martes, 20 de octubre de 2020

La SOLTERA

 


 

En cuanto podía, yo me escapaba para visitar a la Tana, la prima segunda de mi mamá. 

La conocí durante las vacaciones, cuando íbamos a pasear a Buenos Aires, un día de 

enero, que hacía un calor insoportable y mi madre le tuvo que pedir prestada la bañe- 

ra para tomarse un baño largo pues del calor que hacía casi se desmaya en la escalera 

que llevaba al departamento de Sanguina. 

Siempre fue la más pobre de la familia, la más infeliz, decían los parientes. Vivía en un 

departamento que era como un conventillo ya arruinado  en el centro de la Boca. 

Amaba a Clemencio; era tal vez su único consuelo y el único amor que la amó.  Pero 

nunca nadie lo vio. Ni mi mamá  y eso era decir mucho. Por eso también decían que 

estaba loca de remate y que era todo un invento el Clemencio.

Una vez la vi cerrar el cajoncito donde guardaba sus joyas y sus chucherías muy rápido

como si no quisiera que yo me diera cuenta de algo. Yo a esa altura ya sospechaba al-

go raro y como siempre fui despierta según mi vieja (las madres siempre hablan bien

de sus hijas delante de sus amigas) me metí en la pieza cuando me dejó sola para com-

prar algo de queso fresco y dulce de membrillo en lata en el almacén del Gringo. No

fue ninguna sorpresa encontrar una carta escrita dirigida a la Tana firmada en caste- 

llano por el famoso Clemencio. El problema fue que no pude entender nada de lo 

que decía pues estaba escrita en un idioma que no conocía. Grande fue el chasco que 

me llevé pero no importaba demasiado pues la carta daba cuenta de la existencia del 

Clemencio.

Poco a poco, fui olvidándome del supuesto pretendiente de la Tana hasta que empe-

zaron a surgir como debajo de las  baldosas los verdaderos novios de Sanguina Justini.

Un día la Tana apareció con un hombre rubio y de enormes ojos claros. Se encerró to-

do el fin de semana y recién el lunes a las seis de la mañana lo vieron irse los ojos de 

la vecina de enfrente que era confidente de mi madre.

Solamente lo veían llegar los sábados e irse el lunes bien temprano por la mañana.

A Sanguina Justini la notaban más alegre, mas entusiasmada por la vida ya que abría 

las ventanas y cantaba con un canto de sirena, eso decían. Sin embargo, ni mi mamá, 

ni nadie del barrio sabían cómo se llamaba su prometido.

Pero el infortunio daba cuenta en la vida de la Tana.  La mala suerte en el amor decían 

ya le venía por herencia puesto que su madre había sido abandonada cuando ella na- 

ció y nunca más volvió a hacer pareja con nadie. Por eso quizás la Sanguina era una 

mujer sin risas.  

La cuestión es que me tocó a mí verla, el día en que me dieron el título de Bachiller 

Especializada en Turismo, a ella, toda acongojada y con la cara manchada por el rímel 

arrojar a la alcantarilla el anillo de compromiso que seguramente le había ofrecido el 

novio rubio.

Al poco tiempo, todos la vieron vestida de negro cuando regresaba de trabajar de la oficina. 

Puntillosamente iba vestida de negro que le hacía juego con su largo pelo oscuro 

durante un buen tiempo hasta que un buen día la vieron salir un sábado toda vestida 

de celeste.                                                                                                                                          

La buena suerte en el amor pareció entrar otra vez en la vida de la mujer. Era un hom-

bre de pelo castaño y un poco rechoncho, el festejante de la Tana. Aparecía con un au-

to viejo, pero caro todos los viernes por la noche y a ella la veían bajar del mismo el sá-

bado por la tarde con una sonrisa de oreja a oreja. No faltaron las malas lenguas que 

decían que lo único que le faltaba era quedar embarazada, y que el auto viejo y caro se

le convirtiera en calabaza pero sin el príncipe que la venía a buscar.  Pero nada de ello

sucedió. Sin embargo, la mala suerte acompañó otra vez el destino amoroso de la Ta-

na. El día que tenía que pasar a buscarla a pesar de haber salido temprano su festejan-

te nunca llegó a destino. Lamentablemente al finado se le cruzó un elefante que se ha-

bía escapado del zoológico municipal. Simplemente lo aplastó al auto con su enorme 

pata. 

La Tana se hizo famosa por el suceso y todas las tardes cuando regresaba del trabajo 

los periodistas hacían cola para averiguar algo más sobre la vida de su ex pretendien-

te. Cuando se cansaron del notición, ella  volvió al luto de negro puntillosamente.

El tiempo paso como está acostumbrado en todas partes, y yo estaba parando en su 

departamento una temporada porque mamá quería que estudiara en la Capital y como 

no teníamos para pagar un alquiler le dijo a la San como le decía mi madre si no le 

molestaba darme alojamiento por un tiempito. Le dijo que yo iba a portarme bien y 

que iba a hacer las tareas de la casa. Que no se preocupara por la comida por que ella 

le iba a mandar una mensualidad para mis gastos. La perspectiva no me gustaba en 

absoluto y mientras mis amigas iban y venían de la facultad, salían de noche cuando se 

les antojaba con el muchacho que les gustaba, yo me quedaba encerrada como en un 

claustro en la piecita del fondo del departamento de la ahora celadora Sanguina  Justi-

ni.  

Mi mamá me convenció de que no tenía alternativa, y que cuando terminara la carrera 

iba a poder elegir a cualquier candidato que se me presentara en el camino puesto que 

era linda,  sin embargo era pobre y por eso debía estudiar para lograr captar un candi- 

dato aceptable. 

La rebeldía es propia de los años mozos y yo no me iba a quedar fuera de la regla.

Había días en que Silvia desaparecía por unas horas y volvía con las mejillas arrebo-

ladas por alguna emoción que yo desconocía. Como podía quedarme sin leer los

libros y sin sacarme un cinco, iba a investigar la vida oculta de mi celadora.  

Cuando la Tana salía yo iba atrás de ella sin que ella se percatara de mi persecución.

Ella se encerraba en un edificio de muchos pisos por un par de horas que quedaba 

afuera de la ciudad. Yo no tenía oportunidad de entrar ya que había un vigilante con 

cara de poker que cerraba la puerta inmediatamente una vez que alguien se anuncia- 

ba. 

Había veces que un auto gris plateado estacionaba en la cuadra del edificio pero yo no 

podía ver nada de donde estaba ya que por alguna misteriosa razón,  una vez abierta la 

puerta del auto se deslizaba una tela plateada como si fuera una cortina que medía  

más de tres metros de alto que impedía ver a la persona que se bajaba del mismo.

Como no me iba a dejar vencer por las dificultades, una tarde salí lo más rápido que

pude detrás de la Tana, la intuición me decía que ese era el día en que iba al edificio.

No me equivoqué, cuando vi que la Tana entraba al edificio, yo que iba vestida como

una mujer más grande y con sandalias de taco chino, me escondí detrás del kiosco de

revistas que se encuentra en la misma cuadra que el edificio. No sé cuánto habré es-

perado, pero apenas vi que un señor con una maleta tardaba un poco en entrar pues 

se había detenido a buscar algo en una caja negra que llevaba atada arriba de la ma- 

leta, me acerqué con cuidado y apenas el señor entró, yo de una zancada estuve den- 

tro del edificio para mi mayor sorpresa. Subí con él al ascensor con tanta buena suer- 

te que, cuando se abrió en el piso trece en el que el señor salió con su maleta, pude 

ver la silueta de la prima de mi mamá que se destacaba contra la pared de color pla- 

teado. 

Estaba de espaldas y no me vio.  Como me bajé del ascensor en el piso quince, corrí 

por la escalera hasta el piso trece.  Cuando me hallé en él me extraño que fuera tan 

alta la pared, que media como cinco metros.  Me dije que quizás fuera un capricho del 

arquitecto que la diseñó. 

Lo raro también era que el color plateado se repetía en el color de las pinturas y en los

floreros  que decoraban el piso. 

La cuestión era encontrar el departamento donde se hallaba la Tana pero no me fue 

difícil, pues la puerta que estaba más cerca del ascensor se abrió y desde donde esta-

ba pude ver a Sanguina sentada en un amplio sillón blanco con una sonrisa deslum-

brante ; no podía creer lo que estaba viendo con mis propios ojos, era de no creer. El 

señor en cuestión al que le sonreía la Tana era un gigante con un tercer ojo en la fren- 

te.  La puerta se cerró de improviso. Yo me quedé parada sin saber que hacer; si salir 

corriendo o tocar el timbre del departamento. Decidí que la última opción era la más 

atinada. Pero me llevé una decepción grande: no había timbre. 

A esa altura mi cabeza ya no sabía que pensar, si era ese gigante un pretendiente de

la Tana o cualquier tipo al que por alguna misteriosa razón ella estaba obligada a ver.        

De golpe, la puerta del departamento donde se encontraba San, como le decía mí 

mamá, se abrió y ella salió  envuelta en un aura radiante y se despidió del gigante di-

ciéndole: -¡Adiós Clemencio!

En un segundo entendí todo. Regresé a la casa de la Tana siguiéndole los talones a ella

que parecía no darse cuenta de nada. 

Me encerré en la pieza y desde la cama escuché un solo de piano, un tanto extraño 

para mis oídos, pero que sonaba armonioso. Toda la noche estuve dando vueltas en la 

cama pensando cuando la iba a encarar a Sanguina para contarle que lo sabía todo.

La mañana era esplendida como lo suelen ser las mañanas primaverales y ella como 

era costumbre ya estaba desayunando en la cocina. No me fue difícil observar que se 

hallaba como en el limbo. Sin rodeos, le dije:

-¡Te vi el otro día con un gigante y vos te despediste diciéndole chau Clemencio!

La expresión de estar en el limbo a la Tana se le transformó por una expresión demo-

niáca. Hasta los pelos enrulados de siempre ahora parecían ser las serpientes veneno- 

sas de una Medusa moderna.

-¡Vos mocosa insolente y malcriada me vas a decir a mi como debo vivir mi vida!

¡Yo a tu edad ya trabajaba en una oficina de cuarta porque mis viejos no me podían

mantener! 

Se acercó con la velocidad de un rayo y sin poder defenderme me puso un trapo en

la boca con olor nauseabundo y en unos segundos no supe más nada de lo que pa-

saba en el mundo.

Cuando me desperté, sin poder creer donde me hallaba, vi que me encontraba en una 

celda que identifique rápidamente como una pieza del departamento donde había es- 

piado a la Tana. Lo reconocí por el papel de empapelado de las paredes y la altura de

las mismas. 

El gigante venía casi siempre a traerme comida. Sin poder creer lo que me pasaba me 

convertí en una bestia que devoraba los víveres que Clemencio me traía con suma ge-

nerosidad. Galletitas de marca, canapés de jamón crudo y queso crema, nueces, al-

mendras, matambre relleno de ciruelas, salmón rojo, masas finas en una bandeja de

plata. 

Al ver la cuchilla enorme que portaba el supuesto amor de la Sanguina en sus manos,  

recordé que el gigante Polifemo encerraba a hombres cualquiera para después comer- 

sélos, supe que yo era el objeto del sacrificio para este gigante. 

De la Tana ni noticias. A la familia no se la elige. Por algo será que nunca la vi reírse fue 

lo último que pensé, al sentir el filo de la cuchilla sobre mi piel.           

Registro Nacional del Autor PV 2019-91715904-APN-DNDA#MJ 

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