Vislumbró los ojos de obsidiana en el cuerpecito gris de los búhos. ¿Vendrían desde
donde ? se preguntó.
Para que vinieron, justo cuando ella se hallaba sola en esa casa tan grande y oscura
que se le hacía tan extraña a sus ojos por que no se acordaba de nada, y hacia un ra-
to, un sonido que nunca había escuchado antes, la había despertado de la modorra
en la que estaba cayendo sin querer. Entonces, de mala gana se había levantado de
la cama, abierto con cuidado la ventana y al girar la cabeza ahí estaban, una banda-
da de búhos que daba vueltas en círculo sobre el tejado haciendo un sonido desagra-
dable. Uno de los pájaros dejo de volar y se apoyó sobre el alero del techo y para su
sorpresa la cabeza al búho le giro trescientos sesenta grados.
Pero el problema no eran los búhos, no el problema era la casa que no tenía escritura.
No estaba por ningún lado. Al menos, eso le habían dicho en la oficina de tierras, un
tiempo después de que se había enterado de que había heredado la casa de campo
que pertenecía a su madre. Y ahí se encontraba ella lamentando tener que haber he-
redado una propiedad que encima no tenía dueño. Era la primera vez que tenía mie-
do de estar sola, de encontrarse consigo misma en un lugar que su mente no recorda-
ba. Sentía que estaba obligada a hacer algo con esa casa que a nivel oficial todo indica-
ba, que no le pertenecía. ¿Cómo apropiarse de algo que no le pertenecía?¿Como que-
rer algo que en si no era de ella?
Los mandatos, claro era un mandato que debía cumplir por ser hija de su madre, y en-
cima no tener ningún hermano como para compartir la problemática. Ni siquiera había
primos para repartirse la herencia que en si era como una nebulosa o como si la ca-
sa o ellos más bien, hubiesen vivido en otro planeta que no fuera la tierra. Un des-
fasaje, eso era lo que pasaba a ciencia cierta. Entonces había que hacerse cargo de in-
vestigar o por lo menos tratar de averiguar dónde demonios se encontraba la escritu-
ra. Tendría que levantarse de la cama y bajar por las odiosas escaleras que hacían un
sonido que le hacían rechinar los dientes, y revisar cuanto cajón, ropero y hasta el
cuarto de las herramientas que se encontraba debajo de las escaleras. Pero no, como
si algo no quisiese que partiera en la investigación, le sobrevino una modorra, que
logró que entre cabezazo y cabezazo se durmiera.
“ Debajo de una caja de zapatos, encontraron un caracol o una piedra preciosa.
Martita dio un grito y su amiga Nadia, le colocó la mano en su boca, para que se
callase. Las dos miraron, con asombro el raro objeto. No era ni un caracol, ni una
piedra preciosa. Era como un objeto artístico, con piedritas de colores pegadas en su
superficie. Escucharon una voz desconocida por ellas, que gritaba, que trataba de
imponerse, a la voz de su madre. Un golpe seco, como de un objeto, que se había caído
al suelo, fue el anuncio de una discusión.
—¿Pero, qué quieres que haga ? ¡ Es demasiado tarde ya!
—¡No nos va a quedar nada a nosotras! ¡La casa nunca fue nuestra!
—¡Yo no tuve la culpa Martha! ¡Fue lo que se asignó!
—¡No soporto, tener que vivir acá con ellos!
—¡Pero, sino los ves!
—¡Y eso que tiene que ver! ¡No sabes, cómo se siente la presencia de ellos, las noches
de humedad! ¡Me voy a terminar yendo de acá, sino haces algo!
—¡Está bien! ¡Déjame que me organice y en un tiempo, te aviso, para que puedas
volver a la casa!
—¡Ojala cumplas, con lo prometido! ¿Esta noche me puedo ir entonces?
—¡Si estas tan molesta, vete hoy con las nenas!
Martita se despierta sobresaltada y ve que son más de las doce de la noche, por los
tenues rayos de luz, que entran por la cortina entreabierta. En el sueño, había revivido
la conversación que había mantenido su madre con aquel hombre. Martita, sintiendo
un escalofrío, se preguntó: ¿Quiénes eran ellos?¿Cómo era posible que la casa no fuera
de ellos? Suponía, que la casa, sostenía un secreto, que su madre, se había llevado a la
tumba.
No podía creer, que estaba en aquella morada, en la que había sido feliz en la infancia,
pero, ahora le producía, una cierta angustia en la boca del estómago, pero no tanto
como para que un vértigo, le cerrara los ojos y quisiera largarlo todo. Decidió levantar-
se de la cama, pero se sentía tan cansada y con la mente aun aletargada por el largo
sueño, que se quedó muy a su pesar sentada en la cama hasta que la modorra le
sobrevino de vuelta.
“Escucho una voz fuerte masculina. Abrió suave la puerta, apareció ante mi vista la
espalda de un hombre, llevando una lámpara de kerosene en la mano. Una corriente
de aire apagó la lámpara. En el cuarto contiguo una agria voz de mujer, protestaba
contra la repentina oscuridad. El hombre de la lámpara se dirigió hacia la puerta de
la habitación. Desde el sótano escuchó las voces que hablaban fuerte.
—¡Esto fue una masacre!—dijo la voz del hombre.
—¡Esto fue una masacre! —repitió la voz del hombre, que sonó cortante y áspera como
si algo le quemara la garganta—todo en esta casa, fue una masacre —.si te queres ir,
ándate, no te voy a retener como hice con tu madre.
—¡Hiciste mal!
—Sí, ya sé—la voz del hombre, se escuchó, repentinamente humana.
—¡Por culpa tuya, te dejó! Parecías un perro que no tiene dueño, mirando el horizonte
una vez, que el auto de ella , se alejó. ¿Alguna vez pensaste que iba a volver?
—No es bueno, llamar a los muertos, Martha. Deja los recuerdos en paz.
—¿Cómo queres que dejé los recuerdos en paz? Si ellos, se me aparecen de la nada,
como buscando hablar.
—¡No son ellos! Es la conciencia, la que te habla hija. Siempre ha pasado y seguirá
pasando, pero ya es demasiado tarde, para arrepentirse.
—¡Como podes vivir así! ¡Tan suelto de cuerpo! ¡Yo no podría! ¡No puedo, parece ser!
—Con el tiempo, vas a empezar a olvidar. Yo, para dormir bien a la noche, tengo
que tomar pastillas, sino tengo insomnio.
—Yo no sé qué es peor, que se me aparezcan o que no pueda dormir a la noche. Cam-
biando de tema, ¿Vos las vistes a las nenas?
—No, hace rato que no las veo. Hay que ir a buscar las velas a la alacena.
—Toma. Siempre tengo la pequeña linterna a mano. Este lugar, es propenso a los
cortes de luz.
—Voy a ir a la cocina, quédate acá, en algún lugar deben estar las niñas.
Escucha los pasos pesados del hombre, que con cuidado camina hacia la cocina. Abre
suavemente, la puerta del armario. A través de la luz amarilla de la vela encendida que
porta el hombre que está vestido, con el uniforme militar. El hombre se da vuelta y le ve
el rostro.”
Martita se despierta bruscamente del sueño y al volver al mundo real, se da cuenta
que los recuerdos, vuelven en los sueños. Indudablemente, la casa esconde un se-
creto. Le corresponde a ella, resolverlo, pues los conocedores de la verdad, están
todos muertos. El hombre que hablaba con su madre, era su abuelo materno y había
hecho la carrera militar en su país, siendo condecorado, por una actuación loable, en
un conflicto. Pero, Martita sabía que en la mansión había algo más, algo tétrico. Ella
era la única descendiente; sus tías, no habían tenido hijos.
Lentamente, se levantó de la cama, se colocó las sandalias y pensó en salir afuera, al
jardín a tomar un poco de aire, y a ver como se encontraba el mismo. Todavía había
luz que dejaba entrever una hamaca ya descolorida en la que, sus ojos no podían creer
lo que veían: una figura espectral de aspecto terrible; una figura fantasmal de lo que
parecía ser una mujer, que la miraba implacable con sus ojos que emergían como
carbones, los cabellos largos y ondulantes, apostada como un vigilante al lado de la
hamaca. De inmediato, la bandada de búhos que había estado anteriormente dando
vueltas sobre el tejado comenzó a girar con velocidad por encima de la tierra.
Sin miedo, por lo que estaba sucediendo con paso decidido se encaminó hacia la casa
y se dirigió derechito, hacia el armario de la infancia donde solía jugar con Nadia. El
armario no estaba lleno de ropa, sino de utensilios de limpieza y jardinería. Agarró la
pala, abrió la puerta y se dirigió al jardín, vio otra vez numerosos búhos que sobrevo-
laban alrededor del techo como presagiando algo sin inmutarse. La pierna hizo el es-
fuerzo sobre la pala que fácilmente cedía en la tierra humedecida.
Cada vez que con la pala removía los escombros de tierra surgían restos de huesos por
todas partes. Nunca, había visto tantos huesos humanos, todos juntos en un mismo
espacio de tierra. Por entre los huesos y la tierra seca, distinguió pedazos de telas
descoloridas, y cada vez que agitaba con su pie a la tierra surgía algún hueso des
conjuntado, de lo que parecía ser el resto del esqueleto. Y todos los huesos, se torna-
ban hacia ella como un dedo acusatorio, que la hacía sentir una culpa ancestral. Pero
ella, comprendió con resignación que la casa, no era suya sino de todo ese conjunto de
huesos, que en algún momento habían sido personas, con una vida propia.