jueves, 1 de octubre de 2020

EL ENCIERRO

                                                               

Nadie sabe hasta dónde puede soportar las inclemencias de la vida hasta que 

le sucede. Poco a poco me acostumbro a esta vida. 

El brillo del sol sobre la ventana golpea llevándome lejos de la realidad.  El 

verde de las plantas que están en el balcón me trae el recuerdo del esplen- 

dor de la juventud, aquel que en algún momento pude ostentar. Pero para que 

lamentarme si nadie me ve.

Hace rato me quedé encerrada,  tal vez por miedosa fue que no quise salir, pe- 

ro no tengo ánimo para deshacerme de ellas. ¡Son tan poderosas!

Recuerdo haber jugado, de niña, con  algunas y haber sentido la resistencia de 

ellas en cada una de las veces que las acurrucaba en mis manos como minús- 

culos gatitos. 

La primera que conocí, que era malísima, era la más gorda de toda su especie. 

Una vez mamá dijo al verla en un negocio enfrente de la plaza Brown : —¡Qué 

linda que es! —pasaban en ese momento dos mujeres que se la quedaron mi- 

rando a mi mamá como si fuera una bruja y me reí ferozmente—¿Cómo te vas 

a  reír así en la calle?—protestó mamá mirando como fascinada la caja donde 

se hallaba la gorda posando como una reina  y añadió—: ¿Acaso ahora se es- 

tila reír como un mono ? —¿Qué monos? — interrogué.  — Los monos de la 

selva, ignorante. Todavía no sabes lo que son los monos. — ¡Ah!, los monos — 

respondí con debido asombro—,  yo creí que había monos acá en la calle . —

Ya no sabes ni comportarte como una niña educada. Tendrías que irte a la 

selva para hablar con los monos-me amonesto mamá. 

Pobre mamá, cómo se notaba que había nacido en la época en que las niñas 

debían vestirse de rosa para ser consideradas mujeres.  A veces me desvela 

saber cómo era la época en que vivían mis bisabuelas que llevaban polleras 

largas hasta el suelo y se encorsetaban el busto como un matambre. Si algo 

sé de ellas, es que no eran felices. 

¿Y yo tendré siempre mi cara pálida de no salir nunca?.  Cara de salamín, de- 

cía mi tía que venía a ver la novela Rosa de lejos junto a mi madre y mi herma- 

na;  que siempre pensaba que yo tenía cuatro años menos de los que tenía.  

¡Qué feo era parecer menos!. No extraño mi infancia; eso sí que no, pero ellas 

ya eran mi compañía, malas o buenas, como todas las compañías. 

En cierto modo ellas ya me protegían.  Más que toda mi familia, más que cual- 

quiera que me haya cruzado en la vida. 

A veces pienso que han pasado varios años y que soy vieja; pero si fuera así 

no me quedarían ganas de salir de acá. 

También pienso que  alguien vendrá a buscarme, confío en la astucia de los 

jueces que, más que buscarme a mí buscarán la mansión en la que vivo 

cuando les salte la deuda que tengo con el municipio.  Me encontrarán por 

casualidad; no tengo parientes que me busquen. 

A veces duermo cinco minutos y parecería que he dormido toda una noche. 

Dormí al atardecer, me desperté con la luz de la noche y me encontré con  

una que  no tiene patitas. Es raro encontrarse con una sin patas. No se si habrá 

peleado con otra o con el macho. 

Con cuidado la dejo sobre el acolchado de la cama. La telaraña es tan fría co- 

como el hielo. La reina araña, tuvo tiempo de tejer su hilo alrededor de mi brazo  

izquierdo y de llegar hasta el torso. No puedo descifrar el porqué del ensaña- 

miento.  Anoche, cuando me desperté, escuché que hablaba a los gritos pe- 

lados y se quedó hasta el amanecer peleando con el macho. 

Estoy furiosa,  con dificultad pero con urgencia me quito la porquería que me 

tejió, diciéndole yegua, como a una de mis enemigas que siempre me embro-

maban en la secundaria cuando les decía que no podía ver el pizarrón ya 

que, las altas se sentaban adelante. La araña como dándose cuenta de que su 

tela se le estaba deshaciendo comienza a tratar de hacerla de nuevo aprove-  

chando que tiene el terreno libre.  

La telaraña se expande muy rápido por mi brazo izquierdo, trato de deshacerla 

pero la guacha se me sube por el otro brazo. Nerviosa por el accionar de la in- 

sistidora, la hago a un lado.  No contenta con haberla hecha a un lado, la ara- 

ña se sube de vuelta por mi brazo. Exasperada le grito que ya está, que me 

deje tranquila. No me hace caso, señala el acolchado donde se encuentra la 

araña que no tiene patas y con voz rasposa y aguda de araña me dice:  -¡Vos 

me lo mataste!               

-¡Yo escuche anoche que discutías con él! 

-¡No, no discutía con él! ¡Discutía con mi amiga!

-¡Yo no fui la que lo mato!

Furiosa la agarro de la pata y se le quiebra.  La dejo caer al suelo y de gol- 

pe, todas sus hermanas surgen debajo de la cama como furiosas y van dere- 

cho, con una rapidez inusitada hacia mi cuerpo. Sin poder creer lo que hago, 

me enfrento a todas ellas y con un poder que no sé de donde lo saco, una a 

una las voy matando. Caen como luciérnagas que odian el sol una al lado de la 

otra como hermanadas en la lucha.  Tanto matar me ha dado cansancio; me re-

cuesto en el lecho.     

Ya estoy cansada de permanecer siempre en la misma posición. Con esfuer-

zo me levanto de la gran cama. No sé por qué siento que peso un montón; 

mucho más que antes y que las piernas se han hecho débiles. Me cuesta lle-

gar al espejo que se encuentra del otro lado de la habitación, pero avanzo con

determinación. El espejo está lleno de telarañas; no sabía que les gustaba el 

brillo que da la luz  del espejo a las arañas.   

El espejo me devuelve la imagen del cuerpo grotesco de una araña  inmensa

que despide hacia el cosmos la energía que emerge de sus extremidades ful- 

gurantes de luz.  Con estupor veo los ojos inmersos en esa araña inmensa, 

aquellos ojos míos, que alguna vez supe ver nitidamente en el mismo espejo 

cuando este se hallaba limpio y yo tenía el rostro sin marcas, que la vida le da  

y los tilos de la cuadra despedían el olor aromático en la primavera.



                                                

Registro Nacional del Autor PV 2019-91715904-APN-DNDA#MJ 

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