Sus padres si estuviesen vivos seguramente le dirían: ten cuidado, esfuérzate en los
escollos que te coloca la vida, sonríele a la muerte, quizás. Pero eran sus ancestros,
los que ostentaban el coraje y la audacia de los inmigrantes; uno de sus abuelos ha-
bía muerto en la guerra civil española, otro había llegado a la tierra inexplorada, que
era en ese entonces la Argentina, a fines del mil ochocientos.
Una caja de metal repleta de fotos antiguas, algunas piezas de cerámica enlozada, un
banco de tranvía, y unas monedas que ya no servían para nada, eran lo que le queda-
ba de sus ancestros, como si con ello pudiera hacerse de la hombría de su linaje.
Martin, pensó con el rictus que se le dibujaba en la boca haciéndolo parecer un ser
que destilaba amargura, en como sobrellevar el cuidado de sus hijos, tras la conflictiva
separación con su mujer.
No había podido seguir sosteniendo la relación que si bien en un principio había fun-
cionado perfectamente; un buen día se había levantado de su cama preguntándose
qué rayos estaba haciendo en esa cama con esa mujer que ahora le parecía una ex
traña.
Primero fue la separación conflictiva que había terminado con un grito de Luciana que al
fin había logrado despertarla de su historia de castillo de cuento, grito que fue escucha-
do desde la calle. Después, la convivencia con sus hijos probando todos los días que era
capaz de cuidarlos como un padre presente y responsable.
Por último el llamado de su abogado comunicando le que su divorcio costaba la suma
fulera de cuarenta mil pesos que era impagable también; más la llegada de la intima-
ción al pago de la deuda con el servicio de agua lograron que huyera con su auto, apro-
vechando el fin de semana largo, como un perro con el rabo entre las patas.
Nada más era hora de escapar, pensó ese hombre que caminaba sin rumbo en un
bosque patagónico. Si solamente pudiera, musito en voz baja mientras con su mano
izquierda hacia un bollo con la hoja, que llevaba en el bolsillo de su saco beige.
Martín, movió como si fuera un juguete el arma que sostenía con su mano derecha.
El sonido del celular indicándole que tenía una llamada lo sacó de su realidad y aten-
dió.
-Señor Obeaga, lo llamo desde el estudio de abogados que representa a la empresa
Aysa para comunicarle que debe comparecer el lunes 20 a las nueve de la mañana con
motivo de una deuda que mantiene con la empresa. De lo contrario, se le realizara el
juicio correspondiente para el cobro de su deuda.
-Entendí, señorita, muchas gracias.
Cortó la llamada con rabia y volvió a juguetear con su arma diciéndose de para que
debía seguir con su vida; una vida que se le escapaba de las manos y que encima, iba a
llevar a la pobreza a sus dos hijos si seguía sin salir de las deudas. ¡Qué fácil era la vida
de soltero!-musitó en voz baja soltando una carcajada. Sacó la boleta de la deuda
del servicio de agua del bolsillo de su pantalón y la tiró al colchón esponjoso de hojas
que tenía debajo de sus pies.
Tomó el arma con su mano libre y jugó a apuntar al tronco que tenía enfrente suyo.
¡Linda arma me traje! Gritó a la inmensidad del bosque y agregó esta vez en voz baja:
¡Para rajarme un tiro! Sonrió con una sonrisa gastada y colocó con su mano derecha la
boca de la pistola sobre su sien. De pronto, un sonido como un gruñido irrumpió en la
calma de la flora. Las fauces de la fiera color arena fueron vistas como una sombra
furiosa para los ojos desorbitados de Martín que no podía creer lo que estaba viendo.
Una joven mujer con su hijo pequeño se hallaban descansando debajo de un árbol sin
percatarse de la presencia del puma. El animal giro su cabeza y pareció mirarlo a través
de sus ojos parduzcos. Extrañamente, Martín sintió la calma que transmitía el animal.
El animal era tan grande que debería medir a todo lo largo más de un metro y medio y
aproximadamente casi un metro de alto, era también su pelambre color arena y lo
que le impresionaba eran sus ojos fosforescentes que emitían reflejos de luz mientras
que su lengua, la que colgaba hacia un costado le hacía ver a un ser inofensivo. Lo
único que pudo hacer fue girar la empuñadura y apretar el gatillo. Se escuchó un tiro
en la inmensidad del bosque que altero su armonía por unos segundos. La fiera escapó
del tiro dejando detrás de sí una nube de tierra color rojiza y hojas anaranjadas.
Alterado el hombre por la situación ineludible que se le había presentado y que había
podido sortear por la huida del animal, dejó caer el arma todavía caliente al suelo de
hojas.
Más tranquilo ya que había pasado el peligro fue a fijarse en el estado de la mujer y el
niño. Era extraño que con el estallido del tiro no se hubiesen des despertado, pensó
Martín. Zamarreo suavemente a la mujer, pero no logro despertarla. Nervioso le to-
mó el pulso. Contrariamente a lo que sospechaba, la mujer presentó el pulso lo que
indicaba que estaba viva. Hizo lo mismo con el niño que dormía plácidamente en la
falda de su madre. El niño también presentó el pulso que latía tenue en sus venas, sin
embargo no se despertó de su raro sueño . Pensó Martín en cómo debía proceder, si
debía llevarlos al próximo hospital que encontrara o debería dejarlos allí presos de su
letargo en un bosque. Decidió que lo mas adecuado era llevarlos hasta su auto y diri-
girse al próximo pueblo para dejarlos en el hospital para que los examinaran.
Rápidamente, el hombre tomó en sus brazos a la mujer y al niño que parecían no darse
cuenta de que eran transportados. El camino hacia su auto que se encontraba en la
banquina le resulto un suplicio. Sin embargo, pensó que la vida le ponía a uno pruebas
para superar los límites humanos. Estaba más allá de él decidir si era su destino o la
más fortuita casualidad haberse encontrado con la familia en el bosque.
Cuando llegó al auto respiro una bocanada de aire profunda y colocó a la mujer y a su
hijo sobre la tierra. Abrió la puerta trasera del auto mientras creyó que los extraños
habitantes del bosque habían despertado de su letargo. Más cuando les tomó el pulso
nuevamente se llevó un gran chasco. Decidió colocarlos sin más demora ya que per-
manecían dormidos y no había vestigios de que en algún momento se despertaran. Al
levantarlos a los dos sintió que pesaban menos que en el trayecto hacia el coche. Ya
nada a esta altura le extrañaba. Cansado, los coloco lo más cómodamente posible en el
asiento trasero y trabo la puerta con el botón. El viaje hacia el siguiente pueblo queda-
ba a más de venticinco kilómetros resultó tranquilo a la luz suave del atardecer que de-
jaba un calor de abrigo dentro de su coche. De vez en cuando Martín se daba vuelta
y observaba el asiento ya que tenía la disparatada idea de que despertarían de im-
proviso de su letargo y al menos podría saber quiénes eran. Pero aquel misterioso
letargo seguía haciendo cada vez más transparentes a la mujer y a su hijo según el ojo
observador de Martin, que los había rescatado en el bosque. Cada minuto que pasaba
los notaba más transparentes y seguro que si tomaba sus cuerpos en sus brazos senti-
ría que pesaban casi nada. En la ruta, Martín aceleró lo más que pudo su vehículo co-
mo queriendo asirlos a la vida o a su vida.
De pronto, un animal cruzó de lado a lado la ruta haciendo que el hombre frenara
rápidamente su auto. Los ojos de la fiera fueron vistos por Martín que, al clasificarlos
como pertenecientes al puma que había tenido la desgracia de encontrar en el bosque,
no pudo menos que soltar un grito ahogado.
El puma se había parado en el medio de la ruta como si supiese que era él el amo del
mundo y no el hombre que se había cruzado en su camino, otra vez. El enorme felino
siguió quieto y observándolo unos segundos como lo había hecho en el bosque, de
repente lo vió desaparecer y corriendo veloz, como el feroz puma que era.
Martín aliviado se dió vuelta para observar a la familia dormida. Con asombro observó
que el asiento trasero de su auto se encontraba vacío.
Desconcertado comprobó que la puerta se hallaba abierta. Comprendió entonces que
aunque le pareciese extraño a su mente, la mujer y el niño habían escapado o tal vez
habrían despertado de su letargo o quizás, las dos cosas al mismo tiempo. Entendió
que el hecho de creerse dueño de alguien no lo hace serlo.
La luz tenue del otoño, después de los hechos insólitos por los que había pasado en
menos de veinticuatro horas, era como un bálsamo para su alma rescatada repenti-
namente del azar y el desconcierto en la que se hallaba. El bosque, a las nueve de la
mañana, dejaba entrever las hojas de los árboles de un color anaranjado; color pro-
pio de la estación. Los arboles aquietaban el sentir turbulento de un osado humano
al que no le importaba la desnudez del bosque, ni le tenía miedo ya a lo que le depa-
raba el hacerse cargo de su propia vida; Martin toma el volante con fuerza, prende el
motor del auto, y vuelve, por el mismo camino que lo llevo a ese lugar, en búsqueda
de los suyos.
Registro Nacional del Autor PV 2019-91715904-APN-DNDA#MJ