Tenía unas líneas estriadas en el iris castaño de los ojos, el pelo cobrizo y lacio, los pómulos
marcados, la boca pálida como una daga. Lo vi la primera vez en mi vida, cuando yo tenía
catorce años cuando mi tía me llevo para dejarme internada en el orfanato católico.
Hacía mucho tiempo que yo sabía que me iba a llevar y sabía que me llevaban al orfanato
como una forma educada de quitarse de encima a alguien que les resultaba un engorro.
Esperamos a Cristiano Alderete en un enorme patio lleno de sol; los canteros tenían piedritas
bien cuidadas y una preciosa profusión de ligustros. Para endulzar mi sufrimiento mi tía por
parte de padre, me regaló aquel día un cuaderno y una bolsa de caramelos para que los degus-
tara cuando pudiese.
Cuando apareció Cristian Alderete, con su hábito oscuro y su rostro grave, me inquieté. Se pu-
so los lentes culo de botella y ceremoniosamente nos hizo pasar a su oficina; me quitó el cua-
derno y la bolsa de caramelos. Después de mirarme un momento que me pareció una eterni-
dad me pregunto:
—¿Sabes que dios es justo y que todos tenemos una misión que cumplir en la tierra? —inqui-
rio el sacerdote—Quédate aquí por unos momentos y reflexiona la pregunta.
El sacerdote desapareció con la rígida de mi tía. Yo me quedé pensando seriamente en la res-
puesta. Cuando volvió, esta vez solo, le contesté que dios había velado por mi alma dejando-
mé en ese lugar donde podría más adelante cuando estuviese bien preparada asistir el alma
de las niñas y jovencitas huérfanas que por mal destino habían terminado en ese lugar. El
hombre de dios pareció estar de acuerdo con mi respuesta y me llevó al cuarto donde se
alojaban las internas consagradas en la vocación de religiosa. Desde ese día nunca más lo
había vuelto a ver. Pero el destino me tenía designado volver a verlo.
El día que era el santo de Santa Catalina de Alejandría–la hermana Ángela me ordenó que
fuera a buscar a las niñas que tomaban la clase de religión- Una de las niñas salió con la cara
toda colorada y se sostenía el estómago con expresión de asco. Cuando la llevé a la enfermería
donde con paciencia Sor Juana la atendió y como no decía nada la muchacha sobre su estado,
la religiosa mandó que la llevara de vuelta a las instalaciones del orfanato para que guardara
reposo; la muchacha que tendría unos 12 años se puso más colorada todavía. Vaya con dios-
eso fue todo lo que le dijo la religiosa. En el trayecto al cuarto donde dormían todas las inter-
nadas le pregunté a la muchacha como se sentía. Solamente hizo una mueca de dolor. O al
menos eso me pareció.
Era ya la hora de hacer mis oraciones en la capilla cuando observé que la puerta estaba cerra-
da; situación extraña para la hora. Antes de entrar llamé a la puerta. Nadie salió. Tomé el pica-
porte y abrí. En el altar se encontraba Cristiano Alderete leyendo lo que parecía ser la biblia.
Había cambiado desde aquella vez que me había hecho la pregunta. Unas delgadas arrugas
le surcaban la frente y algunas canas aparecían en su pelo cobrizo.
Nunca lo había visto fuera de los horarios habituales en que se realizaban las misas. Hice poco
ruido hasta llegar al último asiento. Hubo un momento de silencio y entonces el religioso le-
vantó la vista y me miro desde donde estaba. Pude verle una mirada rara. Cerró inmediata-
tamente los ojos. Yo empecé a rezar el Ave María que es la oración que más me gusta. Santa
María, madre de dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.
Amén, oré con los ojos cerrados. Sentí una mano que me tomaba el hombro con fuerza. Do-
blé la cabeza para mirar pero no le pude ver la cara, me tapó la boca y con una fuerza de
animal me arrastró fuera de la capilla. Yo trataba de forcejear contra la fuerza bruta, pero todo
fue en vano. En cuestión de segundos estaba tirada en el suelo con un hombre encima de mí.
No podía gritar. Hábil; me había amordazado. No sé el tiempo que paso hasta que escuché la
voz de Cristiano Alderete que me dijo: Quédate acá- y agrego –que entrara a un cuarto y me
señalo un catre con una manta raída. Entré y me senté en el catre. Junte las rodillas, bien
pegadas y el escozor que sentía entre las piernas me volvió a doler y pensé en todo lo que
había pasado y en la posibilidad de que alguna de las superioras se enterara. Seguramente
sería echada del orfanato. Ya eran muchas bocas para mantener y una más, era un verdadero
engorro además que tenía un pecado tan grande. Sin embargo, esa posibilidad se me negó.
Pasaron los meses, no sé cuántos. Yo llevaba el ritmo del tiempo según iba creciendo la vida en
mi seno.
Un día, no me había dado cuenta que habían abierto la puerta. Nunca lo había visto antes al
hombre que vestido con el hábito de religioso se encontraba al lado del marco de la puerta .
Soy Gabriel, vengo a sacarla de esta prisión. ¿Tiene a alguien fuera de aquí que la pueda re-
cibir? Me di cuenta que no había nadie que me esperara afuera o al menos sabía que los
parientes que todavía me quedaban no me verían con buenos ojos.
Mi hermano estaba casado y se había hecho cargo de la estancia de mis padres. Yo al ser
demasiado regordeta y fea no iba a conseguir marido acorde al rango social de mi familia.
Cuando me dijeron si quería ser novicia dije que sí. Realmente no sé qué iría a hacer en la
estancia con un hijo natural. Negué moviendo la cabeza ante la pregunta del hombre. Y él dijo:
Yo ya intercedí con la superiora. Vamos, levántese y venga conmigo, dijo el hombre y dude en
levantarme. Dude porque no sabía si me estaba diciendo la verdad. Me tomó de la mano,
abrió la puerta y yo supe que podía confiar en él. Salimos a lo que era un túnel que nunca ha-
bía visto cuando mi tarea era vigilar a las internas. Era un túnel oscuro con enredaderas que
despedían un olor a alcanfor. Caminamos hasta el fondo, donde había una puerta de hierro
que el hombre con facilidad empujó. Salimos a lo que era el patio interno de las instalaciones
donde se alojaban las religiosas. Rosas, ligustros, trozos de manguera y hasta algunas herra-
mientas de jardinería vi tiradas con descuido. De repente, el hombre detuvo su marcha ante
una puerta. Escuchamos un grito de depredador y unos segundos después dos hombres que
no sé de donde salieron se abalanzaron hacia mi libertador. Pasó todo tan rápido. Entonces
terminé encerrada de vuelta en la celda maloliente y esperando que el retoño hiciera su apa-
rición al mundo para sentirme por lo menos en algún sentido libre.
El día del alumbramiento al final llegó para mi liberación. Nunca pensé que la sensación de un
dolor indescriptible pudiera ser a la vez algo tan hermoso. En el medio de la sangre que caía y
el retoño que venía al mundo, salieron mis palabras atragantándome por el sufrimiento corpo-
ral:
Por los siglos de los siglos,
que repiqueteen los plañidos de mi niño,
como campanas angelicales,
en este sucio y depravado lugar.
A orillas del mar Atlántico, entre las ruinas de un orfanato, se oye durante tres noches un
llanto débil como de niño recién nacido, que retumba insistente a las tres de la mañana en el
sector olvidado del orfanato. Un guardia en un recorrido nocturno, ve ante sus ojos atónitos
la figura espectral de una mujer regordeta con un bebé en sus brazos que llora.
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