémonos que va a ser larga la histo-

ria!-habló Malik con expresión divertida.

-Bien, érase una vez en un pueblo de grandes arboledas de cedros, roble y nogal cerca 

de Jalalabad donde yo me crie, un pueblo que vivía del comercio de sus productos, ni

más ni menos que otros pueblos de Afganistán, un muchacho que iba a entrar a la 

gran liga de futbol nacional conoció a una joven del mismo pueblo. No era lo que se

dice una gran belleza, pero su atractivo radicaba en un cuerpo grácil y una sonrisa des-

lumbrante además que la acompañaba un carácter noble. Era estudiante y su familia

había decidido que tenía que lograr un futuro fuera del país. Pero a ella no le importa-

ba mucho lo que le dijera su familia y se embarcó en la relación. Todo anduvo de mara-

villas hasta que la muchacha logró el ansiado título de médica y la familia contenta le 

compró un pasaje para el mejor país de Europa- la narración se interrumpió y los ojos

grandes de Mikhail se entrecerraron como recordando algo doloroso-en ese instante

todo se vino abajo para los dos. Pelearon como lo hacen todas las parejas y entre tan-

to beso y llanto, ella se subió al avión a hacer carrera en ese gran país.  Entonces el 

muchacho jugo como pudo los partidos, no le iba bien jugando solo, lejos de ella y 

cuando tuvo la suficiente añoranza que le indicaba que tendría que partir también se 

tomó el avión para lograr el reencuentro con su amada-Mikhail repentinamente calló. 

-Mikhail, ¿Estás hablando de vos,  verdad  ?-le preguntó Malik.

Los ojos grandes y verdes de Mikhail se abrieron de más como para indicar que así era.  

-¿Pero no la has vuelto a ver todavía?-preguntó insistente Malik.

-No. Estoy atrapado aquí como todos ustedes y esperando cruzar la frontera algún día

para poder reunirme con ella. 

Cada uno de los hombres que se hallaba dentro de la cabaña fue a sentarse en algún 

rincón para descansar pues al día siguiente iban a emprender la marcha hacia la fron-

tera. Malik se repantigó contra la pared y se cubrió con una manta descolorida. Moha-       

med extendió una bolsa de dormir que tenía un tajo en una de sus aberturas y se me-

tio dentro con rapidez. Por último, Mikhail abrió el único ropero que había y saco un 

cubrecama de piel bastante roída, la echo sobre el suelo y se tendió sobre la misma.

Rápidamente se quedaron dormidos pero se despertaron sobresaltados al escuchar  

que alguien llamaba a la puerta. Malik se levantó y abrió, pero no había nadie. Al cabo 

de unos minutos se volvieron a escuchar los golpes, pero esta vez en la ventana, situa-

ción que los sorprendió e hizo que Mikhail fuera esta vez a abrir. Se quedó unos se-

gundos en la puerta hasta que entró y los compañeros le vieron una expresión preo-

cupada en los ojos. 

-¿Qué viste Mikhail?- le preguntó Mohamed que rápidamente se levantó de donde es-

taba. 

-No había nadie. 

-¿No estará la policía croata tomándonos el pelo?-preguntó Malik asustado.

-¿Y para que querrían molestar? No somos importantes. 

-Para eso. Para molestar. Ya sabemos que no nos quieren en su territorio. 

-No creo que hayan sido ellos. ¿Para que vendrían hasta aquí?  Quizás algunos niños 

estén jugando a estas horas de la tarde-concluyó Mohamed seriamente. 

-Bueno. Volvamos a descansar. Mañana será un día pesado para todos nosotros. 

Cada uno de los hombres que se hallaba en la habitación volvió a recostarse y a tratar

de conciliar el sueño. Se despertaron cuando el cansancio se les fue del cuerpo y el 

alerta por el escape los llenó de adrenalina. Malik dejo la manta que lo cubría y se le-

vantó presuroso. Mohamed salió lentamente de su bolsa de dormir, pero la expresión 

de cansado la seguía teniendo en el rostro como si no hubiese descansado lo suficien-

te. Mikhail arrojó el cubrecama roído de piel y se levantó como si tuviera la rapidez de

un puma. Un aire de sencilla camadería varonil inundó el cuarto; parecía que no iban 

a buscar su libertad sino a salir de campamento en una medianoche bastante fresca.

Rápidamente cada uno se abrigó y se colocó las mochilas de viaje a sus espaldas. Pren- 

dieron sus celulares y los dejaron en modo silencioso. 

-Espero que esta vez tenga la suerte de salir y jugar bien el juego porque la anteúltima 

vez, la policía croata me quito el celular, mira mi mano como está rota.  No me importa 

que persigan a los hombres, pero pegar no está bien.  El teléfono móvil, dinero, cordo- 

nes de zapatos, todo lo tiran a la basura-se quejó Malik.

-Además que te rompió un par de costillas y te molió a palos. ¿No recuerdas?

- Yo pase por Croacia caminando por el bosque. Es difícil ir, el problema es el dinero; si 

pagas el dinero los traficantes te llevaran con ellos a través de la frontera caminando 

en el bosque, tienes que arriesgarte, pero ellos te llevarán consigo para cruzar la fron- 

tera, y necesitas dinero. Pero el verdadero problema aquí es la policía croata- dijo Mo- 

hamed con pena.  

-¡No es hora de andar quejándose! ¡Tuvimos bastante suerte de encontrar esta cabaña 

y además al señor que venía a darnos víveres sin pedirnos nada a cambio! ¡No sea que 

Ala escuché nuestras lamentaciones y no nos ayude a escapar!-profirió Mikhail con 

cautela.  

-¡No llamemos a la mala suerte o a la parca compañeros!-se expresó Mohamed con 

voz algo cansada.

-¡Salgamos de una vez!-dijo Malik con tono victorioso.

Al salir de la cabaña Mohamed alumbró con la linterna de su celular el suelo y vio que 

había una pluma blanca bastante grande como de ganso al pie de unos de los escalo-

nes. Se extrañó al principio, pero ya cuando junto a sus compañeros llevaban unos 

cuantos minutos de marcha, concluyó que la suerte o mejor dicho el rostro de Ala iba a 

resplandecer sobre ellos, pues las plumas eran signo de que los ángeles estaban velan-

do por uno. Al menos, eso le había dicho una vez, su abuela Elmira que lo llevaba a ju-

gar a la plaza de su pueblo. 

El frio calaba los huesos en la noche oscura y húmeda, con una niebla densa que les 

hacia entrar el aire frio por la nariz,  sin embargo, ellos no parecían cansados, ni im- 

portarles la inclemencia del clima, lo único que parecía llevarlos hacia adelante era la 

ilusión, o la esperanza de encontrar un futuro mejor pese a todos los obstáculos que 

había en el camino, y los que habían tenido que enfrentar. El bosque se hacía eterno

en las sombras de la noche, y cada uno iba caminando enfrascado en sus pensamien-

tos, sin tomar en cuenta cuanto tiempo había pasado, ni la probable suerte que en-

contrarían una vez que llegaran al límite de la frontera con Croacia. En el medio del 

silencio, en el bosque se escuchó la voz de Malik decir:

-¿Están escuchando lo mismo que yo? ¡Son los grillos!

Mohamed se sorprendió y agudizo su oído al sonido de los insectos. 

-¡Parece que es verdad! ¡Los grillos nos acompañan con su buena suerte!

-¡Mejor no hablar! ¡Se dice que hay drones dando vueltas para informarles!

El silencio se impuso otra vez en la inmensidad de la arboleda yugoslava. Quizás la in-

mensidad de la noche los resguardo de las acechanzas de los animales que habitan en

ese espacio, pero lo que si sabían que los peores animales los iban a encontrar apenas

la luz se reclinara sobre esa faz de la tierra y fueran visibles para los verdaderos depre-

dadores, los eficientes oficiales del país al que querían ingresar para obtener la ansiada

libertad. Al llegar a la orilla de un rio divisaron que era atravesado mas adelante por un 

cerco de alambre grueso y lo suficientemente alto como para que un hombre no pu-

diera escalarlo, como ya despuntaba la luz matinal decidieron quitarse las mochilas

pero Mohamed sintió que algo le decía en su pecho que se volviera sobre el camino

que habían caminado.  Ya se estaba dando la vuelta cuando de reojo diviso a unos ofi-

ciales que venían caminando en territorio serbio como dirigiéndose hacia el lado don-

de se encontraban ellos. Eran policías croatas. Tomo impulso y con todas las fuerzas

que poseía salió corriendo para quedar fuera de su vista. Inmediatamente escuchó 

los gritos de furia de sus compañeros al verse rodeados por los oficiales. Mohamed

no se dio vuelta para mirar hacia atrás en ningún momento, pues intuía que al estar

ocupados los oficiales en sus compañeros, él tendría tiempo para encontrar la salida

por otro lado, muy cerca de donde habían pensado escapar. 

Los otros hombres que se hallaban acorralados por la policía croata rojos de furia in-

tentaron moverse de lugar a pesar de estar rodeados por la fuerza.                             

-¡Pónganse de pie!-ordenó uno de los policías.  

-¿Dónde está el dinero que me habéis quitado la última vez?-preguntó Malik con rabia.  

En lugar de responderles, cogieron sus porras y  los golpearon en los brazos y las pier-   

nas, los afganos corrieron hacia el agua, cruzaron como pudieron por el rio la frontera, 

pero en el otro lado, se hallaban otros policías apostados que les tiraron piedras obli- 

gándolos a nadar de vuelta hacia la frontera bosnia. 

Mohamed con los nervios en la punta del estómago y con hambre, ya que había perdi-

do la cuenta de las horas,  caminaba  otra vez en el bosque donde los fresnos, abetos 

y otros árboles se le asemejaban a sombras siniestras. Hasta que llegó a una carretera

y comenzó a caminar al borde de ella, rezando para que alguien se detenga y lo lleve

de vuelta cerca de Bihac.            

La mañana llega a su fin cuando una camioneta aparece y para cerca de él, baja la 

ventanilla y, desde su interior, una voz misteriosa y cavernosa, le pregunta en inglés: 

-¿Qué queréis?, ¿Hacer el juego o que os llevemos de vuelta otra vez al mismo lugar? 

Mohamed no lo piensa dos veces y se sube al auto mientras un conjunto de lechuzas

trina apoyadas sobre un cartel de madera como anunciando, esta vez, la victoria.


                                     


                                                                    

Registro Nacional del Autor PV 2019-91715904-APN-DNDA#MJ 

lunes, 7 de diciembre de 2020

extracto de la novela "LAS HORTENSIAS"

 Mientras atardecía ve Ricardo Casares por la ventanilla del tren que lo lleva a la Costa de Negrina los árboles diseminados como semillas al azar en la vasta llanura. Parecen bastiones que han sobrevivido a alguna guerra y se yerguen fuertes sobre la tierra. En el gran territorio verde, las vacas blancas con manchas negras en el lomo, pastan al lado del toro negro que despaciosamente las observa con celo. Un retumbar de truenos en el cielo hace que Casares no logré conciliar el sueño. Algunos girasoles plantados al borde de las vías ocultan el paisaje y los ojos cansados, por fin, cierran los parpados para lentamente sumergirse en el sueño. Un ruido fuerte como el que hace una maquina al romperse despierta al hombre cercano a los setenta años de su sueño.  Mira por la ventana y ve a un hombre con uniforme de mecánico que le da órdenes a los gritos a alguien, que está dentro de una camioneta blanca. El vehículo arranca y se pierde por el camino que da a una ruta. Ricardo Casares tirita a pesar de que el clima del verano da el calor habitual. Un hombre vestido con el uniforme de guarda de tren camina por el pasillo y al llegar al asiento del único pasajero del vagón, le pregunta:                                                                                                      

-¿Usted señor baja acá en Queel?                                                                                   

-¿Cómo? Yo me tengo que bajar en la Costa de Negrina. ¿Cómo que estamos en Queel?                                                                                                                             

-Sí, señor, estamos en Queel y es la última estación del recorrido. A ver, permítame su pasaje.  El hombre se toca el saco de media estación y del bolsillo derecho saca el pasaje todo doblado y se lo da al guarda.                                                                              

-Bien. Acá dice que el pasaje que usted compró, la llegada final es en la Costa de Negrina. Como estamos en Queel va a tener que pagar el boleto que corresponde al recorrido Costa de Negrina a Queel.                                                              

-¿Pero cómo me pude haber pasado de estación?-dice Ricardo Casares confundido.                                                                                                                        

-Señor, quizás, usted se durmió- le responde y sigue con su recorrido del vagón.                                                                                                                          

El hombre le dirige una mirada de recriminación, pero no lo refuta. Se levanta del asiento con cierta dificultad, toma su valija pequeña que tiene al costado del asiento y se dirige hacia la puerta del vagón. Antes de bajar el último escalón del vagón se detiene para observar lo que tiene enfrente. Una construcción un poco antigua de ladrillos, que en alguna época fueron rojos, se alza en el medio del desierto patagónico como si fuera una antigua posta de la época colonial. Salta a tierra y se dirige con paso determinado hacia la boletería.                      La persona que está  delante en la cola para pagar el pasaje tiene puesto un poncho indígena y un gorro tejido. Cuando se da vuelta, le ve los rasgos de  indígena y masculla algo que no entendió por qué las palabras estaban dichas en otro idioma.                                        El hombre de cierta edad se corre para dejarlo pasar y es consciente de que sus ojos color verdosos no encajan en el lugar. Le pide al que atiende la boletería que le dé el pasaje para la Costa de Negrina. Paga y se acuerda de decirle que él se durmió y que terminó en esa estación. Le muestra el pasaje y el tipo de la boletería le hace un gesto como diciéndole que no importa. Con voz de carrocería gastada escucha que le dice detrás del vidrio:                                      

 -La cosa esta pesada.                                                                                           

 Ricardo Casares asiente y se aleja de la ventanilla sin preguntar cuál es la cosa que esta pesada. Un rato estuvo parado observando el movimiento de la estación. Un jeep que llega con una rapidez inusitada estaciona cerca del andén y un tipo vestido con el uniforme de gendarmería baja del mismo, seguido de otro uniformado y se dirigen con paso firme hacia la oficina que está al lado de la boletería. Enseguida, salen de la oficina y el gendarme que parecía el de más rango de los dos se para en el medio del andén visible como un cañón de guerra. Grita a voz de cuello:                                                                                                                      

-¿Hay algún medico presente aquí?                                                               

 Nadie le contesta y Casares piensa si no le corresponde a él ayudar en tiempos de crisis. Con valentía le grita:                                                                                             

-¡Yo se algo de medicina general! ¡Soy psiquiatra!                                                           

-¡Entonces venga con nosotros!-le contesta el gendarme.                                         

Casares lo sigue con la valija de rueditas y sube al asiento trasero del jeep. El gendarme que conduce ronda los treinta años y su acompañante pinta canas en un rostro picado por la viruela y parece efectivamente, el más viejo de los dos. El jeep agarra la ruta con niebla donde al borde de la ruta casi no hay pasto verde sino una tierra beige de la que emergen ciertas especies de cactus. Al rato, llegan a un lugar que habían arreglado como si fuera un puesto improvisado del ejército. A Ricardo Casares le vuelve el recuerdo de su instrucción militar en un pueblito de pocos habitantes donde había pasado casi un  año que a él le había parecido uno de los momentos más felices de su vida. El gendarme que mandaba baja con rapidez del jeep y desde afuera le grita a Casares que se baje. El gendarme que conduce baja presto a que le dieran alguna orden. El gendarme de mayor rango le hace una seña de que lo siga y de una barraca sale una mujer de pelo corto castaño, ojos grandes y de talla mediana, no muy alta vestida con uniforme de gendarme. Trastabilla un poco como si se hubiera despertado recién y se encamina con paso inseguro hacia donde se encuentran ellos.                                                                                               

-A sus órdenes, Sra Ministra Patrick. En un rato nos vamos a la reserva. Encontramos a un médico que nos puede ayudar.                                                               

-Era lo que estaba esperando gendarme. ¿Cuál es su nombre?-le pregunta con voz pastosa.                                                                                                                           

 -Linares Leonel.                                                                                                                   

-Muy bien, puede llamarme por mi nombre de pila que es Rene.                                          

-Como digas Rene.                                                                                                             

 La mujer emprende la marcha hacia el jeep mientras el gendarme de apellido Linares, en voz baja le dice a Casares:                                                                                

-Es la Ministra de Seguridad.  Hay ciertos problemas en la reserva indígena y se tuvo que venir ayer con un helicóptero. Es una visita no oficial.                                    

-Entiendo. ¿Y yo que vengo que hacer en todo esto?          

El gendarme retrocede dos pasos y lo mide con la vista.                                    

 -¿Todavía no se dio cuenta?                                                                                               

-La verdad que no, discúlpeme.                                                                                   

-¿Usted no ejerce en ningún hospital verdad?                                                                      

-No ejerzo de médico, pero si trabajo en la dirección del hospital psiquiátrico de la ciudad de Mite.                                                                                                               

-Eso es lo que queremos. Alguien que sepa medicina pero que a su vez no este habilitado a dar el parte oficial.                                                                        

Ricardo Casares mira el cielo que en algún momento iba a dar lluvias, echa un vistazo al jeep y omite contestarle al gendarme.                                                               

-¡A las órdenes Sr!- el gendarme se interrumpe para preguntar- ¿Cuál es su apellido?                                                                                                                                 

-¡Casares!                                                                                                                              

-¡A las órdenes de la patria Sr Casares! ¡Vamos al jeep!                                                        

Al subir al jeep, el gendarme miro hacia el horizonte como si hubiera algo que ellos no pudieran ver. Casares sube al jeep que para esta altura ya tenía la capota que el gendarme más joven se había ocupado de extender. La lluvia había empezado a caer y la niebla hacía poco visible el camino. El gendarme más joven es un experimentado conductor que a ciento veinte por hora no le hacía asco a la ruta. Al rato llegan a un lugar que se halla rodeado de árboles autóctonos donde se puede ver a una muchedumbre de gendarmes que van de acá para allá trasladando a personas heridas, algunas en camilla, otras iban de a pie pero siempre escoltados por algún gendarme. Casares comienza a sentirse inquieto al darse cuenta en donde estaba metido. El jeep estaciona al lado de una choza improvisada como enfermería y de él, se baja la mujer otra vez trastabillando. El gendarme llamado Linares se baja y le toca el hombro a Casares para decirle:                                                                                                

 -¡Se nos viene la noche!                                                                                                      

El gendarme no espera la contestación del hombre y enfila hacia la choza revestida de enfermería. Casares entra y lo primero que siente es el olor a sangre que lo golpea, y hace que se pare en seco. Linares lo agarra del saco y lo lleva como si fuera un muñeco hacia una camilla en la que se halla un hombre de unos treinta años, con toda la cabeza vendada y del cuello se ve un collar de cuentas de madera. Parece un hombre de la reserva indígena que ha sido brutalmente herido. Casares mira al gendarme como preguntándole que tiene que hacer.                                                                                                                   

-Tiene que revisarlo.                                                                                                

 Casares le toma el pulso y nota que este se percibe débil. Menea la cabeza y lo mira a Linares como diciéndole que ya nada se puede hacer.                                                

-¿Nada se puede hacer?                                                                                                 

-Hay que llevarlo a un hospital.                                                                                       

-¡Eso no se puede hacer Casares!                                                                                        

-¿Entonces como quiere que lo salve?                                                                                 

-¡Voy a buscar a la ministra para decirle la mala!                                                        

Linares se da vuelta y se sumerge en el hervidero de gente que se encuentra dentro de la enfermería improvisada. Casares vuelve a tomarle el pulso y nota con desesperación que este ha dejado de latir. A su espalda escucha la voz grave y pastosa de la ministra que dice:                                                                                   

-¿Cuántos van ya?                                                                                                           

-Hay varios heridos-le contesta la voz de Linares.                                                         

Casares se da vuelta y les dice:                                                                                              

-¡Ha muerto!                                                                                                                

 -¿Cómo que ha muerto? ¿No me dijiste que se hallaba herido?                                       

-Estaba herido Sra Ministra.                                                                                                  

-¡Se les fue la mano! ¡Ahora sí que estamos en problemas!                                           

Hay un silencio de batalla perdida mientras se escuchan los lamentos de los vivos y la mujer parece inquieta, lejos del bullicio de la tienda improvisada de enfermería. Los truenos empiezan a sonar como ametralladoras sobre la zona y cuando todo parece que se va inundar por el agua, la única mujer vestida de gendarme sin percatarse de si alguien la estaba mirando saca del bolsillo derecho de su pantalón una petaca, la abre y bebe hasta que parece totalmente saciada. El gendarme llamado Linares la llama y le ordena que lo siga hasta el jeep. Ricardo Casares deja de mirar al muchacho que es tan joven como su hijo y que está muerto. Dolido se pregunta si el joven tendrá familia que lo llore.  Sale fuera de la tienda y observa el cielo que parece negro. El gendarme conductor del jeep le toca el hombro y le dice:                                                                              

-Tiene que irse de acá. Acompáñeme.                                                                       

Ricardo Casares como de pronto dolido por todo lo que había pasado en los últimos minutos lo sigue con paso cansino. Se sienta al lado de la ministra que parece imperturbable, a todo lo que sucedió y cuando el jeep, ya agarra la ruta mira hacia la reserva y ve que todo lo que quedaba de la bandera indígena de varios colores, eran las marcas de las balas de goma que le dejaban agujeros por donde la lluvia caía ferozmente.                                                                              

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