viernes, 31 de diciembre de 2021

LA MÚSICA DE LOS MUERTOS

 

 



A una edad sonaba música como escafandras insertadas en la cabeza, todo el tiempo, como si transmitieran todas las nebulosas del espacio al mismo momento, bajo la sombra del anillo de Saturno como un alero. Esa música un día empezaba a bajar de volumen subrepticiamente como si tuviera miedo de ser escuchada. Cuando eso pasaba, uno dejaba de ser lo que en ese momento era. Pero no era el caso, ni de cerca, de la época en que escuchábamos la música de los muertos; eso es lo que decía Samiet, que los muertos hablaban a través de la melodía una vez que eran arrojados al espacio. Entonces la música sonaba como el anticipo o el anuncio de que alguien había muerto o como si repentinamente, ese sonido sonara al agua que cae lentamente como una lluvia y nos despierta del trance, del aletargamiento en el que habíamos caído como zoombies sin saberlo. Sin embargo, eso fue una manera de también hacernos acordar, que pese a todo estábamos vivos aun.

Donde vivíamos en aquel entonces era una enorme planta irregular de acero que se levantaba encima de una parte de la superficie del primero de los anillos de Saturno. Como los rayos del sol eran tan débiles se podía salir afuera del establecimiento sin ningún protector de los ojos porque el reflejo no quemaba los ojos, pero si teníamos que tener la boca bien tapada con una especie de metal con mezcla de un gas propio de la zona. Ya de chiquititos nos obligaban a usarlo. Una vez uno de los hijos de los guardias salió a la intemperie sin el cubrebocas; no volvió. Nunca nos enteramos que había pasado allí afuera. Lo único que alcance a escuchar detrás de una puerta fue que el jefe de los guardias, le dijo al padre y a la madre del niño: -Cuanto menos se enteren mejor es. Llegué a conocer todo el establecimiento en el que nos había tocado vivir apenas tenía pocos años y eso que no puedo decir que era gigantesco, apenas llegaba a cubrir menos de la centésima parte de la superficie total del anillo. Pero era una construcción completamente sólida, de metal y gas que pudiera ser compatible con los gases que poseían por naturaleza los anillos de Saturno: parecía haber empezado su construcción en el patio central, donde se reunía a la gente a través del llamado de una voz que cortaba los oídos como un cuchillo; todo lo demás que rodeaba al patio parecía más nuevo, pero alrededor del edificio central se hallaban otras construcciones, mucho más pequeñas, pero hechas del mismo material. Mucho tiempo después de la muerte del niño, supuse, mirando cómo se miran a cierta edad las cosas que se suponen que deben tener un nombre, que se habían construido celdas; es decir que eran prisiones. Nadie quiso escuchar que esas construcciones que parecían hangares eran en realidad celdas para prisioneros. Varios se me rieron en la cara, otros no dijeron nada. Mi padre me dijo, Aja, y me miro creo que con extrañeza, sin embargo, agrego como quien no desea ser escuchado: -No lo divulgues, cuando menos se enteren mejor es. Y me dejo sola pensando que podría haber allí dentro. Le conté mi sospecha a Samiet, mi mejor amigo por ese entonces. Él si me creyó. Entonces elaboramos un plan: entrar sin ser vistos a uno de los hangares. No estábamos seguros sí de entrar de día o de noche. No veíamos a nadie que vigilara la entrada en ningún momento. Estábamos carcomidos por la curiosidad, sin pensar que podría haber algún tipo de consecuencias. Quizás por la ansiedad que nos daba descubrir algo nuevo nos decidimos pronto a ingresar en ese espacio desconocido y prohibido. Fue fácil salir del ambiente en el cual se había asentado un hogar, que estaba constituido por mi padre, dos hermanos y yo, donde además vivía la comunidad Asiet 24 a pesar de que había una vigilancia extrema. Samiet estaba adelanta- do dos años más en aprendizaje tecnológico. Para él fue como un juego de niños desenmascarar los códigos que permitían el acceso a las puertas. Cuando estuvimos fuera del edificio corrimos hacia el lugar donde se hallaban los hangares que creíamos prisiones, sin dejar de correr y con la adrenalina al tope, llegamos hacia una puerta por la que entramos, una vez Samiet descifro el código de apertura de la puerta. Ingresamos y lo primero que vimos fue un pasillo que nos dirigía a otra puerta. La abrimos y caminamos bien hacia adentro de la construcción, atravesando varias puertas con insignias que nunca habíamos visto, hasta llegar a una sala grande, con ventanas a un costado, por lo menos había cinco ventanas circulares que daban a un espacio libre por el que mirando para arriba se veía el cielo repleto de nubes grisáceas en las que destellaban como puntos las estelas de la galaxia. Ese era nuestro habitual cielo. Pero, no sabíamos si fuera de la sala, en ese espacio libre, que tenía a un muro de piedra rocosa típica de la región, con protuberancias transparentes que se desdibujaban y se dibujaban a la vez en mil formas distintas, con ventanas hexagonales, quizás hubiera otro ambiente más. Así que sin pensarlo más nos adentramos, abrimos la puerta que también poseía códigos para poder abrirla y nos encontramos en el espacio libre donde se podía divisar el cielo sin problemas, una vez, que se alzara el cuello hacia el mismo. Sin embargo, en el espacio libre no había absolutamente nadie, excepto nosotros dos.
-¿Y qué te creías?-pregunto Samiet con un dejo de rabia en la voz-¿Qué íbamos a encontrar a humanos atados a cadenas de casi cien años de existencia o a enfermos postrados en literas cuidados por humanoides listos a precipitarse con una hilera de pócimas galácticas?¿O acaso pensabas que íbamos a encontrar maquinaria nueva o incluso seres de otras galaxias? -¡Pues no lo sé! ¡Solo sé que estamos aquí y que no nos ha costado entrar como si fuéramos miembros del grupo de cancerberos de la comunidad!-le conteste, un poco furiosa también porque no habíamos encontrado a nadie- ¿Acaso teníamos que encontrar algo o a alguien? Samiet se me acerco y me tomo del brazo, salimos rápido de allí. Al llegar a la puerta de entrada nos dimos cuenta de que se hallaba abierta, titubeamos y salimos. Afuera se encontraban dos guardias listos en posición de atacar. Una estrella refulgió con toda su intensidad resaltando todo el ambiente. -¿Qué hacen aquí? ¡Esto es propiedad privada! -¡Pensábamos que era de la comunidad, como todo lo que es de aquí!-le contesto Samiet en un acto de valentía. -¡Usted no está en condiciones de contestar, ni de preguntar! Nos tomaron a ambos de los brazos y nos llevaron hacia la sala donde se confinaba a los que por alguna razón osaban desafiar las estrictas normas que se delimitaban dentro de la comunidad. De Samiet me separaron. Me llevaron a otro lugar que no sabía que existía mismo dentro del edificio donde vivíamos. Me arrojaron sin ninguna contemplación a un ambiente minúsculo. Esto si era una celda. En el suelo había literas casi pegadas al piso, a un costado una columna que daba luz y una ventana de forma circular, pero por la que no se podía divisar nada. Una vieja con la piel como un papiro señaló un lugar y me dijo que me acostara allí. No se por qué obedecí. La vieja no se movió del lugar y me dijo: -Cuando menos se enteren, mejor es. -¿Qué es de lo que no debo enterarme? –Dime, muchacha. ¿Por qué has llegado hasta aquí? –Con un amigo ingresamos al espacio prohibido donde se encuentran los hangares. -¿Solo por eso? Es como un juego de niños. Tiene que haber algo más-me dijo la vieja mostrando la hilera de dientes amarillos al hablar. Me quede mirándola por unos segundos que resultaron ser una eternidad. No se me ocurría nada. Para mí la vieja hablaba en códigos ininteligibles o tal vez estuviese loca pensé. -¿Y usted cómo fue que termino acá?-contraataque atrevida. -¿Cuántos años tienes? -Adivine. –Trece años. –Usted es adivina, verdad? -No, no soy adivina. Solo tengo muchos años más que ti. –Pero no ha contestado a mi pregunta. –Quizás no fue el hecho en sí, sino de lo que te olvidaste al salir del edificio de la comunidad. ¡Creo que has perdido algo!¡Y los guardias lo han descubierto! -¿Entonces me quedare encerrada aquí dentro por muchos años como usted? -¿Y quién te ha dicho que hace mucho tiempo que permanezco aquí? Entonces, la vieja me miro con los ojos muy brillantes y dijo: -Cuando me encerraron hace un tiempo, a esta altura ya no recuerdo de qué lado de Saturno daba el sol. Debe ser porque estar siempre encerrada y hablando con una misma le hace a una perder los recuerdos. No importa ya. Te estaba diciendo que cuando me encerraron, no sé si por descuido de los guardias o si por protocolo no me quitaron las pertenencias. -¿Y entonces?-la interrumpí deseosa de que terminara de una vez con su historia. –Niña, la ansiedad nunca es buena. Bueno, proseguiré-la vieja se interrumpió y con sus manos huesudas saco algo del bolsillo de su túnica sin que yo pudiera ver realmente que era-Cuando salí del edificio de la comunidad ya estaba cansada de todo esto, sabes llega una edad en que te cansas de que las situaciones sean siempre iguales. Ya lo vas a entender. Por tanto, ese día pensé: soy ya grande como para estar viviendo siempre lo mismo, y bueno-abrió sus dos manos dejando ver el cubrebocas brilloso y gaseoso, el común que la comunidad nos obligaba a usar cada vez que nos exponíamos al aire enrarecido de Saturno. -¡Entonces es mentira! ¡No sirve para nada! ¿Acaso usted no tendría que estar muerta? No hubo tiempo de que contestara. La puerta se abrió y de inmediato dos guardias me tomaron por la fuerza y me sacaron de allí. Me tuvieron no sé cuánto tiempo frente al tribunal comunal contestando una y otra vez la misma clase de preguntas. Tuve suerte de salir viva de todo eso; mientras que otros no. Todo por poseer la suerte de que mi padre fuera pariente de uno de los integrantes del tribunal.

Pero eso fue hace mucho tiempo, en una época en que el vislumbrar la verdad decepciona tanto o más que la que se tiene desde la mirada de un adulto. Samiet ya no se encuentra más dentro de la comunidad Asiet 24. Tampoco tiene mucho sentido recordarlo ahora. Detrás de los cristales parecía que llovía, sobre el techo de los hangares gris metalizado, ese sonido que sonaba al agua que caía lentamente como una lluvia, que se ya no se escuchó más como si se hubiese cambiado de lugar o como si naciera otro tiempo u otra atmósfera menos pútrida, que por su misma luz no dejase escucharlo. O quizá fuera porque de un momento para el otro habían cambiado las reglas dentro de la comunidad Asiet 24.





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viernes, 8 de octubre de 2021

Parte II



Aquella misma tarde, cuando la indignación bullía en el pueblo, se nos anunció el 
despacho de las cincuenta naves. El fuego se encendió entonces en las fundiciones de 
los bronceros, mientras los trabajadores traían el polvo de la piedra ya hecho trizas de las canteras. Y ahora, transcurridos los días y las noches, como si fueran las mismas yo 
contemplaba las embarcaciones alineadas una detrás de la otra en perfecta hilera, con 
sus quillas potentes, sus mástiles  con su bandera del imperio faraónico, que descan- 
saban entre las aguas verdes del Nilo y me sentía un poco dueño de esas construccio-
nes colosales, que un portentoso ensamblaje de sus materias primas junto con el 
trabajo incesante de sus esclavos, que provenían de diferentes pueblos, cuya verda- 
dera procedencia ignoraban los de acá, transformaban mi mundo en corrientes de 
fresco aire capaces de llevarme a donde desplegábase en acta de grandezas el 
máximo acontecimiento de todos los tiempos, que debería acontecer, apenas se termi-
nara la construcción de la pirámide. 
  Al observar las filas de cargadores de materias primas, de camellos andadores que 
transportaban a comerciantes, de cestas, que ya se dirigían hacia la gran ciudad, 
crecía en mí, con un calor de orgullo, la conciencia de la superioridad del que sabe.
Ellos nunca pasarían bajo las cámaras  que siempre ensombrecían, en esta hora, los 
fuertes espíritus del faraón y su consorte, que esperaban ungirse del acre perfume 
que se huele del polvo de la arcilla roja de la  cámara subterránea. Ellos nunca 
conocerían lo que era asistir al templo de Horus en la hora en que el sol tapaba a la 
luna, que ahora íbamos adorar. Durante días y días nos habían hablado, los mensajeros 
del faraón, mi señor de Egipto,  Keops, de la insolencia de uno de los jefes del ejército   
que se quejaba por detrás de la miseria, que amenazaba a nuestro pueblo cuya culpa 
arrojaba a la arrogancia de su rey, que hacían mofa de la construcción de la pirámide; 
sin tener nunca la sapiencia  de para qué se estaba construyendo. Trémulos de ira, 
supimos de los retos lanzados por los jefes subversivos a nosotros, los encargados 
de la construcción e ideación de la pirámide.
  Y me tocaría a mí, Hemiunu, Visir del gran faraón Keops, hijo de Nefermaat,  la suerte 
de ir al lugar en que nacían las gestas cuyo relumbre nos alcanzaba por los relatos de 
los envidiosos poetas griegos, que imaginaban historias fraudulentas con el solo fin de 
atacar ; me tocaría a mí, la honra de contemplar la gran pirámide de Giza como insig-
ne constructor y como Jefe de todos los trabajos del Rey, y de dar mi ímpetu y mi 
fuerza a la obra de tan aspirada magnificencia.
  
  Pero, ahora me encontraba esperando la orden, para determinar la ejecución de la 
primera de las cuatro pirámides hechas especialmente para los cuatro hijos del faraón. 
Mi padre estaría realmente orgulloso de mi proceder, puesto que sabía que era digno 
hijo de él, y no podía poseer cualidades insignificantes como miembro de la realeza 
egipcia. 
  Pero él sabía que el faraón era el más osado y ambicioso de su linaje y que, muy pron- 
to destacara en su función, no tardarían en aparecer detractores.                                              
  Como la llovizna de aquel atardecer me repicaba en el brazo mal abrigado por haberse olvidado su sirviente Akil, la doble túnica abierta de lino marrón—anublado como lo estaba ya quizás por el aguardiente y la comida copiosa que, a veces se le destinaba a los sirvientes reales, una vez que la comida era desechada por la familia real.
  Sin embargo, lo que me preocupaba especialmente eran las dos estatuas de león que
se habían mandado esculpir por orden real del faraón. Las dos estatuas eran copia 
fidedigna de regios ejemplares que habitaban más al sur del rio Nilo. Nunca se les ha-
bía permitido a la servidumbre, ni siquiera a Akil, que osaran ver antes de la celebra-
cion de la culminación de la gran pirámide, a las divinas estatuas de los felinos. Aun me 
parece ver delante de mí los enormes ojos tallados de los felinos resplandecer en un ex
traño verde muy parecido al color, que poseen las esmeraldas expuestas a la luz diur-
na. Lo peor o lo más tenebroso fue cuando estaba dirigiéndome a la salida, que escuché un sonido, como si fuera un resoplido gatuno y cuando me di la vuelta para mirar vi al animal súbitamente vivo, que se estiraba y se arqueaba tal cual lo hacen los felinos. Di unos pasos hacia adelante para ver mejor, y me detuve bruscamente al notar con mis ojos sorprendidos, que el animal había vuelto a su posición de estatua. 
—¿ Que sucede gran felino que te has despertado?-le dije como si pudiera contestarme.
  Quizás había sido mi cansancio, después de una ardua tarea en la supervisión de la 
obra, que otra vez vi el destello verdoso emerger de la pupila de la estatua como 
contestando a la pregunta. Las dos estatuas viajaban en la amplia nave como si fueran                      miembros de la comitiva real del faraón. 
—¡Akil! ¡Akil!.
  Como tardaba en responder, me levanté presuroso del aposento como pude, pese a mí robustez y rápidamente abrí las cortinas de lino pesado que hacían de puerta. De inmediato tuve al rostro ancho y rústico de Akil delante de mi nariz. Le sentí un olor extraño a kapet. Me pareció sospechoso ya que los únicos que podían entrar al lugar asignado eran los sacerdotes que tenían el deber de ungir las estatuas.  —¿Qué desea mi amo?
—He plantado un rico tributo de kapet para ir por el templo temporario de las estatuas para tu curiosa nariz. 
  El sirviente no profirió palabra alguna como no entendiendo lo dicho. Pero mi nariz estaba segura de que el olor a kapet sagrado provenía de la ropa de mi sirviente. Di una vuelta completa alrededor de él, el sirviente no se inmutó. Sin embargo, el olor a kapet provenía de sus ropas.                                            -¿Has estado en la sala especial reservada para las estatuas?
Como el sirviente no contestaba, me hizo perder la paciencia y lo agarré por el brazo.
-¿Te comieron la lengua los felinos que son estatuas? ¡Contéstame! 
-¡Yo no hice nada amo!
-¿Entonces por qué tienes olor a kapet en tus ropas? 
-Será que a usted le parece que el olor sale de mis ropas. 
-¡Sigue mintiendo que entonces te llevaré a que te juzgue el faraón!
-¡No, mi amo!¡No!¡No, no lo haga!
  Entonces, el criado del cuello de su túnica sacó la cruz dorada, Ankh, la llave del Nilo  y comenzó a decir palabras incomprensibles en un idioma extraño a mis oídos. Lo único que atiné a hacer fue correr de mis aposentos a buscar a la guardia real. Lo más extraño de todo, fue que al pasar por el área designada a las estatuas, de la cortina entreabierta se vislumbraba una luz verde. No tuve miedo y entré. Las dos estatuas de forma amenazante saltaron de sus tarimas y me hicieron frente con sus ojos verdes repentinamente brillosos mientras rugían con voz ronca. Eran fieras indomables. Como un sonido lejano escuché la letanía que formaban las palabras todavía dichas del sirviente Akil, quise retroceder para correr, pero un zarpazo dado por uno de ellos me hizo caer al suelo. Con la gran cola de león que poseían comenzaron a dar vueltas  mientras gruñían amenazadoramente… 

El gran conjunto de estrellas blanquea el firmamento desde donde me encuentro ahora. Contemplé largamente la gran pirámide que se imponía frente al paisaje circundante. Tenía ganas de llorar.
—¡La gran tumba que me retiene como a un pájaro en su nido!-gimo pero nada puede devolverme a mi amada región egipcia, entonces debo dormir en la eternidad para siempre con la imagen del símbolo Ankh, maldición en forma de cruz con un asa, delante de mis ojos.                   
        

lunes, 13 de septiembre de 2021

LA SEMILLA

 Varias veces cayó la pregunta de lo alto de las nubes como algodón del cielo. Pero ella  

no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta una 

larga hilera de toses que no la dejaban casi ni respirar. Ya habían descendido las tejas, 

cubriendo las plantas y la parte de piedra laja con el nylon negro. Arriba,  de entre los 

picos del techo se desprendían pequeños escombros de mampostería, que se 

caían como si fueran mariposas como si no supieran que estaban hechas de cales y de 

yesos. Y por el paisaje que se divisaba detrás de edificios más nuevos mezclados con 

copas de árboles frondosos que iban desdentando la enorme vista del cielo inmen-

samente celeste —despojados de su secreto—nubes como guirnaldas, contornos 

como antifaces y cornetas blanco grisáceas que parecían que colgaban de la inmen-

sidad del cielo dando la idea de que el festejo se había hecho en el cielo. 

  Presenciando el arreglo de la morada, una Deméter con la nariz medio desviada hacia 

la derecha y el pelo desvaído de lo que, en un estado anterior debió haber sido la forma 

del ondulado mota, marrón veteado de canas doradas , se erguía en el escalón que da-

ba hacia la otra casa, la de abajo. 

  Vestidos por el sol en horas de sombra, los pequeños colibríes del árbol se alimenta-

ban  del agua densa y tibia que daba el bebedero colocado en la baranda de la escalera 

mirando con el ojo avispado a  aquellos obreros, que con turbantes de tela sobre sus  

cabezas, iban modelando el techo angular de la casa.  

  La mujer se había sentado en la parecita rodeada de la reja con la barbilla reposando  

en su pecho, miraba el subir y bajar de los baldes en que viajaban residuos  de material 

del tejado. Oíanse, en sonido desafiante y molesto al oído que provenía de la calle cen- 

tral de la ciudad  mientras, arriba, en el tilo que arreciaba con despuntar sus flores, 

sobre las ramas, los  gorjeos de aves que pertenecían al pichón, de la familia Columbi-

dae sonaban en todo su esplendor. 

  Entonces uno de los obreros, que no se había movido durante la quita de los 

escombros por parte de sus otros compañeros, hizo gestos extraños, de espal-

das a la mujer que se hallaba como descansando en la parecita, volteo su collar 

de cuentas con una extraña cruz dorada sobre el frente de la amplia casa.

    Los tejas nuevas color ladrillo volaron al techo, adornando lo alto. Las piedras lajas      

  fueron a cerrar los boquetes de la superficie del piso sin hacer. Los tirantes de ma- 

  dera fueron claveteados en sus orificios ya marcados, mientras los tornillos para las 

  tejas volvían a hundirse en sus respectivos agujeros, con rápida rotación. En los 

  canteros muertos, removida  la tierra hacia días fueron corriendo las flores contentas  

  de estar todas juntas en hilera dispuesta, las tejas rotas fueron en sonoro torbellino 

  directo a caer en la bolsa de escombros.

  La casa revivió, traída nuevamente a sus proporciones habituales, esplendorosa co-

mo lo había sido en su comienzo.  

  La Deméter también pareció revivir. Hubo más belleza en la morada. Y el mur- 

mullo de los pajaritos cantando  llamó a recuerdos olvidados.

  El obrero más viejo de todos también ataviado  con un pañuelo blanco puesto 

como un turbante  alzó la cruz de su collar en lo alto de la puerta principal de 

reja, y comenzó a invocar suavemente una letanía de códigos. Sus palabras 

sonaron a profundo. Cuando paro de decir la letanía un estremecimiento corrió 

por los cuerpos  de los obreros, y gentes vestidas de túnicas blancas murmuraron 

en todos los rincones de la ciudad, al compás de canciones ancestrales antiguas. 

  La mujer que se hallaba sentada con su barbilla hundida en su pecho brusca-

mente levantó su cabeza como impulsada por algo. Era el atardecer. Miro la hora 

en su celular, acababan de dar las seis de la tarde. 

—¿Quién soy?-se preguntó. Entonces, le respondió al fin al cielo: —Soy todas las 

almas que fui antes ahora integradas en una sola.  


                                                                    



miércoles, 4 de agosto de 2021

EL MIEDO

 



Estás sola en esto sí, es verdad, como mujer madura que sos. Sí, antes no estabas igual. Nadie estaba igual, pero más malo por conocido que bueno por conocer, ya sabes que no es lo mejor. Por algo te separaste. No me puede pasar nada, estas tranquila. ¿Estoy tranquila? Por favor, que me llamen de una vez. ¿No es mucho pedir? Quizás, para ellos, que son los que están del otro lado, todo es más fácil. Es como decir que están del otro lado del mostrador, nada más que yo no estoy comprando nada. Solo estoy esperando. ¿Pero cuantos minutos van ya? Estuviste cuanto tiempo aguantándote el dolor, más toda la porquería de antibióticos que te hincha la panza como un globo. Vos ya llevas veinticinco días esperando que te atiendan por que no podes pagar un profesional privado. No tenés la culpa. ¿Culpa de qué? Culpa de ser demasiado descuidada. Se me paso. ¿Acaso no estábamos todos muertos de miedo de contagiarnos el maldi- to bicho? No lo nombres. Lo que tenés vos es peor que el bicho innombrable. Por lo menos ese dicen que dura catorce días, algunos tienen la suerte de que les dure menos. Otros tienen la desgracia de pasar al otro plano. No pienses. No voy a pensar en nada. Si pudiera pensar en otra cosa sentada en este sillón viejo de cuerina negro, parece que lo sacaron de un local del Ejército de Salvación. Voy a pensar en otra cosa. ¿Por qué no me pueden llamar ahora? ¿Por qué están llamando a los otros? Pregunta tonta, por que llegaste más tarde que los demás. Uno, dos, tres, cuatro. Van llamando de a tandas. ¿Y a mí para cuándo? Es cuestión de esperar. Después, vas a mirar el cielo raso, con la mirada fija, y te vas a decir que no te va a pasar nada. Parece de lujo el lugar. —¡Goncalvez!-me llaman. —¡Póngase la cofia! —¿Por qué me tengo que poner una cofia? —¡Ahora tiene que ponerse el delantal!-ahora me lo ordenan pero es una voz que sale de un altoparlante. Tomo el delantal que está en una mesa que es de acrílico cuya transparencia acopia como un espejo las imágenes circundantes. No tengo que ver, pero estoy viendo que todos los demás tienen como una goma de color verde, con unos ganchitos de metal insertados, que sale de la boca. Son androides, por sus movimientos autómatas, a pesar de que tienen todo su cuerpo completo como un humano, pienso con rapidez. Y yo estoy bien como si fuera lo más normal del mundo encontrarse en este lugar. No bajes la guardia. No mires más. Va a estar todo bien. Ya no hay más amenaza, estas en buenas manos. Desde la ventana con la cortina de plástico entreabierta busco algo que parezca normal entre tanta extrañeza; no se ve nada más allá del trozo de vidrio, abajo hay más pisos, no recuerdo si este es el cuarto o el décimo piso. Más allá, se divisaba el techo de una casa de dos pisos, todo cubierto de tejas coloniales, con ventanas de vidrios coloreados: azules y verdes. Alguno que otro árbol frondoso inundaba de verde el paisaje; aves con el pecho pintado de naranja y lomo verdoso se posaban en las ramas como prófugos de algo. La máscara esta tirada en el piso como si aquí adentro no circulara más el agente patógeno que nos puso en vilo a todos los humanos. —Espere en la fila y siga las indicaciones-otra vez la voz sin tono que sale del altoparlante. Un cuartito de un metro y medio por un metro y medio posee una silla que no sé por qué, me recuerda al asiento al que arrojan a los acusados de cadena perpetua en el país del Norte. Ahora, me ponen un chaleco que parece de fuerza. Estate tranquila. No sé por qué tanto cuidado si la única amenaza soy yo para conmigo misma. Maldita silla que es más incómoda que asiento de tren. —Siéntese ahí-otra vez la voz que ordena. ¿Me irán a hacer daño? Vamos por favor, apúrense. No sé qué es este lugar, no es el que me indicaron hace unos meses. Supuestamente, tiene buena reputación. Recuerdo el pedacito de plástico como un residuo, que en algún momento fue gas o líquido, para después ser solidez en la forma, y más tarde con el mismo descuido tuyo ser no funcional para tus dientes. Un androide con aspecto de ser mujer, también ataviada con el delantal transparente y la cofia le dice al otro androide, que me está atendiendo: —¿Cómo va todo? —¡Normal! ¡Aunque está costando! —¿Hay suficiente anestesia? —Sí. A mí nadie me aviso que me iban a atender estos robots con apariencia humana. Voy a arrancarme este delantal extraño y se lo voy a arrojar por la cabeza al androide que me está atendiendo. No, no debo hacerlo, se supone que saben. Son eficientes. No tengo que ponerme histérica. Lo único que falta es que llamen a un nosocomio. ¿Por qué siempre soy yo la que debe pasar por un infierno?
Otra vez cuando afuera, en la ciudad hay pestilencia, máscaras que se mezclan con el miedo, carritos de cartoneros por todas partes que deambulan como hormigas, soledades se abren quizás, al derrumbe interior, aquí dentro pareciera que entre la rapidez entra la calma; y otra vez me toman del brazo, como una lady voy, aunque en tu boca pugna por salir la bronca, la mugre que les pertenece también a todas tus ancestras, que callaron por que las hicieron callar. Me gustaría poder tirarlo y que ruede por el suelo como los muñequitos con los que jugaba de chica. ¿Lloraran? ¿Se quejaran? Me gustaría que pase un infierno como el que yo estoy pasando. El furor de ellas quedó atrapado en el instante en que alguna saltó a las vías, en los hijos no nacidos, en los cuerpos donde las larvas ya transmutaron a especies indefinibles, también quizás, en mi mandíbula que no muerde ni las palabras; en los secretos que se ocultan no hay lugar para ser desaforada, tal vez, por eso es consecuencia que mi boca esta siempre en carne viva. Ahora también está en carne viva mi boca, pero no veo nada, solo una especie de aguja que entra y sale de la misma con la rapidez que maneja el brazo del androide. Tengo en el cuerpo más anestesia que la que puede soportar un caballo. Cinco tubitos de anestesia vi pasar delante de mi mirada. Por eso no grito, por eso no salgo corriendo de acá. Entonces, escuchó decir, con voz atónita, al androide que me atiende con sus órbitas oculares que me dan miedo, que dirige su mirada desconcertada de la placa a mi boca abierta: —Falta en la parte inferior izquierda, la muela, pieza dentaria número 38.


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viernes, 25 de junio de 2021

El jardín

 

 

 

Aquel día, en que entré por primera vez en la casa, tropecé con unos diarios y rompí sin que-

rer el florero que llevaba flores secas. Herminia la empleada recogió religiosamente los peda-

zos del florero roto, sin decir nada  y los tiro al tacho de basura.  Como al pasar, cuando paso al

lado mío me dijo en voz baja como si tuviera miedo de que alguien más pudiera escucharla:

-Acá siempre pasan cosas raras.

   La casa estaba llena de tarjetas, de telegramas, de flores y de plantas, objetos de decoración  

caros (como para hacerle agradable la vista) que las amigas le habían mandado.   

—Sólo un niño bien recibe tantos regalos, comentaba una de las visitas, que era envidiosa de  

todo lo que le pasaba a la señora tanto lo bueno como lo malo-me dijo con tono respetuoso

Herminia mientras me conducía a la habitación de la patrona.

  La señora se encontraba reposando en su cama. No me vio así que pude observar con detalle

todo el mobiliario que tenía su cuarto. Me pareció muy recargado para la época en que se es-

taba viviendo, pero como portaba un apellido importante deduje que la cantidad de objetos

era normal.  

  Después de dar un resoplido parecido al de una vaca la señora se despertó y me  miro con una

expresión taciturna, que hacia juego con la papada flácida que tenía. Con voz asombrosamente

gruesa dijo:

-¿Usted quién es y que hace en mi cuarto?

-Soy la enfermera que usted contrató. Me llamo Catalina.

-Entonces haga su trabajo que para eso le pagan. ¿Dónde está Herminia? Llámela!  ¡Qué ne- 

cesito que me traiga uno de los regalos que me trajo una de mis amigas!

-¿Cuál es ese regalo?  ¿Se acuerda de cual es?    

-¡Claro que sí! ¡Cómo no me voy acordar!¡Estoy lisiada pero tengo buena memoria! ¡Necesito

que me traiga el cofre de bronce que me regalo Tania!¡Hágame el favor de llamarla!

-Sí, señora. Ya la llamo-le contesté y corrí a buscar a la criada.

La encontré limpiando la ventana del enorme comedor con un trapo y un limpiavidrios

haciendo un esfuerzo que no era propio de su edad.  

-¡Señora Herminia! ¡La señora quiere que le lleve el regalo que le obsequio Tania!  ¿Quie-

re que se lo alcance yo?

-No, déjeme a mí. La señora es muy estricta con la función que cumple cada uno-me respon-

dio dejando los utensilios sobre el borde de la ventana  y rápidamente tomo una caja envuelta

en papel madera en cuya tapa se veía una inscripción de un triángulo con un ojo dentro.

Me quedé mirando maravillada el jardín que se desplegaba ante mi vista. Gardenias, algunos

malvones de varios colores, ligustros enanos y rosales con rosas blancas y marfiles hacían un

espectáculo maravilloso y digno de apreciar. De golpe, toda la armonía del paisaje natural se

rompió al entrar en él una figura un tanto grotesca. Un hombre con la forma de su cabeza

ovoide y muy alto vestido con un mameluco azul pasaba llevando lo que parecía ser una

máquina de cortar pasto, pero que, sin embargo,  no hacia ruido. Me pregunté si realmente

la máquina estaría cortando el césped o si la tecnología había avanzado tanto que los arte-

factos no generaban sonido alguno.  El hombre siguió cortando el pasto hasta que el sol  

dejo de darle sobre su cuerpo.  Para mi asombro el jardinero nunca dejo de dar la espalda a la

ventana. La voz de Herminia me distrajo de la vista al jardín.

-Señorita. ¿Todavía esta acá? Vaya a cuidar a la señora que se encuentra muy agitada.

-Dígame, ¿Quién es ese hombre?  –y le señale al hombre vestido con el mameluco azul.

-Es el jardinero señorita Catalina. ¿Quién va a ser sino?

-Es que-iba a terminar pero Herminia me interrumpió diciendo:

-¡Ya sé que es raro pero tampoco es un monstruo!

-¡Yo no dije que fuera un monstruo!

-¡Pero lo pensó! ¡Vaya a cuidar a la señora que después se la agarra conmigo!

-Sí, Herminia. Ya voy.

 A veces no me doy cuenta con quien estoy hablando. Solo cuando voy a la casa de una se-

ñora no me contengo y hablo como una criada. Debe ser porque en mi casa no soy  criada de

nadie.  Pero ahora no era como en la época de su abuela en que las enfermeras gozaban de

cierta jerarquía. Había que llevarles la corriente a las pacientes por que en si eran las que pa-

gaban. Eso era lo primero que nos decían en la agencia cuando teníamos  la suerte de ser

contratadas.

Para sacudirme los pensamientos me froté rápido las manos y entré sigilosa al cuarto de la se-

ñora.

Ella se hallaba cómodamente sentada con un almohadón puesto detrás de su espalda y tenía 

un cofre de bronce en sus manos. La señora estaba como embobada y no se dio cuenta de

que alguien había entrado. Al fin, levantó la vista del cofre y me habló:

-¿Qué hace sentada como una marmota en la silla sin hacer nada? ¿Qué hora es? ¡Ayúdeme

a colocar el almohadón en la espalda que se me movió! ¿Qué pastillas tengo que tomar a es-

ta hora?

Me levanté y le acomodé el almohadón sobre la espalda mientras la señora resoplaba trabajo-

samente, pero por suerte no decía nada. Tomé el organizador de pastillas que se encontraba

sobre la mesita de luz y saqué la pastilla rosa que le calmaba los dolores de espalda. La seño-

ra se hallaba bien dispuesta y cuando le di el vaso con agua para que tomara la pastilla sonrió

con expresión risueña y dijo:

-Esta es la pastilla que más me gusta. ¿Sabe por qué?

-No, señora, no tengo ni idea.

-Porque entonces yo me calmo y vienen unos sujetos extraños que me toman de la mano y me

llevan a otra dimensión. ¡Ni te podes imaginar la paz que hay en ella!¡Yo puedo caminar y bai-

lar como cuando era joven!¡Lástima que mi marido no está allí para verme! Pero no me puedo

quejar, verdad?

A esta altura no sabía si seguirle la corriente o cortarle la conversación. Era obvio que la señora

presentaba un cuadro de arteriosclerosis o quizá presentaba signos tempranos de demencia 

senil. En cualquiera de los dos casos la que manejaba la situación era la persona que estaba

a cargo. Herminia no me había dicho nada al respecto, pero muchas veces el cuadro del  

paciente se manipula para que la profesional no huya despavorida. A mí no me quedaba otra

que seguir con el trabajo. Inhale lo más profundo que pude y le dije:

-¿Quiere que le acomode de vuelta el almohadón señora? Veo desde acá que se le movió otra

vez.

-¡Claro que si Catalina! ¡Voy a estar más cómoda a la hora de reunirme con ellos!-contesto con

una sonrisa risueña.

La dueña de la casa lentamente entró en el sopor del sueño. 

  La atmósfera de la habitación, a esa hora en que entraba todo el sol del verano,  propiciaba

que la modorra me agarrara a mí también aunque no quisiese dormirme.  Entre a dar cabeza-

sos y pude ver el espectáculo que se desplegaba ante mis atónitos ojos. Unas siluetas de forma

parecida a la del jardinero bailaban una especie de danza entre armónica y grotesca en el jar-

dín de la casa. La atmósfera caliente que se respiraba en la habitación (no entiendo por qué no

hay un aire acondicionado con todo el mobiliario de lujo que existe en la casa) hace que al final

me duerma del todo.

  Cuando me desperté, vi que la señora se hallaba despierta y  tenía una robe de chambre azul

con pieles blancas y la cara llena de crema  que  Herminia cuidadosamente le retiraba con un

algodón húmedo.  Mire el reloj de la pared y para mi asombro solo habían pasado una media

hora desde que la señora se había dormido y a mi me había agarrado la modorra.

Una vez que Herminia terminó con el aseo del rostro de la señora me hizo una seña de que

saliera de la habitación.  Con voz cansada, la criada me dijo: 

-La señora se encuentra ya aseada. Solo tiene que vigilarla y darle la medicación.

-Yo se asearla. ¿Esa tarea no me correspondería hacerla a mi

-No. Porque la señora no le tiene confianza a las enfermeras. Hace rato, que desde el incidente

en el que la enfermera no le dio la medicación de la tarde, la pastilla rosa, muchas enfermeras

han pasado por su puesto. Por ello es que la señora no quiere que el aseo se lo realice la enfer-

mera de turno.

-Está bien Herminia. Ya he entendido todo.

  Volví al cuarto de la señora, un poco sumisa por lo que me había dicho la empleada y pensé

que tenía que hacer caso pues no estaba en posición de rebelarme. La señora ya estaba dan-

do cabezazos y la atmósfera de agobiante calor que había en la pieza hizo que a mí también

me agarrara la modorra y me dormí.

  Cuando me desperté vi que la cama de la señora estaba vacía. Con una sensación de alarma

en la boca del estómago me levanté y corrí hacia el comedor a la vez que llamaba a Hermi-

nia. Extrañamente, nadie acudió al llamado. Reiteré el llamado, esta vez en tono más fuer-

te y tampoco acuse recibo. Pensé que lo más lógico sería dar parte de la situación a la poli-

cia. Fui hasta donde estaba el teléfono y cuando coloque el tubo sobre su oreja, escuché que

gracias a Dios, tenía tono. Marqué el número de la policía y me atendió una voz femenina.

-Hola, en que puedo ayudar

-Estoy en la dirección Rosales 186, en el barrio de Mornal. Soy la enfermera y de repente

la señora que estaba cuidando desapareció. El personal de servicio, una señora llamada  

Herminia también desapareció de la casa. Por eso llamo. 

  Para mi asombro la persona que me había atendido me cortó. Exasperada colgué el tubo

del teléfono.  Me acerqué a la ventana que daba al jardín y para mi sorpresa  vi que el jardín      

estaba lleno de personas desconocidas. Me quedé mirando por la ventana lo que fueron mi-

nutos ya que nadie de afuera parecía verme  y mi voz que parecía llegar desde la angustia

dijo: Algo voy a tener que hacer, o me quedo eternamente  observando todo o me animo

a entrar. Entonces, tome valor, despaciosamente camine hacia el jardín y me encontré con la

señora que se hallaba de pie y que al verme me dirigió una sonrisa luminosa como dándome la

bienvenida. No pude ni articular palabra para preguntarle cómo era que ahora podía caminar

siendo que la conocí postrada en su cama. Pero eso no fue lo único extraño; mis ojos asombra-

dos vieron a varios sujetos altos como de la misma altura que la del jardinero, con una gran

cabeza ovoide, con ojos grandes y ovalados totalmente negros, sin la esclerótica blanca propia

de los humanos, que bailaban una danza grotesca y a la vez perfectamente armónica entre los

concurrentes.  De repente, sentí  que alguien me tomaba del brazo. Era Herminia que me

sonreía y me invitaba a bailar como todos ellos. Con una sensación de paz que me inundaba el

pecho abrí los brazos, moví un pie, moví el otro y entré al jardín  rodeada por la luz que me

daba paz.

   

                                                             


     

 

Registro Nacional del Autor PV 2019-91715904-APN-DNDA#MJ 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


lunes, 14 de junio de 2021

LA ENREDADERA

  

Había estado leyendo el archivo de un libro muy antiguo que le había mandado una señora europea muy versada en historia antigua. Creía que la historia no había llegado por casualidad, sino que era como la tan usada frase “no hay casualidades sino causalidades”. Sin embargo, no lograba entender o descifrar cuál era el sentido de haber llegado a ella.  El archivo no era tan común, ni gozaba de prestigio en la comunidad científica; pero la difusión se daba sin motivo aparente, según le había comentado Agnes, la señora europea, la que le había mandado el archivo. Entre la dicha y la curiosidad se había largado a leer la historia que era bastante fantasiosa de por sí. En el transcurso de la civilización sumeria una raza extraterrestre se implantó y, a través de cruzas genéticas, dio paso a la creación de otra raza; esta vez, humanoide. No obstante, estos últimos al pelear con otra raza alienígena, fueron extinguidos. 

Esa tarde Tiziano debía dar las clases habituales a su alumna; pensó que ya era hora de preparar la clase mientras cerraba el archivo y su mente ya cansada imaginaba cómo sería estar frente a una nave espacial.                           

Luego, el hombre absorbido por la tarea de enseñar no se dió cuenta de nada de lo que le pasaba a su alumna. Hasta que de la boca presumida de la chica salió un grito.

—¿Qué sucede? —le preguntó el hombre, de repente desconcentrado en su discurso.

—¡Hay un hombre afuera, en el jardín, Señor Tiziano!

—¡No puede ser! —gritó el profesor.

La muchacha lanzó un grito parada a la silla. Tiziano con rapidez fue hacia la ventana y corrió las cortinas blancas. Se quedó unos segundos, expectante, mirando con seriedad el jardín en el que se veía a un hombre vestido con un mameluco azul, que sostenía un bolso del cual comenzó a sacar herramientas.

Y entonces llegó a él el recuerdo. Volando en el aire que le dejaba el olor dulzón de la enredadera, mezclado con las imágenes difusas, aquellas imágenes que, por alguna razón, le volvían a la mente desconectándolo de la realidad.

Era en el recuerdo, un muchachito pequeño de tez pecosa que usaba las bermudas que le había regalado su madrina. Había un sol resplandeciente que brillaba en lo alto; lograba que los árboles sacaran todo el olor de su savia a borbotones.

La ciudad estaba quieta; era domingo. Él estaba en el patio de la casa y había calas blancas que, según su tía Dora, adornaban la pared de cemento sin pintar. Todo parecía intenso; parecía una fotografía sacada en la Polaroid que usaba el marido de su madrina.

Su prima Graciana se hallaba balanceándose en la hamaca tan fuerte que tenía las mejillas arreboladas. Lo llamó, le dijo que la ayudara a parar el balanceo de la hamaca. La hamaca era demasiado pesada, la cadena fuerte y bien amarrada a la escalera de hierro, y Graciana pesaba lo suyo. Cuando había intentado tomar la cadena, Graciana se había largado de la hamaca y termino golpeándose en la parte baja de la cadera. En un segundo, la muchacha se encontraba tirada en el suelo. Gritaba como si la estuvieran matando. Era un sonido tan agudo que le hacía doler los oídos. Vio una sombra roja y turquesa: el cuerpo de su madrina, que llegaba para socorrer a su hija. Una imagen aún más extraña lo descolocó: los animales eran muchísimo más grandes que su tamaño normal, como felinos gigantescos, erguidos en sus patas cortas, tronco largo; sus cuerpos estaban cubiertos por un suave pelaje de color marrón dorado y sus ojos azules con las pupilas verticales. Lo más llamativo de ellos era un color blanco que salía de sus bigotes y envolvía la escena como un humo.

Mientras trataba de zafarse del golpe que le daba su madrina en la cara, pudo ver por un momento que aquel humo llegaba hasta ellos y lo envolvía; de algún modo, lo protegía de la violencia, de la bronca de su madrina dirigida contra él.

Un fuerte estruendo lo obligó a volver a la realidad. La ventana se había abierto de par en par por un fuerte viento. La luz diurna de forma repentina se había oscurecido. Un relámpago iluminó el comedor y vio a través de la ventana abierta la escena en la que un hombre vestido con un mameluco azul y con una variedad de herramientas tiradas a su alrededor, se encontraba observando la ventana de forma amenazadora con una tenaza en la mano.

Una sombra esparcida sobre el césped permitía deducir las cabezas de varios leones rugiendo; sin embargo, los dueños de la sombra eran seres bípedos de más de cuatro metros de altura, los mismos felinos que en su adolescencia lo habían salvado de la coacción de su madrina, y que se habían trepado sigilosos como felinos que eran, por la reja que tenía la enredadera que daba un olor dulzón.

De pronto, la alumna tomó su bolso y colocó sus útiles escolares dentro. Casi a saltos, rápido, se dirigió hacia la puerta principal. Tiziano corrió detrás de ella al ver que la chica podría meterse en un lío al salir al jardín.


                                                


En el césped fue visto un cuerpo vestido con un mameluco azul, la ropa como si hubiese sido rota a dentelladas; la sangre que se vertía en lo verde del césped daba a la escena una iluminación extraña producto, quizás, de la repentina falta de luz en el lugar.

En el cielo, Tiziano y su alumna vieron un objeto no identificado de 12 metros de diámetro que parecía saltar de forma errática; dentro de él, estaban los felinos enormes, de más de cuatro metros de altura, con sus crines doradas flameando con el viento. En sus caras se dibujaba una sonrisa como una mueca en vez del humo blanco, que se despedía de sus bigotes. Se iban alejando cada vez más de sus miradas, a medida que se iban perdiendo en las nubes del cielo.

miércoles, 2 de junio de 2021

LA PERSECUCIÓN

 El sol fue cambiado por otro mucho más grande. Los polos de cada extremo del globo terráqueo fueron derretidos; los océanos han aumentado su caudal de agua, las costas han dejado de ser lo que eran y las grandes olas literalmente se han comido las ciudades hasta varios miles de kilómetros hasta que, de un día para el otro, sus habitantes fueron pereciendo lentamente. El sonido del mar fue golpeado sobre la arena, sobre los acantilados y la mañana fue vista por el ojo somnoliento. Las huellas han caminado como furiosas en una marejada después de ser el ojo despierto.  Sin embargo, el que fue perseguido como una sombra gana la persecución en rápidez. Mas la sombra fue buscada hasta que el cansancio de los pies sobre la arena se derrumbó. Una piedra de la costa fue intuida como un arma.  El cielo fue pintado como el carbón, pero el calor no fue descendido;  fueron traslúcidos de vez en cuando, destellos fosforescentes verdosos. La piedra marina fue sacudida en el aire como un intento. Fue aprovechada la luz para arrojar la piedra marina hacia adelante.  De golpe, la oscuridad ha emergido como una gran boca de lobo en el lugar. Se ha oído un golpe seco. Lo rojo de los hilos de sangre en la cabeza se esparcen como enredaderas en la arena. No fue escuchado ruido atronador en el cielo que no es más cielo sin sus estrellas, dos rayos de luz verde fosforescente se han adentrado. Joaquín Quintana fue quitado de este mundo. No se ha escuchado más nada. 


                                           


               

miércoles, 19 de mayo de 2021

MI MARIPOSA

 

 

Mi amiga Lai me dijo una vez : –En la ventana de la casa brillaba esa luz diáfana que a veces y de un modo fugaz anticipa, en enero, el mes de marzo. Sientes como yo la presencia penetrante de la humedad; se extiende, penetra en todos los objetos, en las flores, en los árboles de todos los jardines, en nuestros rostros y en nuestro pelo, que se pega como la viscosidad de los moluscos. Esta sonoridad, esta frescura húmeda que sólo hay en las grutas, hace dos meses, entró en mi cuarto, trayendo en sus pliegues azules y verdes, algo más que el aire y que el espectáculo diario de un pueblo cansado por la guerra. Trajo una mariposa amarilla con nervaduras rojas y negras. Tan impensada como lo sería una paloma blanca en medio del fuego de la artillería. Pero el asombro en una época signada por el hartazgo que sume a los habitantes es una piedra preciosa, que debe ser conservada hasta burlando a la muerte. Me acerqué, tratando de no proyectar una sombra sobre ella y que soltara sus alas hacia el firmamento. Para mi sorpresa voló, hasta posarse en el extremo de un libro. Me acerqué sigilosa y pude apresar sus alas entre mis dedos delicados. Pensé: "Tendría que soltarla, ¿ Quién sabe si tiene familia?. Si su pareja macho la espera en lo frondoso de un árbol “. Pensé: "No es mía, no puedo apro- piarme de ella para domesticarla como una mascota “. Sobre la mesita de luz había un frasco de mermelada vacío y limpio, lo tomé, lo abrí y con la velocidad de un rayo capturé a la mariposa que entró como un rehén predispuesto a vivir una vida sin libertad. Luego con un cuchillo bien afilado le hice tres agujeros en la tapa para que la mariposa que abría y cerraba las alas como siguiendo el ritmo de mi respiración, pudiese respirar en su celda. Me quedé dormitando en la cama mientras observaba de a ratos, cuando mi respiración se inquietaba y mis ojos daban cuenta de que me hallaba en el mismo mundo de siempre, a la mariposa que no parecía quieta o al menos eso me parecía, pues sus alas batían como un suave aleteo. Ya era la hora, de ir a escuchar la misa de las siete de la tarde. No quería llegar tarde como siempre y soportar la mirada de los fieles como una espada, que te inserta la culpa. Me cambié el vestido en un santiamén y antes de salir de la pieza, tomé el frasco para observar mejor al insecto. Ella batía sus alas como queriendo retener el aire exiguo del frasco. Entonces, me dio lastima lo que había hecho con ella. Pero algo me decía que debía retenerla todavía en su celda. Deposité el frasco de donde lo había tomado, salí corriendo de la casa como si al hacerlo pudiese deshacerme de la atmósfera de agobio. Una vez ya llegada a la iglesia sentí algo de alivio. Esta vez, había llegado temprano y me pareció que, hasta el mismo Cristo me saludaba desde su madero. Al tiempo largo de que el párroco dio la misa con sus respectivos responsos, una atmósfera de sopor me invadió, sin embargo, a través de la pesadez que se respiraba en el ambiente, pude escuchar la voz cavernosa del cura diciendo: -Hay personas que inmediatamente son castigadas o recompensadas; hay otras cuyas recompensas y castigos tardan tanto en llegar que no las alcanzan sino en los hijos o en los nietos. Por eso, hemos visto morir a jóvenes cuyas culpas no parecían merecer un castigo tan severo, pero esas culpas se agravaban con los crímenes que habían cometido sus antepasados. A esta carga de la que algunos seres humanos no puede sustraerse, se le llama maldición. No sé por qué, pero lo dicho por el párroco caló hondo en mi psiquis. Era casi la noche, cuando volví, tratando de esquivar el vuelo de dos aviones que parecían bombarderos. Busqué los arboles como refugio, situada frente a la inmensidad del silencio del bosque, sentada sobre un montón de hojas caídas. Busqué vanamente entender el sentido de la frase dicha por el cura; hasta que a mí me mente se le ocurrió pensar que el rey Eduardo, que vivió bajo la dinastía de los Kapung, un día construyó un puente con enormes maderas para que el ejército enemigo al cruzar el río pereciera bajo sus aguas turbulentas que desembocaban en el mar, y obtuviera la victoria de su primera batalla durante su reinado. ¿Entonces que obtuvo por tan oscuro crimen hecho casi en masa? Obviamente, el triunfo de su reinado sobre sus enemigos. ¿Se podría relacionar que la nación estaba pagando sus consecuencias por el accionar del rey ? ¿Hasta dónde se puede delimitar que el mal por defensa del territorio no sea un hecho que deba ser castigado por Dios, aunque no este escrito en la Santa Biblia ? Cuando mis manos se juntaron para orar, mis pensamientos urdían lo posible dentro de un territorio que seguía siendo bombardeado por fuerzas contrarias a la nación, mientras mis labios se juntaban de lo tan obcecada que estaba, mis dedos me pare-cían que tocaban las alas de la mariposa que había encerrado en un frasco de vidrio. ¿Cómo insectos lepidópteros que eran las mariposas, todavía seguiría viviendo en el exiguo aire de su celda? Cuando los aviones dejaron de pasar con su lenta letanía de muerte como sonaba a mis oídos, me levanté y corrí debajo de los árboles del bosque, hasta que me detuve para respirar el olor de las flores. Durante el camino hacia la casa, caminé con las piernas ya exhaustas. Al entrar a mi cuarto la vi; parecía una flor resplandeciente. Brillantes las alas, encandilaban su alrededor. Ese cuerpo, liviano, entero había sobrevivido a la falta de aire de su celda. La miré con asombro. Me sentí aliviada. Quien sabe cuántas almas afuera habían perecido a causa de las bombas. Durante la comida intenté conversaciones sobre la guerra, con los compañeros de mesa. Nadie se interesaba en estas cuestiones, salvo una señora que me dijo: "A veces me pregunto cuánto viviremos como especie. ¡Somos tan frágiles! Y he oído decir que en una época remota la nación emigró a distancias prodigiosas. El año pasado hubo una verdadera emigración en masa que se hizo en barcos. ¡No sé sabe cuántos han llegado a la otra orilla! ¡Todo se tapa y se tergiversa ! Al terminar la conversación como sentía cansada la vista, me fui a caminar, ya que por lo menos sentiría el aire fresco nocturno. Estirada como estaba en el césped, vi un cielo ya celeste oscuro curiosamente cubierto de nubes que formaban como cuerpos de mariposas. Debían ser cerca de las nueve de la noche, caminé hasta la casa donde seguramente los demás debían haberse cobijado en el sótano, proyectando el sueño hacia el alerta. Buscando siempre como huir de la muerte, arranqué un trébol, el más grande que vi al lado del tronco de un árbol y en aquel momento, pensé al ver el fuego que parecía estallar a unos metros del campo, que mi visión del mundo se estaba transformando y que muy pronto mi piel, mi pelo, mi cuerpo, y hasta el cielo se cubriría de ese mismo fuego y entonces –fue como el relámpago de una esperanza– deseé que la maldición de la guerra a la que estábamos librados los habitantes de la nación, por ser súbditos del Rey Eduardo, no surtiese su efecto nunca mas. El terror se apoderó de mí como si no me perteneciera a mi misma, como si ya no pudiera defenderme de los ataques omnipotentes de la guerra. Trataba de sostenerme en los dos pies. Apenas podía respirar. Sentía que todo alrededor de mi estaba perdiendo su forma. Afortunadamente, yo sentí la presencia del trébol dentro de mi mano que seguía latiendo como si no hubiera sido arrancado nunca de su seno. Inhalé lo más que pude el aire repentinamente enrarecido por el estallido de las bombas y corrí durante un tiempo que me pareció cinco años, hasta llegar a la casa. La señora con la que había hablado la noche anterior estaba esperándome en el porshe con expresión atribulada. -¡Son las nueve de la noche! ¡Los bombardeos no cesan! ¡Hay que refugiarse en el sótano! No le hice caso. Y disparé hacia mi habitación, al ser iluminada repentinamente por una revelación. Apenas entre la vi, no vi una mariposa común; vi un pequeño monstruo. Vi un insecto mortal –como una noche oscura en la que pernocta la muerte– con cuatro alas amarillas, surcada por líneas negras y rojas; un cuerpecito que se agrandaba cada vez más a medida que caían las bombas. Me imaginé ese monstruo, de apariencia frágil, volando, inexorable hacia otros confines. No podía dejar que eso sucediese. Tomé el frasco y lo destapé. En la dorada claridad de la luna atravesada por el fuego que se vislumbraba en el cuarto, mi mariposa hundió las alas en el aire y se alejaba de la vida; luchaba contra un enemigo, para mí invisible. Yo oía el horrible respirar que hacía en su celda de vidrio. Con un aleteo suave, la mariposa dejó de existir y cayó al fondo del frasco. No sé por qué comenzaron a brotar lágrimas de mis ojos a borbotones. Y me quede tiesa sin darme cuenta, que de improviso habían terminado los bombardeos. Reaccioné tarde, y con ello se me cayó el frasco al suelo que se rompió en pedazos, cuando escuché el vitoreo de los refugiados que se hallaban en el sótano, como anunciando que se había terminado la guerra al romperse la maldición.

                                                                   


                                                 

jueves, 15 de abril de 2021

LA CASA

 

 


Vislumbró los ojos de obsidiana en el cuerpecito gris de los búhos. ¿Vendrían desde

donde ? se preguntó. 

Para que vinieron, justo cuando ella se hallaba sola en esa casa tan grande y oscura

que se le hacía tan extraña a sus ojos por que no se acordaba de nada, y hacia un ra- 

to, un sonido que nunca había escuchado antes, la había despertado de la modorra  

en la que estaba cayendo sin querer. Entonces, de mala gana se había levantado de

la cama, abierto con cuidado la ventana y al girar la cabeza ahí estaban, una banda-

da de búhos que daba vueltas en círculo sobre el tejado haciendo un sonido desagra- 

dable. Uno de los pájaros dejo de volar y se apoyó sobre el alero del techo y para su 

sorpresa la cabeza al búho le giro trescientos sesenta grados. 

Pero el problema no eran los búhos, no el problema era la casa que no tenía escritura.

No  estaba por ningún lado. Al menos, eso le habían dicho en la oficina de tierras, un 

tiempo después de que se había enterado de que había heredado la casa de campo

que pertenecía a su madre. Y ahí se encontraba ella lamentando tener que haber he-

redado una propiedad que encima no tenía dueño. Era la primera vez que tenía mie-

do de estar sola, de encontrarse consigo misma en un lugar que su mente no recorda-

ba. Sentía que estaba obligada a hacer algo con esa casa que a nivel oficial todo indica-

ba, que no le pertenecía. ¿Cómo apropiarse de algo que no le pertenecía?¿Como que-

rer algo que en si no era de ella? 

Los mandatos, claro era un mandato que debía cumplir por ser hija de su madre, y en-

cima no tener ningún hermano como para compartir la problemática. Ni siquiera había

primos para repartirse la herencia que en si era como una nebulosa o como si la ca-

sa o ellos más bien, hubiesen vivido en otro planeta que no fuera la tierra. Un des-

fasaje, eso era lo que pasaba a ciencia cierta.  Entonces había que hacerse cargo de in-

vestigar o por lo menos tratar de averiguar dónde demonios se encontraba la escritu-

ra. Tendría que levantarse de la cama y bajar por las odiosas escaleras que hacían un

sonido que le hacían rechinar los dientes, y revisar cuanto cajón, ropero y hasta el 

cuarto de las herramientas que se encontraba debajo de las escaleras. Pero no, como 

si algo no quisiese que partiera en la investigación, le sobrevino una modorra, que 

logró que entre cabezazo y cabezazo se durmiera.          

“ Debajo de una caja de zapatos, encontraron un caracol o una piedra preciosa. 

Martita  dio un grito y su amiga Nadia, le colocó la mano en su boca, para que se 

callase. Las dos miraron, con asombro el raro objeto. No era ni un caracol, ni una 

piedra preciosa. Era como un objeto artístico, con piedritas de colores pegadas en su 

superficie. Escucharon una voz  desconocida por ellas, que gritaba, que trataba de 

imponerse, a la voz de su madre.  Un golpe seco, como de un objeto, que se había caído 

al suelo, fue el anuncio de una discusión. 

—¿Pero, qué quieres que haga ? ¡ Es demasiado tarde ya!

—¡No nos va a quedar nada a nosotras! ¡La casa nunca fue nuestra!

—¡Yo no tuve la culpa Martha! ¡Fue lo que se asignó!

—¡No soporto, tener que vivir acá con ellos! 

—¡Pero, sino los ves!

—¡Y eso que tiene que ver!  ¡No sabes, cómo se siente la presencia de ellos, las noches

de humedad! ¡Me voy a terminar yendo de acá, sino haces algo!

—¡Está bien! ¡Déjame que me organice y en un tiempo, te aviso, para que puedas 

volver a la casa!

—¡Ojala cumplas, con lo prometido! ¿Esta noche me puedo ir entonces?

—¡Si estas tan molesta, vete hoy con las nenas!

Martita se despierta sobresaltada y ve que son más de las doce de la noche, por los 

tenues rayos de luz, que entran por la cortina entreabierta. En el sueño, había revivido 

la conversación que había mantenido su madre con aquel hombre.  Martita, sintiendo 

un escalofrío, se preguntó: ¿Quiénes eran ellos?¿Cómo era posible que la casa no fuera 

de ellos? Suponía, que la casa, sostenía un secreto, que su madre, se había llevado a la 

tumba. 

No podía creer, que estaba en aquella morada,  en la que había sido feliz en la infancia, 

pero, ahora le producía, una cierta angustia en la boca del estómago,  pero no tanto 

como para que un vértigo, le cerrara los ojos y quisiera largarlo todo. Decidió levantar-

se de la cama, pero se sentía tan cansada y con la mente aun aletargada por el largo 

sueño, que se quedó muy a su pesar sentada en la cama hasta que la modorra le 

sobrevino de vuelta. 

“Escucho una voz fuerte masculina. Abrió suave la puerta, apareció ante mi vista la 

espalda de un hombre,  llevando una lámpara de kerosene en la mano.  Una corriente 

de aire apagó la lámpara.  En el cuarto contiguo una agria voz de mujer, protestaba 

contra la repentina oscuridad. El hombre de la lámpara se dirigió hacia la puerta de 

la habitación. Desde el sótano escuchó las voces que hablaban fuerte.  

—¡Esto fue una masacre!—dijo la voz del hombre. 

—¡Esto fue una masacre! —repitió la voz del hombre, que sonó cortante y áspera como 

si algo le quemara la garganta—todo en esta casa, fue una masacre —.si te queres ir, 

ándate, no te voy a retener como hice con tu madre.

—¡Hiciste mal!

—Sí, ya sé—la voz del hombre, se escuchó, repentinamente humana.

—¡Por culpa tuya, te dejó! Parecías un perro que no tiene dueño, mirando el horizonte

una vez, que el auto de ella , se alejó. ¿Alguna vez pensaste que iba a volver?

—No es bueno, llamar a los muertos, Martha. Deja los recuerdos en paz. 

—¿Cómo queres que dejé los recuerdos en paz? Si ellos, se me aparecen de la nada, 

como buscando hablar. 

—¡No son ellos!  Es la conciencia, la que te habla hija. Siempre ha pasado y seguirá 

pasando, pero ya es demasiado tarde, para arrepentirse. 

—¡Como podes vivir así! ¡Tan suelto de cuerpo! ¡Yo no podría!  ¡No puedo, parece ser! 

—Con el tiempo, vas a empezar a olvidar. Yo, para dormir bien a la noche, tengo 

que tomar pastillas,  sino tengo insomnio. 

—Yo no sé qué es peor, que se me aparezcan o que no pueda dormir a la noche. Cam-

biando de tema, ¿Vos las vistes a las nenas?

—No, hace rato que no las veo. Hay que ir a buscar las velas a la alacena. 

—Toma. Siempre tengo la pequeña linterna a mano. Este lugar, es propenso a los 

cortes de luz. 

—Voy a ir a la cocina, quédate acá, en algún lugar deben estar las niñas. 

Escucha los pasos pesados del hombre, que con cuidado camina hacia la cocina. Abre

suavemente, la puerta del armario. A través de la luz amarilla de la vela encendida que 

porta el hombre que está vestido, con el uniforme militar. El hombre se da vuelta y le ve 

el rostro.” 

Martita se despierta bruscamente del  sueño y al volver al mundo real, se da cuenta 

que los recuerdos, vuelven en los sueños.  Indudablemente, la casa esconde un se- 

creto. Le corresponde a ella, resolverlo, pues los conocedores de la verdad, están 

todos muertos.  El hombre que hablaba con su madre, era su abuelo materno y había 

hecho la carrera militar en su país, siendo condecorado, por una actuación loable, en 

un conflicto. Pero, Martita sabía que en la mansión había algo más, algo tétrico. Ella

era la única descendiente; sus tías, no habían tenido hijos.

Lentamente, se levantó de la cama, se colocó las sandalias y pensó en salir afuera, al 

jardín a tomar un poco de aire, y a ver como se encontraba el mismo. Todavía había     

luz que dejaba entrever una hamaca ya descolorida en la que, sus ojos no podían creer

lo que veían: una figura espectral de aspecto terrible; una figura fantasmal de lo que 

parecía ser una mujer, que la miraba implacable con sus ojos que emergían como 

carbones, los cabellos largos y ondulantes, apostada como un vigilante al lado de la 

hamaca. De inmediato, la bandada de búhos que había estado anteriormente dando 

vueltas sobre el tejado comenzó a girar con velocidad por encima de la tierra.        

Sin miedo, por lo que estaba sucediendo con paso decidido se encaminó hacia la casa 

y se dirigió derechito, hacia el armario de la infancia donde solía jugar con Nadia. El 

armario no estaba lleno de ropa, sino de utensilios de limpieza y jardinería. Agarró la 

pala, abrió la puerta y se dirigió al jardín, vio otra vez numerosos búhos que sobrevo- 

laban alrededor del techo como presagiando algo sin inmutarse. La pierna hizo el es- 

fuerzo sobre la pala que fácilmente cedía en la tierra humedecida. 

Cada vez que con la pala removía los escombros de tierra surgían restos de huesos por

todas partes. Nunca, había visto tantos huesos humanos, todos juntos en un mismo 

espacio de tierra. Por entre los huesos y la tierra seca, distinguió pedazos de telas 

descoloridas,  y cada vez que agitaba con su pie a la tierra surgía algún hueso des 

conjuntado, de lo que parecía ser el resto del esqueleto. Y todos los huesos, se torna-

ban hacia ella como un dedo acusatorio, que la hacía sentir una culpa ancestral.  Pero 

ella, comprendió con resignación que la casa, no era suya sino de todo ese conjunto de 

huesos, que en algún momento habían sido personas, con una vida propia.         

 


                                       


                

     


miércoles, 17 de marzo de 2021

extracto de la novela "Las Hortensias"

 

Tal vez se hubiera cruzado con él en un bar, tal vez no fuera absurdo imaginar al hombre corpulento y alto, solicito y apremiante en la curva de su espalda, que le abría la puerta para salir a una tarde en un barrio que ella se había acostumbrado a odiar como un ángel caído, que se ha cansado de la bondad, al que dios apenado le ha dicho: se me ha perdido y no sabe que dios siempre manda mensajeros humanos para rescatar almas. Lástima, que no imaginaba que alguien le había sido enviado para rescatarla. ¿Molesta?, le había dicho con ojos pícaros. De ningún modo, le había contestado nerviosa. Muy bien le había contestado. Pensaba decirle que era un desubicado mas no le salían las palabras justas. ¿Queres que le ponga más miel al mate? Está rico, lástima que no trajiste más bizcochuelo, le había dicho colocándose la mano izquierda debajo de la barbilla. Otra vez se había puesto nerviosa y no le había contestado nada. Casares, un muchacho grande de treinta y cinco años, la había interrogado con los ojos. Entonces le salieron las palabras sin saber cómo, le había contestado: Sí, claro. Ponele al mate nuevo un poco de miel. El muchacho se había levantado y se había alejado por el camino de piedras que daba a la puerta de vidrio. Había escuchado a los pájaros que se asomaban tímidos a la mesa del jardín que tenía unas pocas migajas del bizcochuelo que le había llevado. Se había sentido como si estuviera observando una  película en la que ella tenía toda la disposición a dejar de verla o incluso retirarse de la sala a oscuras por qué no le gustaba para nada lo que sus ojos estaban viendo. Había regresado con el mate nuevo y una sonrisa de oreja a oreja. ¿Y entonces no me vas a decir más nada? Le había dicho.  La voz había sonado  realmente zalamera. ¿Qué pasó? ¿Te comió un pajarito la lengua? Le había dicho  y se había acercado más a la silla donde estaba sentada. La situación le había provocado la risa. ¿Soné gracioso? Le había preguntado. De repente, había comenzado a sentirse incomoda sentada en esa silla de jardín al que solo le faltaban los enanos de cemento para que la atmósfera fuera irreal. Decime la verdad, le había dicho. Lo que le había reclamado se lo había tirado casi de una trompada.  No entiendo que queres decir, había terminado contestándole. Lo que te quise decir es, que no te da igual. No me da igual. ¿Qué? Le había preguntado con unos nervios raros en el estómago. Que no te da igual que yo me vaya, le había dicho en un tono serio, tan serio que la situación que había sucedido antes de que él dijera esa frase parecía una fantochada. No había sabido ni remotamente que contestarle. Clide  volvía a tocar levemente con la imaginación los hombros y la cara de Casares, metida hasta el cuello en la cama arreglada en la madrugada de otoño, presa de la macilencia, imaginaba uniones que sospechaba que nunca se iban a dar.              También ahora quería olvidarse de la frase que la marcaba como un filo cada vez que se acordaba de la cara de la señora, los ojos hundidos de mulata blanca, que le había dicho como una verdad que sonaba a mentira: si vos hace cuatro años atrás eras la peor de todas ahora estamos todos igual. La boca se había cerrado como un féretro dejándola sola en su interpretación de las palabras. Hubiera preferido que dijera más de lo que habían dicho sus palabras. Siempre le había dicho las cosas con un sentido oculto, que solo ella conocía. Era como una negrita sin cultura para la señora, la cual le había dicho  ese tipo de frases a propósito. Se le había resbalado la malicia de considerarse alguien superior frente a otro que ni durmiendo podía interpretar el sentido cabal de la frase. Un par de años le habían bastado para pensar de un hondazo, que quizás los que habían sido ricachones se habían convertido en pobretones, sin que existiera de por medio la gran depresión. Pero, había llegado a pensar la muchacha de pelo casi crespo, como atisbando que quizás la frase tuviera un sentido absolutamente personal.                                                                                                   Desconocía lo que era tener lozanía. A veces se miraba en el espejo y podía decirse a si misma que en algún tiempo, no sabía cuando, iba a estar mejor de aspecto así como uno ve una planta un poco caída por la falta de agua y al regarla, levanta en esplendor.                     Ella se golpeaba las mejillas para saber si estaba viva. A veces podía decirse que la muchacha que se observaba en el espejo, como se mira una revista sin interés se estaba olvidando, de que en realidad había empezado a mirarse en el espejo, porque había sentido la mirada de Casares, una mirada no despreciativa hacia ella. Pero de hecho, ella recordaba la situación como en un ensueño. Muchas veces se preguntaba si realmente lo había visto en ese mes de diciembre o solamente lo había imaginado. Y ella pensaba muchas veces en que estaría haciendo Casares cuando deambulaba por el departamento como un fantasma, que no sabe si va a ir al purgatorio, al cielo o al infierno. Casi no hablaba con otros hombres que se codeaba cuando salía a realizar compras en su pueblo. No le concedía importancia a ninguno como si ella fuera de otro país y solo está de paso en un país extranjero.                                                                                                                         Durante el período en que estuvo carteándose con Casares, tiempo que no fue poco, seguramente le hubiera gustado vivir en ese país, en esa isla amada como solía llamarla él para poder correr a su encuentro en la dirección que ostentaba el revés de la carta. A veces se imaginaba que lograría ir a ese país de ensueño tal como su madre había imaginado pisar el suelo de Paris, más la imaginación solo lograba entristecerla y angustiarla pues en el fondo reconocía que ella se hacía castillos en el aire. Vivía dentro de su propio mundo pero, sin embargo, el dolor del mundo externo podía llegarle de una forma muy lacerante. Corría a encerrarse en su cuarto por miedo a quien sabe quién, la viera romper el sobre de la carta con cierta ferocidad,  saboreaba y casi olía, el papel en el que Casares le informaba de todo lo que brillaba en su mundo. La mayoría de las veces en las que leía la carta su carácter se transformaba en alegre. Transformación que le duraba casi todo el día. Se despreocupaba del futuro incierto al que había sido arrojada, sin darle demasiada importancia si tenía para pagar las cuentas o si solo tenía para comprarse la harina para hacer el pan. Ella se explicaba a si misma que la relación con Casares era lo único que la mantenía viva.                 Los hombres que encontró en el periodo en el que duro la correspondencia con Casares tenían el típico comportamiento, que suelen tener los hombres que solo buscan una aventura para satisfacer sus instintos más viles. Ella simplemente se había resignado a pasar el tiempo disponible como si estuviera esperando al Ulises que había peleado en la Guerra de Troya y que además tenía a Helena esperándole en la otra orilla. Se preguntaba a su vez, porque justo en la peor etapa de su vida había aparecido Casares, que no la trataba como una mercancía, pero no alcanzaba a entender el  porqué de semejante amistad epistolaria. ¿Tal vez había despertado cierta pasión en ese hombre al que apenas conocía por las cartas? Tenía que resignarse y también perdonarlo pues no tenía la culpa de hallarse lejos, aunque siempre evitaba responder la pregunta acerca de por qué se había desterrado de su país. No le quedaba otra salida que resignarse a la idea de que por más que se cartearan lo implacable de la distancia se había erguido como un monstruo entre los dos.  Nadie podría llegar a comprender por qué había encontrado la felicidad aunque fuera por un tiempo muy breve en ese hombre que vivía a miles de kilómetros de distancia. No podía engendrar más que una cierta pasión aunque dudase de las virtudes del objeto de esa pasión cortada por la distancia. Elogiaba a veces la capacidad que tenía para la elocuencia y solo lamentaba no poder estar a la altura de él. No se hallaban en la decadencia, pero al mismo tiempo ambos demostraban cierta madurez para las cosas, que quizás fuera esa compenetración de que el otro poseía lo mismo que ese otro, lo que los unía en el intercambio. Había ve- ces que ella se preguntaba cómo sería la mujer esa con la que seguramente Casares estaba juntado en ese país, al que llamaba la isla. Seguramente debía vestir bien no como ella que tenía demasiada ropa cedida por sus conocidos o supuestas amistades. Lo que podía significar que ella no tenía idea de cómo vestirse aunque tuviera toda la ropa en su ropero. La ciudad donde se había criado y que no era otra ciudad, en la que Casares también se había criado, no dejaba de resultarle incomoda y cosmopolita para una mujer común, que como le había dicho él, tenía cierto aire de provinciana; en realidad lo provinciano solo lo manifestaba en la cara, y también en semejante ciudad ella podía con- fundirse con una aldeana por que el resto de la gente no le daba ni la mas mínima importancia como si ella no existiera o no tuviera derecho a existir.  Ahora, le dio la impresión de que no solo veía las imágenes impactantes que daban los colores del pasto, las flores silvestres de los yuyos que despuntaban el amarillo que salía a mostrar su brillantez en la primavera tardía. Era la vida orgánica que se mostraba ante sus ojos, que le mostraba que había vida pese a que en los vericuetos de la humanidad la suciedad tenía formas reales y concretas de manifestarse, el mundo gastado que cambia y que sin querer, cuando uno menos lo espera, al sentarse uno en la hamaca ve que todo se tambalea y  los sonidos que parecían llegar nítidos ahora se manifiestan como en un eco. Vuelvo a ver y a oír como antes,  pensó. Pero le costaba saber cuál era ese antes en el que la felicidad se manifestaba en las cosas sencillas que veía a su alrededor. Supo que seguramente tardaría muchísimo o no volvería nunca a encontrar esa felicidad. Quizás le llegaran los recuerdos de esa parte de su realidad a la que había alcanzado a conocer con los ojos y los sentidos bien abiertos. Sirven la vida o te hacen creer que la vida es un banquete y cuando estas verdaderamente en ella, te la quitan, pensó. Hasta ahora se había conformado con aceptarla o hacer como hacen los peces que nadan en la corriente favorable, no en la adversa. Pero a partir de ahora intentaría salirse de la co- rriente desfavorable a pesar de que se lo iban a hacer difícil.                                              

Se inclinó sobre la tela que sostenía en sus manos, que casi no había advertido mientras pensaba. Se la quedó mirando como si nunca la hubiera comprado  cuando se había perdido en las calles del barrio de Ocativo. De vez en cuando se detenía  a observar alguna tela que le llamaba la atención, miraba la tela como si fuera un diamante en bruto y desconocido al que de alguna manera iba a convertir en una pieza de ropa. Sin prestar atención sobre lo que le estaba diciendo el vendedor, se había perdido en el amarillo de la gasa estampada. Cuando había emergido del encantamiento había sentido que tenía que comprarla. El color amarillo reflejaba la luz como ningún otro y con los tiempos oscuros que sobrevendrían sería una forma de llevar una bandera.                     

Se estiró, y como notó que la tela hacia perder el cuerpo en una inquietud  extraña, se levantó para mirarse en el espejo. Lo que vio no la desilusionó. La  temperatura había bajado de forma brusca, como si el viento del sur  llamara la atención de golpe, y ella sintió la bruma que había decidido entrar a la casa, como quien entra sin avisar.  El espejo le devolvió la imagen de una mujer que no sabe lo que espera, pero que, sin embargo, sabe esperar.                                   

                                   


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