miércoles, 17 de marzo de 2021

extracto de la novela "Las Hortensias"

 

Tal vez se hubiera cruzado con él en un bar, tal vez no fuera absurdo imaginar al hombre corpulento y alto, solicito y apremiante en la curva de su espalda, que le abría la puerta para salir a una tarde en un barrio que ella se había acostumbrado a odiar como un ángel caído, que se ha cansado de la bondad, al que dios apenado le ha dicho: se me ha perdido y no sabe que dios siempre manda mensajeros humanos para rescatar almas. Lástima, que no imaginaba que alguien le había sido enviado para rescatarla. ¿Molesta?, le había dicho con ojos pícaros. De ningún modo, le había contestado nerviosa. Muy bien le había contestado. Pensaba decirle que era un desubicado mas no le salían las palabras justas. ¿Queres que le ponga más miel al mate? Está rico, lástima que no trajiste más bizcochuelo, le había dicho colocándose la mano izquierda debajo de la barbilla. Otra vez se había puesto nerviosa y no le había contestado nada. Casares, un muchacho grande de treinta y cinco años, la había interrogado con los ojos. Entonces le salieron las palabras sin saber cómo, le había contestado: Sí, claro. Ponele al mate nuevo un poco de miel. El muchacho se había levantado y se había alejado por el camino de piedras que daba a la puerta de vidrio. Había escuchado a los pájaros que se asomaban tímidos a la mesa del jardín que tenía unas pocas migajas del bizcochuelo que le había llevado. Se había sentido como si estuviera observando una  película en la que ella tenía toda la disposición a dejar de verla o incluso retirarse de la sala a oscuras por qué no le gustaba para nada lo que sus ojos estaban viendo. Había regresado con el mate nuevo y una sonrisa de oreja a oreja. ¿Y entonces no me vas a decir más nada? Le había dicho.  La voz había sonado  realmente zalamera. ¿Qué pasó? ¿Te comió un pajarito la lengua? Le había dicho  y se había acercado más a la silla donde estaba sentada. La situación le había provocado la risa. ¿Soné gracioso? Le había preguntado. De repente, había comenzado a sentirse incomoda sentada en esa silla de jardín al que solo le faltaban los enanos de cemento para que la atmósfera fuera irreal. Decime la verdad, le había dicho. Lo que le había reclamado se lo había tirado casi de una trompada.  No entiendo que queres decir, había terminado contestándole. Lo que te quise decir es, que no te da igual. No me da igual. ¿Qué? Le había preguntado con unos nervios raros en el estómago. Que no te da igual que yo me vaya, le había dicho en un tono serio, tan serio que la situación que había sucedido antes de que él dijera esa frase parecía una fantochada. No había sabido ni remotamente que contestarle. Clide  volvía a tocar levemente con la imaginación los hombros y la cara de Casares, metida hasta el cuello en la cama arreglada en la madrugada de otoño, presa de la macilencia, imaginaba uniones que sospechaba que nunca se iban a dar.              También ahora quería olvidarse de la frase que la marcaba como un filo cada vez que se acordaba de la cara de la señora, los ojos hundidos de mulata blanca, que le había dicho como una verdad que sonaba a mentira: si vos hace cuatro años atrás eras la peor de todas ahora estamos todos igual. La boca se había cerrado como un féretro dejándola sola en su interpretación de las palabras. Hubiera preferido que dijera más de lo que habían dicho sus palabras. Siempre le había dicho las cosas con un sentido oculto, que solo ella conocía. Era como una negrita sin cultura para la señora, la cual le había dicho  ese tipo de frases a propósito. Se le había resbalado la malicia de considerarse alguien superior frente a otro que ni durmiendo podía interpretar el sentido cabal de la frase. Un par de años le habían bastado para pensar de un hondazo, que quizás los que habían sido ricachones se habían convertido en pobretones, sin que existiera de por medio la gran depresión. Pero, había llegado a pensar la muchacha de pelo casi crespo, como atisbando que quizás la frase tuviera un sentido absolutamente personal.                                                                                                   Desconocía lo que era tener lozanía. A veces se miraba en el espejo y podía decirse a si misma que en algún tiempo, no sabía cuando, iba a estar mejor de aspecto así como uno ve una planta un poco caída por la falta de agua y al regarla, levanta en esplendor.                     Ella se golpeaba las mejillas para saber si estaba viva. A veces podía decirse que la muchacha que se observaba en el espejo, como se mira una revista sin interés se estaba olvidando, de que en realidad había empezado a mirarse en el espejo, porque había sentido la mirada de Casares, una mirada no despreciativa hacia ella. Pero de hecho, ella recordaba la situación como en un ensueño. Muchas veces se preguntaba si realmente lo había visto en ese mes de diciembre o solamente lo había imaginado. Y ella pensaba muchas veces en que estaría haciendo Casares cuando deambulaba por el departamento como un fantasma, que no sabe si va a ir al purgatorio, al cielo o al infierno. Casi no hablaba con otros hombres que se codeaba cuando salía a realizar compras en su pueblo. No le concedía importancia a ninguno como si ella fuera de otro país y solo está de paso en un país extranjero.                                                                                                                         Durante el período en que estuvo carteándose con Casares, tiempo que no fue poco, seguramente le hubiera gustado vivir en ese país, en esa isla amada como solía llamarla él para poder correr a su encuentro en la dirección que ostentaba el revés de la carta. A veces se imaginaba que lograría ir a ese país de ensueño tal como su madre había imaginado pisar el suelo de Paris, más la imaginación solo lograba entristecerla y angustiarla pues en el fondo reconocía que ella se hacía castillos en el aire. Vivía dentro de su propio mundo pero, sin embargo, el dolor del mundo externo podía llegarle de una forma muy lacerante. Corría a encerrarse en su cuarto por miedo a quien sabe quién, la viera romper el sobre de la carta con cierta ferocidad,  saboreaba y casi olía, el papel en el que Casares le informaba de todo lo que brillaba en su mundo. La mayoría de las veces en las que leía la carta su carácter se transformaba en alegre. Transformación que le duraba casi todo el día. Se despreocupaba del futuro incierto al que había sido arrojada, sin darle demasiada importancia si tenía para pagar las cuentas o si solo tenía para comprarse la harina para hacer el pan. Ella se explicaba a si misma que la relación con Casares era lo único que la mantenía viva.                 Los hombres que encontró en el periodo en el que duro la correspondencia con Casares tenían el típico comportamiento, que suelen tener los hombres que solo buscan una aventura para satisfacer sus instintos más viles. Ella simplemente se había resignado a pasar el tiempo disponible como si estuviera esperando al Ulises que había peleado en la Guerra de Troya y que además tenía a Helena esperándole en la otra orilla. Se preguntaba a su vez, porque justo en la peor etapa de su vida había aparecido Casares, que no la trataba como una mercancía, pero no alcanzaba a entender el  porqué de semejante amistad epistolaria. ¿Tal vez había despertado cierta pasión en ese hombre al que apenas conocía por las cartas? Tenía que resignarse y también perdonarlo pues no tenía la culpa de hallarse lejos, aunque siempre evitaba responder la pregunta acerca de por qué se había desterrado de su país. No le quedaba otra salida que resignarse a la idea de que por más que se cartearan lo implacable de la distancia se había erguido como un monstruo entre los dos.  Nadie podría llegar a comprender por qué había encontrado la felicidad aunque fuera por un tiempo muy breve en ese hombre que vivía a miles de kilómetros de distancia. No podía engendrar más que una cierta pasión aunque dudase de las virtudes del objeto de esa pasión cortada por la distancia. Elogiaba a veces la capacidad que tenía para la elocuencia y solo lamentaba no poder estar a la altura de él. No se hallaban en la decadencia, pero al mismo tiempo ambos demostraban cierta madurez para las cosas, que quizás fuera esa compenetración de que el otro poseía lo mismo que ese otro, lo que los unía en el intercambio. Había ve- ces que ella se preguntaba cómo sería la mujer esa con la que seguramente Casares estaba juntado en ese país, al que llamaba la isla. Seguramente debía vestir bien no como ella que tenía demasiada ropa cedida por sus conocidos o supuestas amistades. Lo que podía significar que ella no tenía idea de cómo vestirse aunque tuviera toda la ropa en su ropero. La ciudad donde se había criado y que no era otra ciudad, en la que Casares también se había criado, no dejaba de resultarle incomoda y cosmopolita para una mujer común, que como le había dicho él, tenía cierto aire de provinciana; en realidad lo provinciano solo lo manifestaba en la cara, y también en semejante ciudad ella podía con- fundirse con una aldeana por que el resto de la gente no le daba ni la mas mínima importancia como si ella no existiera o no tuviera derecho a existir.  Ahora, le dio la impresión de que no solo veía las imágenes impactantes que daban los colores del pasto, las flores silvestres de los yuyos que despuntaban el amarillo que salía a mostrar su brillantez en la primavera tardía. Era la vida orgánica que se mostraba ante sus ojos, que le mostraba que había vida pese a que en los vericuetos de la humanidad la suciedad tenía formas reales y concretas de manifestarse, el mundo gastado que cambia y que sin querer, cuando uno menos lo espera, al sentarse uno en la hamaca ve que todo se tambalea y  los sonidos que parecían llegar nítidos ahora se manifiestan como en un eco. Vuelvo a ver y a oír como antes,  pensó. Pero le costaba saber cuál era ese antes en el que la felicidad se manifestaba en las cosas sencillas que veía a su alrededor. Supo que seguramente tardaría muchísimo o no volvería nunca a encontrar esa felicidad. Quizás le llegaran los recuerdos de esa parte de su realidad a la que había alcanzado a conocer con los ojos y los sentidos bien abiertos. Sirven la vida o te hacen creer que la vida es un banquete y cuando estas verdaderamente en ella, te la quitan, pensó. Hasta ahora se había conformado con aceptarla o hacer como hacen los peces que nadan en la corriente favorable, no en la adversa. Pero a partir de ahora intentaría salirse de la co- rriente desfavorable a pesar de que se lo iban a hacer difícil.                                              

Se inclinó sobre la tela que sostenía en sus manos, que casi no había advertido mientras pensaba. Se la quedó mirando como si nunca la hubiera comprado  cuando se había perdido en las calles del barrio de Ocativo. De vez en cuando se detenía  a observar alguna tela que le llamaba la atención, miraba la tela como si fuera un diamante en bruto y desconocido al que de alguna manera iba a convertir en una pieza de ropa. Sin prestar atención sobre lo que le estaba diciendo el vendedor, se había perdido en el amarillo de la gasa estampada. Cuando había emergido del encantamiento había sentido que tenía que comprarla. El color amarillo reflejaba la luz como ningún otro y con los tiempos oscuros que sobrevendrían sería una forma de llevar una bandera.                     

Se estiró, y como notó que la tela hacia perder el cuerpo en una inquietud  extraña, se levantó para mirarse en el espejo. Lo que vio no la desilusionó. La  temperatura había bajado de forma brusca, como si el viento del sur  llamara la atención de golpe, y ella sintió la bruma que había decidido entrar a la casa, como quien entra sin avisar.  El espejo le devolvió la imagen de una mujer que no sabe lo que espera, pero que, sin embargo, sabe esperar.                                   

                                   


                       RE-2018-50119354-APN-DNDA*MJ   

viernes, 5 de marzo de 2021

CUANDO SEPA AMARME, PASARA ESTO

 

Pero, ¿tú me amas? – Preguntó Alicia. – ¡No, no te amo! – Respondió el Conejo Blanco. Alicia arrugó la frente y comenzó a frotarse las manos, como hacía siempre cuando se sentía herida. – ¿Lo ves? – Dijo el Conejo Blanco. Ahora te estarás preguntando qué has hecho mal, para que no consiga quererte al menos un poco, qué te hace tan imperfecta, fragmentada. Es por eso que no puedo amarte. Porque habrá días en los cuales estaré cansado, enojado, con la cabeza en las nubes y te lastimaré. Cada día pisoteamos los sentimientos por aburrimiento, descuidos e incomprensiones. Pero si no te amas al menos un poco, si no creas una coraza de pura alegría alrededor de tu corazón, mis débiles dardos se harán letales y te destruirán. - por eso Alicia no te amo y no te amaré hasta que tu te ames lo suficiente