domingo, 15 de octubre de 2017

Relatos en base a leyendas indígenas argentinas

CARNAVAL Era de tarde; una tarde de verano, calurosa como suelen ser las tardes de febrero en la puna jujeña; con un sol que se adentraba en una extraña y apenas poblada comarca. El pueblo entero estaba sumido en las fiestas de carnaval. Los hombres vestidos con trajes de colores y máscaras que querían aterrorizar, las mujeres provistas de sus me- jores atuendos, los niños corriendo detrás de las faldas de sus hermanas. Por todos lados se respiraba la alegría. A medida que las libaciones se hacían más numerosas y el vapor de la bebida comen- zaba a trastornar las cabezas, crecía la animación, el ruido, la algarabía de los jóvenes; Pujllay, el príncipe de su tribu, se encontraba sentado en una de las mesas bebiendo la chicha. En el divagar recordó a la joven de su pueblo que alguna vez había ignorado. En ese entonces, él no la había tenido en cuenta, quizás porque estaba confundido y las otras muchachas que lo pretendían habían sabido encandilarlo, había ignorado los re- querimientos amorosos de la hermosa indiecita. Los amigos le contaban que la indieci- ta se había internado en las montañas a llorar su pena. Había pasado ya un buen tiempo de aquello, él al regreso de un viaje largo lo que más quería ahora era encontrarla. El príncipe habló con su dios: “Oh, dios, te pido que me des todo el tiempo para encontrar a la indiecita enamorada cuyo rostro ignore.” Después de pedirle a su dios, el tiempo se detuvo; no sonaron los cantos de los pájaros, el viento corría helando los huesos. La oscuridad de un cielo negro se impuso. De inmediato lo recorrió un escalofrío, como si en vez de sol ese día cayese la nieve. El príncipe busco el rostro de la joven entre la turba de gente que cantaba las canciones de carnaval porque seguía viendo la imagen de la mujer como llorando en su mente. An- gustiado pero resuelto pidió la bebida y se la acercaron una sonrisa teñida de sangre. El susto apareció en la cara del joven. Se tomó la bebida de un trago y sintió su calor en el estómago. De repente una voz lo distrajo: -Pujllay, ¿Sos vos? -Claro que soy yo. ¿Tupac? Mientras le contestaba a Pujllay el joven ocupo la silla que quedaba libre en la me- sa. -¡Has regresado al pueblo! ¡Nadie ha dicho nada de tu regreso! ¿Cómo te ha ido? -He visto más cosas de las que nunca pensé que iba a ver. Estaba cansado del pueblo. Por eso me fui. -El pueblo quedo un poco triste después de que te fuiste. Tu padre, el cacique, nos dijo que habías partido el día que tuvimos que pelear contra los criollos en la frontera. No- sotros éramos pocos pero ganamos. Hasta el momento no han vuelto a aparecer. -¿Sabes algo de la Chacha? De repente la mirada de Tupac se oscureció. -No la busques-le dijo- porque no la vas a encontrar. No pierdas el tiempo en ello. Sorprendido ante la respuesta Pujllay no siguió preguntando ya que Tupac se había levantado de la silla y le daba la mano para saludarlo como evitando contestar las pre- guntas. -Una alegría que hayas vuelto. Tengo que ir a buscar a mis hermanas que están en el baile. -Yo también me alegro de verte Tupac. Sin tener en cuenta lo dicho por Tupac el príncipe siguiendo sus deseos decidió que era hora de buscarla. Se levantó del asiento casi tambaleándose por los efectos de la chicha y con paso lento comenzó a caminar entre los concurrentes. De pronto, le pareció ver entre el gentío aquella indiecita ignorada. Supo por sus sensaciones, que aquella ima- gen lejana pero cercana a la vez, tenía que ser ella. La miro detenidamente desde donde estaba pero de repente desapareció de su vista. Salió a la calle principal sin rumbo fijo donde el tumulto se dispersaba en varias direcciones. Cada rostro que pasaba ante él, era el propio rostro de la indiecita. Desaparecía y aparecía como una maldición. Quiso gri- gritar. Salir corriendo. Huir de todo aquello que lo desgarraba pero a la vez lo fascina- ba. Desesperado continúo su camino.¿ Pero hacia dónde ir? ¿Es ella, no es ella? se decía a sí mismo. Siguió caminando. Las miradas ajenas no le llegaban. Solo existía la imagen de la mujer que parecía indicarle que lo siguiera entre el tumulto. Las horas pasaron. La luz del día iba apagándose lentamente. Llegó a un peñasco y en una estructura de piedra, se sentó cansado como si se le hubiese ido la vida en seguir la imagen de la mujer. De repente, los rayos del sol disminuyeron pese a que el cielo estaba despojado de nubes. Un relámpago rasgó el aire y Pujllay miro hacia arriba bus- cando los indicios de la tormenta. El cielo celeste pareció teñirse de un tono violáceo. Sin que nada pudiera anunciarlo, se dejaron oír unos sonidos sordos, cascados y agu- dos como podían ser el sonar de los cencerros. Pujllay ensordecido se llevó las manos a sus orejas para tapar el extraño sonido. Seguidamente, rasgó un relámpago el cielo, cor- tando aquel sonido. Un estruendo imponente y ensordecedor, cuyo origen como salido del interior de la tierra o los cielos volvió a sacudirlo. No importaba de donde viniera ya que el cielo ahora se teñía de rojo: un rojo sangre. Un breve silencio dejo paso a una oscura voz que dijo: -Soy yo Pujllay, la chacha, la que alguna vez ignoraste que por tu descuido o tu desa- mor lloró tanto que se transformó en nube y vuelve en forma de lluvia para febrero. El rojo cielo se transformó ante el volar negro de los chimangos que surcaron el cielo anunciando entre los nubarrones, una lluvia roja. El joven príncipe se tambaleó y desplomo en el suelo; entre derrotado, cansado y ebrio por la bebida tras el sonido de los festejos sonando débiles como luciérnagas, Pujllay finalmente espero su muerte. EL AVE El día se puso gris, desapacible y con ocasionales ráfagas de lluvia, mientras oscuros nubarrones se acumulaban del otro lado de la montaña, en dirección noroeste. Aquella mañana se oyó un enorme fragor en las montañas y los animales que pastaban balaban estrepitosamente. De vez en cuando, el viento que subía del fondo del barran- co traía un hedor insoportable a la ya atmósfera cargada de humedad. Como todas las mañanas, Efraín salió para ir al colegio que le quedaba muy lejos tanto que debía levantarse a las seis de la mañana para no llegar tarde a la escuela donde junto a varios compañeros estudiaban con ahínco. Un pájaro con grandes garras de color gris oscuro y con ojos luminosos se encontraba en un árbol seco en el medio del monte. De inmediato el ave emitió unos graznidos que provocó el susto de los pocos pobladores de la zona que lograban pasar por allí. Ya cansado de estar en el medio del trayecto hacia la escuela Efraín no se había perca- tado de que el ave con grandes garras y extraños ojos luminosos lo observaba como a una presa. El pájaro más inquieto por seguir con la vista al niño que por preocuparse de que él también estaba siendo observado batía sus alas como propiciando la con- quista hacia su nueva presa. Un hombre con el pelo negro y expresión enjuta vestido con pantalón verde seco y chaqueta camuflada lo observaba con binoculares y se mordía los labios. El hombre no podía alejar de sus pensamientos el recuerdo del sueño que había tenido esa mañana; cuya atmósfera oscura y llena de sonidos extraños que solo la imaginación del incons- ciente puede lograr. El sueño había terminado con una explosión de luces fosfores- centes dejándole una sensación de angustia que todavía le perduraba. Alejó de sus pensamientos el recuerdo del sueño al ver a través de los binoculares a un niño que cruzaba el monte con cierta dificultad provisto de un guardapolvo blanco y una mo- chila de cuero. El hombre se asustó al ver que el pájaro batía sus alas como si se es- tuviera preparando para cazar a la presa. Tenía que llegar hasta el niño para prote- gerlo del ave. Estaba seguro de que ese pájaro era el que estaba buscando. Sabía sobre una leyenda que circulaba acerca de que un ave de día como de noche atacaba de forma imprevista en el monte. Indudablemente el niño por su corta edad no estaba enterado de la existencia del ave rapaz ya que hubiera buscado otro camino para llegar a su escuela. El hombre calculó que debería correr como un puma para proteger al pe- queño del ave. Rogó con todas sus fuerzas a dios para que la suerte estuviese de su lado y pudiese proteger al niño de la fiera alada. El muchachito ya estaba cansado de caminar en el monte y se sentó sobre un árbol a descansar y tomar agua de una cantimplora. El ave voló sobre los arbustos del monte primero en círculos grandes hasta posarse sobre un árbol con sus ramas secas justo enfrente de donde el pequeño descansaba. El pájaro observó el panorama que se le presentaba y como un rayo de luz se lanzó hacia el niño y se posó en la mochila que se encontraba en el suelo. El niño al sacar de su mochila el cuaderno de tareas, se en- contró de pronto con el rayo de luz que despedían los ojos del pájaro. -¿Qué haces aquí pájaro raro? ¡Vete a volar por el cielo!-le grito el niño. Sin embargo el ave ni se inmutó por lo dicho y saltó de la mochila hacia sus pies. El ni- ño del susto se cayó de espaldas y en el preciso momento en que el pájaro volaba ha- cia él se oyó el grito atronador de un hombre. El pájaro se posó sobre la rama de un árbol como esperando a que sucediese algo. El pequeño logró ponerse de pie y vio que un hombre se adelantaba de entre las matas hacia donde estaba él. -¡Niño! ¿Estás bien? -Sí. Entonces los dos vieron como el pájaro que poseía un rayo de luz que brotaba de sus ojos abría su pico rapaz y lanzaba un graznido que les taladraba los oídos. Ninguno de los dos se animaba a salir corriendo de allí porque el miedo los tenía paralizados. Al hombre se le ocurrió que en la situación en la que estaban lo mejor era encomendarse a dios y rezo el padrenuestro en voz baja. El niño envalentonado por el rezo lo más rápido que pudo corrió. Con horror el hom- hombre vio que un tronco que no sabía de donde había salido se interponía en el cami- mino del niño y este quedaba atrapado bajo el tronco. El hombre corrió y tomo al niño del brazo izquierdo, lo empujó con fuerza para sí mientras que con la pierna trataba de correr al tronco. Pero ni el niño ni el tronco se movieron. Se escuchó el graznido del pájaro y el hombre observó que las ramas de los árboles se doblaban en la boca del barranco del lado opuesto de la vertiente y percibió el mismo hedor que se respiraba a primeras horas de la mañana. El hombre casi hipnotizado por los ojos del ave pare- cida a una gran lechuza de color gris oscuro y de poderosas garras, se percató de que el ave que los asechaba era Cachurú, el pájaro que estaba buscando que atacaba a las personas y les comía el alma, según una antigua leyenda indígena de la región. Luego, más allá de donde se encontraba pudo oír unos espantosos crujidos y chasquidos, y la fosforescencia que emitió los ojos del pájaro hizo desaparecer al hombre y al niño de la faz del mundo. EL RUEGO Pablo se despertó al llegar a sus oídos un ruido extraño. No tuvo idea de cuánto había pasado desde que se habían quedado dormidos, él y su hermano al lado de un arbolito desconocido. Era un verano caluroso pero apacible como para quedarse a dormir al aire libre. No habían querido volver a casa de sus tíos de noche pues el tío había regañado a Pablo diciéndole que a lo que no se le presta atención se pierde. Había perdido el bolso en un momento de descuido que su abuela Rosario le había tejido a su padre cuando era niño. Él no pensaba como su tío entonces había convencido a su hermano menor de no volver a la casa. Había sido emocionante dormir al aire libre teniendo como fondo el cielo y la geografía montañosa majestuosa de la Cordillera de los Andes en donde había ocurrido la leyenda quechua sobre la creación del puente. Pablo rememoró con emoción al inca, que cami- nando por encima de las espaldas de sus hombres, llevó a su hijo que tenía una enferme- dad incurable en brazos hasta la terma, en donde encontró la buscada cura. Cuando vol- vió atrás su mirada para agradecerles a sus guerreros, éstos se habían petrificado, crean- do el famoso puente. Se oía el atolondrado revolotear de las aves que tenían sus nidos en el dosel de piedra del muro en donde se asentaba el Puente del Inca. La noche era sombría y amenazadora; el aire, que zumbaba libre hacía mover las hojas de los arbustos. A los pocos segundos, una gran claridad de improviso se derramó por todo el ámbito del Puente del Inca. Un quejido espantoso, que retumbó incluso por encima de los ruidos de la montaña y de algunos ladridos lejanos de perros de la zona, alertó a Pablo de que algo extraño estaba sucediendo cerca de donde se hallaban. Miró que al lado suyo su hermano Matías per- manecía dormido como un tronco. Le dio un codazo fuerte para que se despertara. Ma- tías se quejó. -¡Matías despiértate! ¡Está sucediendo algo extraño! -¿Qué estás diciendo? ¿Qué hora es? Tras una pausa durante la cual la bandada de camineras coloradas que volaba sincronizó sus chirridos y pudieron oírse extraños ruidos que venían de algún remoto lugar en las montañas, pero era dudoso que el sonido perteneciera al canto de algún ave. Pablo y su hermano, se colocaron sus mochilas al hombro y echaron a correr por el camino hasta llegar a la otra orilla del rio, desde donde pudieron divisar que el Puente del Inca brilla- ba en todo su esplendor. A la luz de la luna se divisaba un haz de luz que caía sobre el rio Las Cuevas donde pudieron ver claramente a una caminera colorada con su típico dorso parduzco, sus alas canelas de color pardo oscuro y puntas ocres, su cola también canela que posada sobre una laja de piedra parecía desafiarlos con su característico can- to. De pronto, Pablo lo primero que vio a la luz de la claridad que se perdía entre las espe- sas sombras del agua del rio, una especie de sombra de una figura de gigantescas pro- porciones que parecía humana. La imagen daba la apariencia de ser un hombre alto y musculoso, de tez mate y pelo largo negro brilloso, cuyo cuerpo se encontraba cubierto por una túnica sin cuello ni mangas, una manta de color por encima de sus hombros, brazaletes, collares y casco dorados. Cuando Matías vio la figura espectral del impo- nente indio pegó un respingo. -¿Yo estoy viendo bien?-dijo la voz de Matías. -Si-le contesto en un susurro su hermano. -¡Soy el Príncipe de los Incas!-les dijo la figura espectral con voz honda. Pablo no podía hablar ante este ser extraño. Se dijo que tenía que vencer el miedo ante lo desconocido y enfrentar la realidad que se le presentaba. - ¿Tiene algo para decirnos? -El agua en todo el planeta está escaseando. Antes de que el ser humano se reprodujera tan rápido toda la naturaleza era feliz. Los animales, las plantas, las piedras hasta el agua misma. Desde hace un tiempo hemos observado que los seres humanos le arrojan cosas a los ríos y océanos ensuciándolos. -¿Qué es lo que puedo hacer yo para ayudar?-le pregunto Pablo curioso. -Deberías hablar con las autoridades de tu pueblo. -¡Como si eso fuera tan fácil!-contesto Matías. El Príncipe de los Incas saludó con una reverencia y en un abrir y cerrar de ojos desapa- reció de la vista de los hermanos. Los hermanos quedaron un poco angustiados por el pedido del Inca. Sabían que lo que les había dicho era algo grave. Y también Pablo relacionó lo dicho por su tío con lo di- cho por el Inca. Ambos estaban hablando de una falta de atención hacia algo. Les con- cernía tanto a ellos como a todos los habitantes del planeta pues si realmente querían seguir viviendo en él debían tomar ciertos recaudos. Pablo pensó en pedirle disculpas a su tío pues si algo que él sabía reconocer era cuando uno estaba equivocado aunque el darse cuenta fuera tardío. Decidieron que iban a hablar con sus profesores de colegio y ellos lanzaron una campa- ña educativa abierta a la comunidad que pronto llamó la atención de las autoridades. Con el tiempo los habitantes comenzaron a cuidar y a tomarle cariño al planeta. EL CANTO Esteban deja de mirar por la ventana del bar, sin preguntarse esta vez como hace todas Las noches desde que se instaló en una ciudad que conocía solamente por el nombre una vez que la había encontrado en un mapa y había decidido dejar atrás como si fuera tan fácil como cambiarse de nombre, la ciudad en la que había sido criado. Pensó que los recuerdos no son lo más fácil de cambiar, que si tuviera la opción de cambiar su pasado con alguna opción como una pastilla o un tratamiento químico o de algún otro tipo, él estaría dispuesto a cualquier precio. ¿Por qué no ser otro hombre del que había sido? Más la angustia lo perseguía fuera donde fuera, como si esta fuera una enferme- dad incurable. Oscar, un lugareño que no le hacía demasiadas preguntas se sentó en su mesa y le habló: -En esta noche de cielo estrellado voy a contar una leyenda: -Dicen que la historia fue referida por años en la región de los montes andinos- dijo la voz de Oscar tornándose grave en la noche que se veía como tormentosa. Entre ginebra y ginebra el relato oral fue tornándose real ante los vidrios que se salpicaban de lluvia. En el monte vivían un hermano y una hermana, nadie supo decir cuál de los dos era el más grande o si eran mellizos. Nadie sabía bien de que tribu procedían pero lo que si sabían es que vivían solos desde que había azotado una peste que se había llevado sin más a sus padres y sus hermanos menores. Los hermanos a su corta edad se habían construido una vivienda con lo que les había quedado de la choza de sus ancestros. La vivienda que era de barro, ramas y tenía colgados pedazos de cuero crudo, no era ni tan grande ni tan chica; para dos personas era un espacio suficiente. La choza estaba recubierta por un árbol muy alto cuya som- bra les servía para resguardarse del calor sofocante. A ciertas horas al hermano lo veían tallar un tronco de árbol con una daga de hojas corta. La muchacha a veces la veían sentada recitando una letanía incomprensible en la que sus cabellos revoloteaban en el énfasis que ponía en el recitado. Eran altos y tan flacos que se les notaban las costillas a plena luz del sol. Los hermanos eran desunidos quizás porque habían quedado huérfanos de muy chicos. Una vez que el hermano había salido de caza y regresó cansado y hambriento ya que la caza había resultado inútil el muchacho le había pedido a su hermana que le alcanzara un jarro de hidromiel; la muchacha en vez de comportarse amablemente hizo como que se lo alcanzaba y de repente, lo tiró al suelo con malicia. -¿ Por qué eres tan mala conmigo? ¿Qué he hecho? -Para que preguntas si ya lo sabes. Newen, que así se llamaba el hermano estaba harto de ser acusado por su hermana por no haber sido lo suficientemente rápido en llevarles el alimento para que sus padres que estaban enfermos se recuperaran de la enfermedad. Los que determinaban si ya era tiempo de partir con los demás ancestros eran los dioses. Pero su hermana era muy pe- queña cuando sus padres partieron, muy pequeña también para entender que él no había tenido la culpa de su partida. Newen decidió que ya era hora de que su hermana recibie- ra un castigo por su mal comportamiento. Como hacia un tiempo benévolo había pen- sado que su hermana podía acompañarlo a buscar hidromiel; la muchacha como era de esperar aceptó ir. El hermano tomo sus herramientas y emprendió el camino corriendo. La muchacha decidió imitarlo y corrió tras él. Cuando llegaron a un algarrobo alto, el muchacho se detuvo e instó a que su hermana subiera primero, la hermana no se negó y mientras ella subió con cierta dificultad, él iba más atrás observando con interés el árbol que estaba trepando. Al llegar a la copa del árbol el hermano le dijo: -Olvide una herramienta para poder sacar la miel, tengo que bajar. -¡Apúrate! El hermano a medida que iba descendiendo iba desgajando el árbol cacuy de manera que su hermana no pudiera descender. El muchacho había echado a correr para poder llegar a su choza antes de que bajara el sol. La hermana se había sentado a esperarlo pero al ver que las horas pasaban comenzó a ser presa del miedo. El hermano corría mientras el monte resultaba cada vez más os- curo. La hermana ya presa del terror había comenzado a gritar mientras la noche avanzaba en las horas. -¡Turay! ¡Turay! ¡Turay! El hermano que había escuchado un lamento lejano, se dijo que se quedé en el árbol con su maldad hasta que amanezca y yo iré a buscarla. A medida que los gritos se volvían más fuertes la hermana sin poder creer que estaba en esa situación comenzó a ver, horrorizada, que sus pies se transformaban en garras, sus manos en alas y su cuerpo todo se convertía en un pájaro. -Ahora los ataba otro vínculo: el canto de la hermana convertida en ave y su leyenda- dijo Oscar que se tomó la ginebra de una y agrego-Tenes cara de querer irte Esteban. -Es que ya es tarde. Un hombre debe dormir. -Buenas noches, entonces. En la cara de la mujer que le había abierto la puerta vio el desconcierto en su mirada como si el no fuera el mismo que había salido de la pensión a la tarde. Durmió un par de horas; harto de dar vueltas sobre situaciones que no podía remediar, se levantó para salir a ver esa ciudad que no conocía demasiado. Camino largo rato hasta terminar cansado en un banco de una plaza alejada del centro del pueblo. En ese lugar, con el sonido de los pájaros que escuchaba débiles, pensó que la vida era estar sentado contemplando simplemente la realidad. En esos días que habían sido atroces porque la luz no entraba en el infierno, y la idea de dios solo se reflejaba en una imagen de un hombre barbudo, `paternal pero que sin embargo le había dado la espalda hasta que su propia angustia, como si fuera un hada o un ente mágico, lo había sacado de la inercia. El silencio del pueblo a esa hora se rompió con el chillido de un ave negra, más bien pequeña. En el árbol más viejo de la plaza se hallaba un pájaro negro, feo como lo pueden ser algunas aves rapaces. En ese momento empezó a describir círculos, que se agrandaban o se achicaban a medida que aceleraba o disminuía el vuelo. El empleado de comercio no se asustó. El silencio fue otra vez interrumpido por el grito del pájaro. Cu- rioso, el hombre contempló el ave como se contempla una obra de arte en un museo, dejó correr la mirada en el amplio espacio en que estaba circunscripta la plaza; los lu- gareños parecían no darse cuenta de la presencia del ave negra que lanzaba chillidos de queja o lamento como si la existencia del mismo fuera algo corriente. El hombre, de pronto sintió algo que le chorreaba en la cara. Se pasó la mano por la mejilla y corrobo- ró que era agua. Esteban se dijo que no estaba asustado pero que no debía correr riesgos innecesarios en una ciudad que no conocía y en la que sus habitantes parecían estar ale- jados de la realidad. Se levantó del asiento, ya estaba de pie cuando otra vez sintió el líquido correr por la mejilla. Desde un rincón del cielo límpido el ave negra se lanzó sobre el hombre que permanecía al lado del banco estático como un blanco. Esteban, sintió dos cosas. La primera que era demasiado tarde para pedir ayuda a al- guien en esa plaza en la que los hombres parecían zoombies; la segunda que no le que- daba otra que correr para refugiarse en algún negocio de la cuadra de enfrente. Esteban se largó a correr. Sintió, que al coquetear con la muerte es ella la que al final elige la presa. La sombra del ave se acerca cada vez más a la figura del hombre que corre hasta que la sombra del hombre que se refleja sobre las baldosas de la vereda deja de existir. EL ESPEJO Rocío llegó a la biblioteca después del mediodía con el viento seco que todavía arrecia- ba en la región. Sacó del bolsillo de su pantalón el número de socio de la biblioteca y entró a la misma. No había muchos socios ese día y la adolescente supuso que por la sequía las personas se quedaban en sus casas, encerradas como si fuera una cárcel. Pudo observar que por lo menos la empleada de la biblioteca estaba detrás de un estante buscando quien sabe qué. Rocío se dirigió hacia donde se encontraba la bibliotecaria y le pregunto: -¿Tiene algún libro sobre Huayrapuca? -¿Quién es Huayrapuca?- le pregunto la bibliotecaria. -Es un mito para el pueblo diaguita-calchaquí. -Ah, es una leyenda indígena. Ya te la traigo. La bibliotecaria desapareció por el pasillo y Rocío se preguntó si podría conseguir datos sobre la diosa del aire. A los lados de la entrada había dos vitrinas con folletos de anti- guas tertulias que habían tenido lugar en el pueblo. Le hizo recordar los libros viejos que su tía que estaba enferma tenía prolijamente apilados en los estantes de su comedor. La bibliotecaria tardaba en llegar. Rocío se apoyó contra una de las paredes del salón de la biblioteca intentando no angustiarse ante la espera. Lo que hizo, en cambio, fue recor- dar el hecho extraño que le había sucedido tres semanas antes. Rocío se había mirado en el espejo que se encontraba en el cuarto de su madre que la retrataba de cuerpo entero. Se había mirado y se había observado con mucho cuidado. No se había visto como le gustaría realmente bien. Unos senos incipientes se le notaban debajo del pullover. No tenía panza. Ella quería ser más y más delgada hasta la perfe- cción. Por eso no comía diciéndole a los padres que se iba a la casa de una de sus ami- gas mientras que la verdad era que daba vueltas a la plaza. Se había mirado la cara. Por lo menos se podía decir que estaba cerca de su ideal. Se había sentido satisfecha de la imagen que le había devuelto el espejo. Casi se había caído de espaldas al escuchar no supo bien de donde, una voz que le había dicho: -Dime espejito, ¿Quién es la más flaca de la región? Había mirado el espejo sin poder creer lo que veía. En el espejo había una mujer cu- bierta con un manto rojo, muy parecido al rojo que se veía en los cerros de su región. La piel era demasiado pálida, casi sobrenatural. El pelo negro. Los ojos grandes como la de los indios diaguitas. -¿Quién sos? -Soy Huayrapuca, soy la diosa del aire. No entiendo por qué no comes. Deberías comer y sentirte bien contigo misma. -Yo no me siento mal conmigo misma. No sé de donde saco esa idea-le había contesta- do con enfado. -Tengo la capacidad de leer el pensamiento de las personas. -¡Todo lo que decís es mentira! ¡Vos misma sos una mentira! -Dime. ¿Por qué siempre te sientes mal cuando te miras en el espejo? Rocío no había sabido que contestarle. La voz de Huayrapuca había seguido hablan- dole: -Nadie es igual a otra persona. Todos somos únicos e irrepetibles. Sos más que una ima- gen. Rocío había deseado romper el espejo para no tener que escuchar la voz de la diosa. Había acercado la mano izquierda sobre el extremo superior del espejo donde sabía que detrás había un alambre que colgaba de un tornillo. Había tratado de levantar al es- pejo, pero le había resultado muy pesado. Se había echado atrás con desaliento. El espejo había hecho un ruido extraño y se había hecho añicos en el piso que misteriosa- mente se había teñido de un polvo rojizo. Poco tiempo después de la aparición de la diosa en el pueblo comenzó a arreciar un viento fuerte y seco que hacía que las cosechas se echaran a perder en tiempo veloz. Los dueños de la tierra no sabían que hacer para que dejara de soplar el viento apestoso y no ser obligados a declarar la sequía en la zona. El viento destructor recorría la zona absorbiendo la escasa humedad que había en el ambiente de la región. Tal fue el desastre que las plantas y los animales no sobrevivie- ron a su paso. En poco tiempo la región dejo de abastecerse de los productos de la zona y los comerciantes se vieron obligados a tener que traer alimentos del pueblo más próxi- mo con lo que el producto se volvía caro para la mayoría de sus habitantes. Tal era la situación desesperante para sus lugareños que Rocío se había puesto a pensar si no ha- bría alguna manera de contactar con la diosa del aire Huayrapuca que con su poder de diosa tal vez podría ayudarlos a revertir la situación. -Aquí está el libro que encontré sobre lo que me pediste. La voz de la bibliotecaria la sorprendió sacándola de sus pensamientos. La biblioteca- ria tenía unos anteojos redondos que dejaban ver unos ojos avispados y grises. La bi- bliotecaria de improviso le sonrió. No la había visto sonreír desde que se encontraba en la biblioteca y su disposición amistosa le había dado cuenta de que las personas a pesar de la situación difícil en que se encontraban seguían siendo amables. -¿Cuál es tu número de socia? -597. -Acá esta. ¿Lo vas a leer en el salón? -Sí Rocío pasó a la sala de la biblioteca más contenta que si hubiera encontrado un tesoro. Se sentó en el primer asiento que encontró y se dispuso a leer la información del libro. Lo que encontró la dejo de una pieza. Huayrapuca según el libro que estaba leyendo era la madre de Shulco, el Viento; prima hermana del Remolino y pariente del Rayo. Venía a ser la diosa o espíritu del aire, vivía en las altas cumbres y en los profundos abismos cordilleranos. También podía hacer tanto el bien como el mal. Sus malos sentimientos se manifestaban cuando destruía las cosechas y se afanaba por prolongar la sequía. Para conseguir esto último se trababa en encarnizada lucha contra Puyuspa, el Nublado, su eterno enemigo, creador de la escasa humedad ambiente de esas regiones y recorría las llanuras absorbiendo la humedad de las plantas y secando la garganta de los animales. Rocío estaba segura de que en la sequía que azotaba la región estaba involu- crada Huayrapuca. Ahora, mirando de nuevo el libro pudo notar que la angustia era transformaba por la esperanza de encontrar la solución. Con una alegría que no había sentido nunca en la vida le devolvió el libro a la bibliote- caria que se la quedó mirando con la boca abierta. Cuando llego a su casa se encontró con que su madre le había dejado una nota diciendo- le que había corrido a ver a la hermana que se hallaba en una recaída de la enfermedad. Rocío pensó que sola estaría más tranquila puesto que tenía que tratar de alguna manera de contactar con Huayrapuca, y ya sabía cómo hacerlo. Rocío se dirigió a su pieza, ce- rró la puerta, se quitó el bolso que llevaba sobre el hombro y lo colocó sobre la cama. El espejo donde se observaba casi todos los días hasta que se le había aparecido la diosa del aire con su amonestación por que no comía. Le había hecho caso y aun con la escasa posibilidad de conseguir víveres la imagen suya en el espejo le había devuelto a una Ro- cío con aspecto sano y mejillas rosadas ya que le había hecho caso al consejo de la dio- sa. La muchacha alzo sus manos, cerró los ojos y dijo: -Huayrapuca, diosa del aire, el pueblo te necesita. ¡Aparece Huayrapuca! Pasaron unos minutos que para la muchacha parecieron horas y se sorprendió del aire que de pronto surgió en la habitación. Cuando abrió los ojos tenía delante suyo a Huay- rapuca tan grandiosa con su manto rojizo como el color de los cerros de la región. La diosa del aire se acercó a Rocío con una sonrisa que alumbro sus ojos y, extendiéndolelos brazos le dijo: -Veo con agrado que me has hecho caso. ¿Por qué me has llamado? -Diosa del aire, en el pueblo hay una gran sequía y he averiguado que con tu enojo pue- des quitar la humedad que hay en el aire y prolongar la sequía. Los habitantes del pue- blo están sufriendo por la falta de alimentos y estos también están muy caros para nues- tros bolsillos. -Pero estás equivocada al pensar que yo tengo la culpa de la sequía. No, niña, yo no he sido. Creo que ha sido Puyuspa o el Nublado que para hacerme una jugarreta ha quita- do la poca humedad que hay en estas regiones. -¿Y que podríamos hacer para detener la sequía? -Simplemente llamarlo. Huayrapuca levantó sus brazos como invocando y de su boca salió un sonido que a Ro- cío le pareció que era el viento. Una voz cavernosa no obstante a la vez cristalina como el agua de lluvia dijo: -¿Para qué me llamaron? -Al fin has aparecido Puyuspa- le contesto la diosa del aire. El Nublado olía a una humedad del olor a humedad que hay en las casas viejas, sin em- bargo su capa color azul estaba inmaculada y su cabellera como recién peinada y, pon- dría las manos en el fuego, que se hallaba húmeda también aunque no se pudiera ver a primera vista. Antes de que Rocío pudiera darse cuenta Puyuspa sacó un manojo de ra- mas que despedían un olor rancio y comenzó a sacudirlo delante de ellas como si las instara a pelear. Huayrapuca entró a pelear con Puyuspa con una naturalidad que dejó pasmada a Rocío. La muchacha en cambio tuvo que obligar a sus pies a moverse, pri- mero uno, después el otro, respiró la humedad rancia que había tomado el ambiente, y antes de que se diera cuenta perdió el conocimiento. Cuando despertó la habitación estaba a oscuras, salvo por la luz que entraba desde la pequeña ventana. Rocío se le- vantó y sintió como le pesaban las piernas. Miro a su alrededor y no había rastros de la presencia de los dioses. Se preguntó si realmente había sucedido la aparición de Huayra- puca y Puyuspa y la posterior pelea entre ambos. Cuando salió de su habitación se en- contró con su madre que le pregunto si había encontrado la información que necesitaba en la biblioteca. Le contesto que sí pero sin ahondar en detalles. Comió la comida que le sirvió su madre, escucho la historia del cuidado sobre su tía y luego se fue a dormir apoyando la cabeza sobre su almohada como si esta fuera un ala de un ángel. A la mañana siguiente el azul con el que estaba pintado el cielo le pareció más brillante que de costumbre. El sol parecía una moneda de oro. Sintió el canto de los pájaros y escuchó que uno de los que trabajaba la tierra, le decía a otro hombre: - ¡Ha sucedido el milagro que esperábamos! ¡Ha dejado de soplar el viento seco y pesti- lente! Rocío sonrió y se dijo a si misma: Si Huayrapuca quiere lloverá. FUERZA NATURAL Había empezado a oscurecer cuando el tren se detuvo en su última escala. Era la esta- ción de Tucumán, allí me esperaban vestidos con ropas de verano, mis primos Eduar- do y Elías. Me conocieron enseguida. A pesar de que hacía casi tres años que no los veía no había cambiado nada mi aspecto externo. Me dijeron que se hacía una fiesta con varios compañeros de curso. Era habitual que a fin de año, en el último año de cursada se reunieran en alguna casa. En esa ocasión les tocaba oficiar de anfitriones a mis primos. La casa era grande, con muebles rústicos co- mo de algarrobo, cuadros de paisajes pintados por una mano ignota, los botellones de vidrio que parecían pesados apilados en un modular. En el comedor central de la casa, la atmosfera estaba entretenida, llena de muchachos que saltaban cantando. Los invita- dos eran más de diez. Todos muchachotes que al año siguiente iban a ir a la facultad local. Eran, no tardé en entender, bastante versados en temas como la ganadería, la agri- cultura y temas similares que a mí no me agradaban en absoluto. Había una batería donde uno de los muchachos se afanaba por tocar con cierta decencia un tema de los Soda Stéreo, pero un muchacho, uno rubio con anteojos me dijo que la canción pertenecía al último repertorio de su líder ya fallecido Gustavo Cerati. El que cantaba el tema no cantaba tan mal. La verdad no me acordaba de la canción: Medirán el azar con el viento, fuerza natural, cantaba la voz suave del muchacho. Y me eché a la suerte; ah, ah, ah se agregaban las interjecciones de los muchachos al canto. Estábamos en lo mejor de la reunión, tomándonos unas gaseosas y comiendo unos mal- malvaviscos; algunos comían asado, otros no, cuando escuchamos que una voz fuerte que pertenecía a un muchacho fornido le dijo al muchacho que tenía a su lado: - ¡Eh, basta ya!¡ Qué forro que sos! ¡Me echaste los malvaviscos en el vaso! El muchacho increpado se pasó la yema de los dedos mojados en la bebida por los pár- pados y después como si no le importara nada de lo que le dijo, tomó un trago de agua, se irguió, miro al muchacho fornido mientras hacia un largo buche con la bebida y se la escupió. De repente, la tensión que había en el ambiente fue cortada por un corte de luz. Escuchamos los abucheos y el insulto del muchacho mojado por la bebida. Al- guien dijo que dejaran de jugar y prendieran las luces. Cuando de improviso volvió la luz, lo que teníamos delante nuestro más que sorprendernos nos puso la piel de gallina. Un animal muy extraño, semejante a una lagartija con un solo ojo en la frente redondo y sin párpados nos observaba desde el centro de la habitación. El extraño animal era tan grande que no necesitábamos inclinarnos mucho para tocarle el lomo: y aparte de la altura del mismo, era también su pelambre verdosa, rugosa y brillante, lo que impresio- naba, y los ojos fosforescentes que emitían reflejos de luz mientras su lengua blanca colgaba temblorosa y larga a un costado del hocico abierto como tomándonos el pelo. Supongo que todos los muchachos empezaron a temblar de miedo. El dueño de la casa me codeo y me susurro: -¡Es el basilisco! Escuchamos que una voz que no sabía de donde venía nos decía: -¿Era esto lo que querían ver? Nadie se atrevió a contestarle. El basilisco no se movió. Ninguno de los que estaba allí se le ocurrió huir ya que el miedo nos tenía paralizados. El dueño de casa, que creo que se llamaba Enrique, me susurro en el oído que saliéramos lo más rápido que pudiese- mos correr para así poder avisar a la policía. Una voz que salió de no sabíamos dónde dijo: No se atrevan a hacerlo. A nosotros no nos sirvió. Nosotros envalentonados por la juventud no le hicimos caso y lo más rápido que pudimos corrimos hacia la puerta. Con horror vimos que la puerta de madera se ce- rraba. Yo alcancé a salir mientras que Enrique quedó atorado en la puerta. Yo lo tomé del brazo izquierdo y lo empujé con fuerza para sacarlo, pero una fuerza extraordinaria tiraba del cuerpo del muchacho hacia la casa. El frio se hizo notar en el ambiente. De repente, la fuerza extraordinaria captó a Enrique hacia dentro de la casa y la puerta se cerró. Quedé detrás de la puerta, en cuclillas, horadado por los rayos fosforescentes que, de pronto, emergieron por el ventanal de la puerta y de las ventanas. Una vez que la luz se apagó pude ver desde donde me hallaba en esa oscuridad en la que fijé la mirada, atóni- to por lo que había sucedido en la casa, que todos los que se encontraban dentro habían desaparecido. Dentro de la casa lo único que quedo como resabio de lo que había suce- dido fue un líquido viscoso y del mismo color que el bicho extraño, llamado el basilis- co. EL TUMIÑICO Millares de pájaros, cantando todos a la vez, llegaban poco a poco, y aumentaban el regocijo de aquella hermosa madrugada. De entre la bandada de pájaros que alegres iban hacia el cielo para que el dios Inti les regalara colores para sus alas, uno de ellos por ser muy pequeñito no tuvo la fuerza suficiente para ascender hacia el cielo con los demás. El tumiñico, que así se llamaba el pájaro que no pudo seguir el viaje con los otros, anduvo todo el día, de flor en flor, volando delicada y sutilmente sobre unas delicadas flores amarillas en la que le gustaba posarse. Como se encontraba ansioso y a la vez triste por qué no había podido ir junto a sus pares al cielo entró a la casa de donde eran las flores amarillas que tanto le agradaban. De inmediato vio al dueño de la misma que observaba una caja negra de la que se desprendían imágenes y sonidos. Al tumiñico se le ocurrió merodear al dueño que asustado trataba de espantarlo con la mano. El ave trataba de llamarle la atención pues tenía que decirle algo. Sabía que se levantaba muy temprano para ir a trabajar y se acostaba muy tarde a la noche. Y había veces que discutía con el vecino puesto que como no tenían un cerco que delimitara el terreno, a veces uno cortaba de más el pasto o el otro plantaba una planta justo en el límite y las ramas iban hacia el espacio del que no había plantado el arbusto. Entonces venían las discusiones. El tumiñico se le posó en el hombro y con voz de ave le dijo: -¿Por qué trabajas tanto? -¿Quién eres?-le pregunto el dueño de la casa con rostro sorprendido. -Soy un pájaro que frecuenta las hermosas flores amarillas que tienes en tu jardín. -¿Cómo un ave me habla? -Sí, soy un pájaro. ¿Por qué te extrañas tanto?¿No sabías que algunos pájaros podemos comunicarnos con ustedes? El ave vio como el hombre se acercaba con una red y se la arrojaba hacia él. De in- mediato se corrió y voló hacia la cara del hombre que cuando la vio al ave manoteo tratando de agarrarla. Ella se zafo rápido y el hombre intento esta vez cazarlo con la red. Como el ave era más rápida que la mano del hombre se salvaba de ser dañada. El pájaro le gritó: -¿Por qué quieres dañarme?¿Acaso no entiendes que soy como tú un ser vivo que creó Dios? -¿Quién eres tú para decirme como debo pensar? -¿Y quién eres tú para matarme?-le retrucó el ave. En ese momento entró la hija del dueño de la casa que dijo: -¡Papá! ¿Qué estás haciendo con el pajarito? -¡Cazarlo! ¡No ves! ¡Se metió en la casa no sé cómo! El tumiñico comenzó a sentirse angustiado pues veía que quizás no pudiera reunirse con sus amigos, los pájaros, que iban a volver de su viaje seguramente ya con sus alitas pintadas por que el hombre no quería dejarlo ir. -¡Déjalo ir papá! El hombre no hizo caso de lo dicho por la hija y asestó la red muy cerca del paja- ro que asustado pio fuerte. Entonces el ave les habló: -¡Tengo que decirles algo! La hija casi se cae de la sorpresa y dijo: -¿Qué tienes para decir ? -He venido muchas veces a tu jardín, a tus hermosas flores amarillas pero nunca me has visto porque no te detienes a observarlas. A veces ni las riegas. He visto a tu vecino re- garlas cuando no está ocupado trabajando. -¿El vecino con el que discuto a veces?-le preguntó el hombre extrañado. -Sí. Deberías darle las gracias. El hombre miro al ave que volaba delante de sus narices y le dijo: -Gracias por decírmelo. -Puedes irte-le dijo la hija y abrió la puerta. El tumiñico revoloteó unos segundos y salió por la puerta. El pájaro batió sus alas de alegría pues ahora siendo libre se podría encontrar con el resto de los pájaros que vol- vían de su viaje al cielo. Un día el hombre habló con su vecino y le agradeció por cuidar las flores amarillas cuando él no se encontraba presente. Ambos lograron tener un trato de amistad a lo largo de sus vidas gracias a la ayuda del tumiñico. FORAJIDOS Eran los últimos días de febrero, en un verano norteño demasiado caluroso que no dejaba conciliar el sueño ni siquiera con el viento que soplaba de las montañas andinas. El viento no dejaba más que la hiel del amargor en una boca seca. No había muchos árboles en el tramo que debían recorrer hasta llegar a la guarida armada en el bosque donde se refugiaban él y sus compañeros de fechorías. Baldomero pensó que todos incluido él estaban hartos de ir de pueblo en pueblo como forajidos que eran, que no se quedaban en ninguna parte porque valían menos que un perro y además las gentes al ver la mala traza, los ignoraban. Le vino a la mente la si- tuación lamentable que habían vivido en el último pueblo al que habían ingresado a robar. El pueblo parecía medio abandonado, pero al final del trayecto habían descu- bierto un rancho destartalado. Habían entrado sigilosos por las dudas de que hubiese alguien. No se habían encontrado con una persona dispuesta a protegerse sino con una vieja con expresión desolada rodeada de perros guardianes que lo primero que hi- cieron al verlos fue mostrar los colmillos y por último, antes de que fueran ultimados, los aturdieron con sus ladridos. Lo peor fue la vieja; con su poncho raído como unas alas de murciélago muerto había tratado de ahorcar a su compañero. Para salvarlo Baldomero había tirado la última bala que le quedaba en la pistola. El tiro se había escuchado demasiado fuerte en esa región despoblada y el miedo de que alguien apareciera por el lugar pronto se disipo con las horas. Habían dormido con todos los muertos y en el medio de la noche, Baldomero había escuchado ruidos. Pronto, había descubierto que el hombre al que había salvado se había hecho de lo poco que había en la casa de la vieja y había huido con su caballo. Los otros compañeros cansados de lo ocurrido en el día no habían escuchado nada y parecían ángeles en su dormir. Ese día Baldomero había descubierto que cuando el hambre arrecía la traición hace su parte y que los supuestos compañeros se convierten en enemigos. El ruido de una carreta conducida por un hombre lo saco de sus pensamientos. Rá- pidamente alertó a sus compañeros que hincaron las espuelas a sus caballos y salieron al galope al encuentro de la carreta. Uno de los compinches de Baldomero les salió al cruce y les dijo: -¡Bájense ya mismo los que están en la carreta! De inmediato, se oyó el llanto de un niño y la voz de una mujer que lo consolaba sin remedio. El hombre que conducía la carreta les dijo: -¿Qué quieren? Solo tenemos provisiones para darles. ¡Déjennos seguir nuestro camino! ¡Vamos al próximo pueblo a bautizar al niño! Los forajidos se rieron. Uno de los bandoleros sacó de la pistolera colocada en el fuste delantero de la silla de montar su pistola y ordenó que bajara de la carreta la mujer con el niño. Su marido se opuso y el forajido cansado le descerrajó un tiro en la frente al hombre. En ese momento la mujer salió de la carreta y vio a su marido tirado en la tie- rra rodeado de un charco de sangre. Entre gritos y sollozos logró decir: -¡Dejen al niño con vida! ¡No está bautizado como dijo mi marido! ¡El niño no tiene por qué pagar nada! Los forajidos volvieron a reírse y el que apuntaba pensó que lo mejor era terminar con todos lo más rápido posible. -¡Juan bájala de la carreta! ¡Baldomero sácale al niño!-ordenó a sus acompañantes. -¡Deja al niño en paz!-grito otro de los bandoleros. -¿Me desafías a mí? -¡No voy a matar al niño! Baldomero dándose cuenta de que la lealtad entre el grupo se estaba rompiendo de- senfundo el arma y apunto hacia su compañero. El tiro fue certero. -¡Ahora soy yo el que manda! ¡El que tenga algo para decir que lo haga ya! -¡Hay que irse! ¡Nos buscan del otro pueblo cuando ayudamos a matar al fundador del pueblo por unas monedas! -¡No nos van a encontrar!-replico Bladomero. -A mí me dijo la zamba que atendía el puesto de las especias que el fundador del pueblo tenía hijos en Buenos Aires y que no iban a tratar de vengarse. -¡ No te teníamos por pollerudo! El resto de los forajidos se rieron ante lo dicho por Baldomero. Uno de ellos dijo: -¡Hay que resolver que hacemos con el niño! Otro dijo: -¿Qué hacemos con la madre más bien? Y sin esperar a que le contesten sin compasión alguna le descerrajó un tiro en la frente a la mujer. El niño como si supiera que se había quedado huérfano comenzó a llorar con más fuerza. Uno de los bandoleros cansado ya de su peregrinar en contra de la justicia lo tomó de los brazos de su compañero y de un tirón, sin importarle la vida, agarrándolo de las piernitas lo tiró contra un árbol. Entonces se oyó desgarrador, un ¡ay! que lanzó al expirar el niñito. Rápidamente, los forajidos tomaron todo lo de valor y a la vez útil que había en la ca- rreta. Corrieron con el botín hacia el bosque cuyos árboles altos parecían ampararlos de la justicia. En el cielo, oculto por las nubes se hallaba, inmóvil como una cosa, un pájaro negro muy grande. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del cielo, en una espera larga para las almas sin consuelo. El pájaro luego de describir enormes círculos sobre sus cabezas, lanzó un grito que era como el de un ser humano, repitiendo por tres veces el ¡ay! desgarrador del niñito que acababan de ultimar. Los forajidos presos ahora de la culpa, se taparon los oídos para no escuchar el ince- sante ay que era producido por el canto del ave negra. Uno de los forajidos, con la sangre hirviéndole en la cabeza apunto con el arma a sus compañeros y les dijo: -¡Los de la carreta tenían poco y nosotros somos demasiados para tan poco botín! Uno de los bandoleros antes de que la cosa se pusiera muy mala, apuró al caballo con sus espuelas y salió al galope para huir del bosque. Baldomero al ver precipitarse la traición de vuelta delante de sus ojos, le grita: -¡Te has vuelto loco! ¡Nos falta poco para llegar al próximo pueblo! Baldomero desenfundó del facón el cuchillo y se lo tiró al forajido, con tanta mala suer- te que cayó al lado de una piedra. El pájaro negro chillo el ay. El pistolero se tapó las orejas con las manos y tiro contra Baldomero que resulto despedido del caballo. El fo- rajido se volvió a tapar las orejas con las manos, salió a la carrera con el caballo; este tropezó con una piedra e hizo que se cayera el pistolero dando su cabeza contra una piedra. El bandolero que huía con su caballo, pensó que la vida era suya como lo puede pensar un alma que no conoce los vericuetos de la muerte, corrió con su caballo con el grito del ay del niñito que le carcomía la mente, hasta que se arrojó de un peñasco para no escu- char mas. El pájaro negro empuño sus alas, que acaso no batirá jamás, y salió a volar por los cielos. LA OFRENDA Después de que Nahuel se hubiera levantado rápido de la cama recordó que se había sentido muy contrariado de no poder ver las estrellas en el cielo en la noche de ayer, una verdadera lástima, pensó. Su madre lo había interrumpido para que no se perdiera la cena. Nahuel escuchó que su madre le decía desde la cocina que hoy primero de agosto era el día de la ofrenda a la Pachamama, que como siempre iban a ir todos incluso la abuela Francisca y que no podía jugar en la computadora. Nahuel se apenó, pero pen- só que sería divertido ir pues lo que más le gustaba a él era escuchar los copleros y co- pleras. El día anterior habían ido al monte, y cuando se estaban divirtiendo tirándose pequeños guijarros se les apareció un guanaco pequeño que parecía estar perdido bus- cando a su madre pues lloraba. Newen le arrojó un guijarro grande y vieron que el be- bé guanaco se desplomaba en la tierra. Nahuel corrió hacia donde estaba el guanaco y de repente se entristeció, pues el guanaco yacía sin vida con un agujero por donde le manaba sangre. Su hermano también se entristeció por lo que había ocurrido y le ha- bía dicho que había que pedirle perdón a la Pachamama porque sin querer le habían arrebatado una vida y ella estaría muy enojada con ellos. Nahuel se había sentido in- quieto y no sabía si ir o no a la ofrenda de la Pachamama con su familia. Ya era la hora de salir y Nahuel se olvidaba el gorrito tejido por la abuela Francisca, corrió a la pieza que compartía con su hermano mayor Newen, se lo colocó lo más rápido que pudo y por la ventana vio que se levantaba un viento extraño para las fechas en que estaban. Toda la familia se dirigió al punto de encuentro acordado para realizar la ofrenda de la Pachamama al que iban todos los años y el viento levantaba la tierra rojiza enfriándoles las ropas. Alrededor del pozo, el surco que se hacía en la tierra para alimentar a la Pachamama, los presentes que habían llevado comida y bebida fueron dejando uno por uno las ofrendas en el surco, en la boca abierta de tierra de la Pachama- ma. Nahuel que no había llevado ninguna lo codeó a su hermano y este se rió, lo que provo- có la mirada severa de su madre. Todos los presentes sacaron el cigarrillo y lo prendie- ron para colocarlo alrededor de las ofrendas, esperaron un buen rato para que se consu- mieran hasta el final. Alen, la madre de Nahuel se estremeció, pues el cigarrillo prendi- do por su madre, la Francisca, no se había apagado del todo. Significaba que una des- gracia o la muerte se presentaría ante ellos. Decidió no decirles nada a los chicos. Las copleras y los copleros cantaban después de que los ofrendantes tomaban el vino para brindar con la Pachamama. Nahuel volvió a su casa con sus familiares cantando una copla: Pachamama, Santa Tierra haz que suba este cerrito sin cansarme, mientras pega- ba saltitos al finalizar la copla. Al día siguiente Nahuel se levantó solo, sin que su madre lo despertara. En la cocina se encontró con que su madre lloraba desconsoladamente. -¿Mamá que te pasa? -Murió la abuela Francisca, Nahuel. Ayer durante la ceremonia su cigarrillo no termino de apagarse hasta el final. Nahuel se entristeció, pues la abuela Francisca además de tejerles los gorritos a todos sus nietos también les preparaba unas galletas con naranja para que comieran en el recreo de la escuela. Entro corriendo Newen que les dijo: -¿Dónde está la abuela? La vecina Rosa pregunta por ella. -La abuela falleció hoy; ayer durante la ceremonia su cigarrillo no termino de apagarse hasta el final. La Pachamama nos habló. Newen y Nahuel se miraron en silencio y supieron que si, efectivamente la Pachamama se había cobrado una vida. Observaron por la ventana como quizás el viento que levan- taba la tierra rojiza se llevaba al Qhochapampa de la abuela Francisca. LLAMARADA Luis Ávila ya desde chiquitito le gustaban las aventuras peligrosas tanto que cuando tuvo la oportunidad se escapó de la casa a los diez años para visitar a sus abuelos que vivían en la otra punta de la provincia. Gracias a que la madre, previa intuición maternal supo dónde estaba el hijo del medio, Luis volvió a su casa en un micro al que fueron a despedirlo sus abuelos maternos. Por suerte o por destino la aventura no paso a mayo- res, pero la afición por las aventuras no lo abandono aun cuando Luis Ávila era un mu- cho con pelos en la cara. Cuando cumplió veintiún años su madre por una grave enfermedad murió dejándolo solo. Entonces decidió irse al norte, de donde provenían sus abuelos maternos. Empren- dio el viaje provisto de una mochila lo suficientemente grande como para que le entrase en ella una muda de ropa, una pequeña garrafa para cocinar, una pequeña olla y una bolsa de dormir. Además se había preocupado de comprarse un encendedor y una caja de fósforos por si llegara a perderlo. Iba caminando, tan cansado, una noche fresca en la oscuridad de las sabanas de Apure, que se tiró a un costado de la ruta a dormir. Entre dormido sus ojos vieron una bola de fuego que se estiraba y se encogía a la vez que se metía en unas matas. No parecía un fuego común pues las llamas no eran capaces de hacer las volteretas que estaban viendo sus ojos cansados. Se levantó y decidió acercarse a la bola de fuego que estaba como a unos cincuenta metros de distancia de donde se encontraba él. A medida que se iba acercando la bola de fuego parecía que se dirigía hacia él. Todo le resultaba muy ex- traño, sin embargo no estaba asustado. Al tenerla tan de cerca a unos siete metros de distancia, percibió que al estirarse tomaba forma de humano. Supo que estaba frente a lo que se llamaba ánima o espíritu. Sin saber cómo dijo: -¡Maldita ánima, vete de aquí! La bola de fuego se alargaba, se achicaba y desaparecía en las matas. Luis Ávila se detuvo para ver si el alma venía hacia donde estaba él. Estaba en lo cierto. El alma en pena apareció en una mata y se achicó en el medio de la ruta quedándose sin mover. El muchacho pudo ver como la bola de fuego tomaba la forma humana. Estaba a unos po- cos metros de Luis. El muchacho sin pensarlo le grito: -Alma en pena, ven y dime, que yo no soy tu enemigo ¿ Por qué te le apareces a los caminantes? La bola de fuego se achicó al tamaño de una pelota de fútbol y se agrandó hasta tomar forma de llama. Una de las llamas fue a caer muy cerca de los pies de Luis. El alma en pena siguió lanzando llamaradas que caían muy cerca del cuerpo del muchacho. Luis miró a su alrededor y comprendió que estaba cercado por las llamas que formaban un círculo alrededor de él. De inmediato comenzó a toser y antes de desmayarse y perder el conocimiento imploró la ayuda de su madre. Luis Ávila durmió entre pesadillas atroces de fuego y sangre. A la madrugada logró despertarse. Tenía un desagradable gusto a cobre como si fuera sangre oxidada. Oía con agradecimiento a los pájaros que volaban cerca de él. No estaba solo. Lo que había su- cedido la noche anterior no lo sabía, no lo recordaba. Solo sabía que estaba en un desier- to y que portaba una mochila con utensilios. Más no se acordaba por qué razón estaba en ese lugar. El mismo resultaba ser un extraño para sí mismo. Mete la mano en el bol- sillo derecho, buscando algo, encontró un bollo de papel, lo desarmó y volvió a saber cual era su nombre, escrito sobre ese papel, cuya letra, ahora sí que recordaba, pertene- cía a su madre. Salió apurado a la ruta a ver si alguien que pasaba se ofrecía a llevarlo al próximo pueblo. Un auto color azul cubierto de polvo cuyo conductor se llamaba Bi- lardo se ofreció llevarlo sin más al próximo pueblo, Las Cuevas . Al muchacho el con- ductor le pareció de fiar y se animó a contarle lo que le había sucedido esa noche. El conductor lo miro fijo y le dijo: - -¿Vos no sos de por acá, verdad? -Sí, ha acertado. No soy de por acá y he venido a visitar la tierra de la que provienen mis abuelos maternos. -Lo que has visto no es un espejismo, ni mucho menos. Has visto a la bola de fuego, el alma en pena que se les aparece a los caminantes. Todos los que viven por aquí o un poco más lejos lo conocen perfectamente pues se les ha aparecido también. Falta poco para el próximo pueblo. ¿Te dejo en ese o seguís para el próximo? -Me bajo en este. Más adelante veré si sigo camino. El conductor lo dejó en Las Cuevas y cuando Luis miro hacia atrás el auto no estaba como si nunca hubiese existido. Luis se dispuso a recorrer las calles de tierra del pue- blo. Luis Ávila vagabundeo por las calles hasta que se percató de que no había nadie en él. De pronto, comprendió que se hallaba en un pueblo de fantasmas. LA MORDIDA Santiago escuchó de lejos el ladrido de un perro, al principio tenue después más fuerte como si estuviera ladrándole a alguien que él consideraba peligroso. Se preguntó si realmente era necesario ir hasta el otro lado del sótano, pero se acordó que el capa- taz lo reñiría si al otro día no le llevaba los bulones que le faltaban a la máquina. Santiago echó a andar por el pasillo que lo llevaba hacia la puerta externa cuando escu- chó que de la puerta abierta de la oficina, una voz decía: -¿Pero ya es hora de soltarlo del sótano? -¿Cómo? Pensé que ya lo habías hecho. No podemos perder tiempo. La época viene muy mala. El muchacho se preguntó de quien estarían hablando ya que en el sótano lo único que se guardaba eran herramientas, algún otro mueble que no se usaba, productos de lim- pieza para las maquinas como para limpieza de la misma. Tampoco sabía de quien eran las voces que había escuchado. La puerta del sótano estaba cerrada pero el capataz a la mañana le había dado las llaves que llevaba en el bolsillo de su pantalón. Al abrir la puerta le pareció haber escuchado un gruñido. Se extrañó, era imposible que un perro viviera en el sótano. Se hubieran en- terado todos los empleados de la fábrica. Prendió el botón de la luz y se dispuso a bajar las escaleras del sótano. Otra vez escuchó el gruñido de un perro; esta vez mas persis- tente que el anterior. No se amedrentó y siguió bajando los escalones de metal por la es- calera bastante empinada. Cuando llego al último escalón entonces lo vio. Era un enor- me perro mucho más grande que un perro común que llevaba una pesada cadena de hie- rro atada de su cuello. El perro le mostró los dientes con una saña nunca antes vista por Santiago. El perro comenzó a avanzar mientras le gruñía de forma feroz al muchacho. Este, viendo que la situación era insostenible comenzó a subir los escalones hacia atrás mientras le sostenía la mirada al perro rabioso que había empezado a ladrar y a seguir al muchacho. Santiago vio que la salida era correr lo más rápido que pudiera por la es- calera y arremetió a la carrera pero antes de que alcanzara la puerta sintió que el perro le agarraba el ruedo del pantalón. El muchacho preso del miedo tiró con todas sus fuer- zas la pierna hacia su torso y logró soltarse del perro. Santiago saltó los tres escalones que le quedaban hacia la puerta y la cerró la de un golpe. El muchacho una vez recompuesto del peligro se percató de que el ruedo del pantalón estaba destrozado por la mordida del perro y se lograba ver por los trazos irregulares del ruedo del pantalón que había sido hecha claramente por la dentellada de un ani- mal. Se oía desde afuera del sótano los ladridos furiosos del perro que no había podi- do hacerse de la presa. Decidió presentarse así como estaba al capataz. - ¿Qué te paso Santiago? Te pedí que fueras al sótano no al cañaveral. -De allí vengo, del sótano. No sé cómo ni por qué había un perro enorme allí adentro que cuando me vio quiso atacarme. Aquí está la prueba- y se señaló el ruedo del pan- talón roto. El capataz se lo quedo mirando de arriba abajo como si no pudiera entender que le había pasado al muchacho. De golpe, recordó a su abuelo, rodeado por todos sus descendien- tes incluido él, contarles la historia del perro negro, que los indígenas llamaban el fami- liar, que no era nada más y nada menos que el demonio en forma de perro negro que pactaba con el dueño de la fábrica para que este le entregara una víctima a cambio de la prosperidad tan deseada -¡Es demasiado extraño! Se nota claramente que te ha atacado un perro. Habían encontrado a varios trabajadores muertos en el cañaveral con rastros de haber sido atacados por alguna fiera; todo era muy extraño, pero lo sucedido al muchacho era para atar cabos. Habría que ir a investigar, pensó Estévez. -¿Qué sucede aquí? –dijo una voz que a Santiago le resulto demasiado familiar ya que le pareció haberla escuchado cuando paso por la oficina con la puerta abierta. -Mandé a Santiago al sótano a buscar unas cosas para la maquinaria y mire cómo ha vuelto, Señor Neuman. Santiago se quedó de una pieza al escuchar que la voz familiar era del patrón de la fá- brica. -¡Patrañas! ¡Eso lo inventó el muchacho para tapar que en vez de ir al sótano fue al ca- ñaveral a rascarse el ombligo y con tanta mala suerte que lo mordió un perro salvaje! -¡Eso no es verdad, señor! -Cállate muchacho o te arrepentirás de hablar demasiado. Has tenido una mala conducta así que te suspendo por dos días. -¡Señor no haga eso!-le suplicó el muchacho. -Yo soy el dueño y decido lo que se me canta. Estévez, dale las horas libres que le faltan y que no vuelva hasta el viernes. -Sí, patrón. El señor Neuman dio la vuelta y desapareció por el pasillo. Estévez miró de forma grave a Santiago y le dijo: -Toda la situación me resulta extraña pero tengo que suspenderte como dijo el patrón por qué si no yo me veré en problemas. Vete a cambiar y espérame en la parte de atrás de la fábrica. Cuando sea el momento de salida del trabajo yo iré allí a investigar que es lo que pasa en el sótano. Y vos te quedas esperando afuera. -Está bien Estévez. El muchacho fue a cambiarse y espero pacientemente a que se hiciera la hora de salida de los trabajadores. Cuando el sol bajó y dejó paso a la luna en el cielo que bordeaba a los cañaverales se hizo presente el capataz . Entro sigiloso por la puerta de atrás de la fábrica y se acercó a la puerta del sótano que estaba abierta y vio que el patrón y el hijo mayor de este le daban de comer a un enorme perro negro que ruidosamente destrozaba un enorme hueso con carne. Estévez se acomodó detrás de la puerta para que no lo vie- ran. La oscuridad no iba a tardar en caer alrededor de la fábrica pero el peligro se podía oler en la claridad que todavía daba la luz del día. Al principio no se fijó pero vio al fi- nal que apoyada sobre el suelo ostentaba con todo el fulgor de su brillantez la cadena gruesa a la que estaba atado el perro que ya harto de la comilona se acurrucaba contra un sillón derruido como si fuera un perro inofensivo y común. El capataz inclinó la ca- beza como si se dispusiera a rezar. Estévez sintió que la paz estaba con él y quizás la muerte se lo llevara consigo pero no había tiempo que perder. Se abalanzó hacia la es- calera del sótano. Estévez repitió en su etnia las palabras que hubo aprendido en la in- fancia para enfrentar el mal que le ha enseñado su abuelo y bajo las escaleras con cui- dado. El hijo de Neuman lo vio y tomo un arma de la mesa, le tiro a Estévez, pero tuvo la ma- la suerte. El capataz logró llegar al final de la escalera y se tiró contra el hombre que estaba de espaldas. Ambos rodaron en el piso mientras el muchacho trato de no errar el tiro esta vez. El perro ladro tanto que tapo el sonido del tiro que cayó sobre el cuerpo de Neuman. Estévez al darse cuenta que el tiro impacto se incorporó rápidamente y peleo para quitarle el arma al muchacho. Se escuchó un tiro y posteriormente el quejido de un animal. El muchacho forcejeo con ferocidad y apretó el gatillo. Estévez pensó al atravesar la oscuridad de la muerte que morir en una pelea a la que nunca había planea- do lo liberaba para él, de la mediocridad en que se había convertido su vida desde que había entrado a trabajar en la fábrica de producción de azúcar. Cuando llegó Santiago con la policía se encontraron con la cadena a la que se hallaba atado el perro y todos los hombres muertos.