miércoles, 29 de agosto de 2018
EL SAGRARIO
¿Por qué violeta?-le interrogo intrigado a Nadaha. Dice que lady Rowena en un
sueño le susurro que ese color se usa en el cielo para cambiar el mal karma de
las almas innobles que aspiran al consuelo de dios sobre su pecho. Si interrogo
extrañado: —¿Violetas? —protesta. —sí, si violeta como las florecillas del
campo. Si insisto en contradecirla: —Entonces ¿por qué decías que son
azules?. Responde: —Son como si fueran violetas. Me contesta con un
cansancio fuera de este tiempo y se aleja por el pasillo del túnel de roca.
No puede dejar de olvidar la peste incurable de los petirrojos, ni recordar la
marca que dijeron que vendría por todos en un tiempo que ofende el olvido.
Cualquier aseveración a dicho hecho mortifica severamente a sus ojos que
lentamente ve la pérdida de la visión como si fuera echar canas después de
pasar la edad de los cuarenta. Un rencor ancestral duerme, más bien, vela en
sus entrañas. Séquitos de materias inalienables cuyos orígenes límpidos ella
los conoce hacen abortar sus mejores creaciones.
El incumplimiento variado de sucesivos suicidios de sus ancestras por los
siglos de los siglos ( saltos en el abismo, venenos, tajos en las venas, tiros en
el abdomen, tirarse a las vías del tren cuando este pasa, soñar muerta en vida
un futuro mejor sin poder hacer nada para modificarlo) modifican el esquema
para poder lograr la búsqueda de la inmortalidad.
Ya le dijeron los monjes de las montañas con los que ella aprendió a sortear los
misterios de la inmortalidad, que por ser una rebelde, una apestosa subversiva
de las normas como la llamaron los gobernantes para los que trabajaba una
vez recibida en la Universidad de las Ciencias, que la violación a la norma
siempre conlleva un cierto destierro que se paga con el olvido de los que
aman.
Fue entonces que desde el destierro asignado a ella, la guardiana de Los
Tesoros, Nadaha, le corresponde morar en lo alto de la montaña de la tierra de
Adonais.
Yo soy un simple servidor de Nadaha en su tareas de la búsqueda del elixir de
la Inmortalidad.
Debía de ser en el mes de septiembre, pues el sol, las luciérnagas y las estre-
llas federales tapizaban el pedestal de escalones grises, donde se encuentra
la entrada a la plaza de la ciudad. El monumento al hijo estaba vendado, como
un herido, o como un altar en La Pascua. Nadie se percataba de que era una
situación extraña y seguían corriendo de aquí para allá como si fuera una si-
tuación normal.
Nosotros íbamos con mi superiora a la casa de remates porque nos interesa-
ban algunos grabados que nos podían ayudar en la búsqueda del elixir.
Cuando íbamos caminando entre los puestos de mercancías de todo tipo
diseminados en el centro de la ciudad, una persona vestida con una túnica
tornasol y con la capucha que le tapaba el rostro, nos intercepto y nos dijo, más
bien era una orden por el tono imperioso y decoroso que empleo, que debía-
mos apurarnos en llegar a la tienda pues había varios interesados en comprar
el sagrario que remataban esa mañana.
Con sorpresa supimos, una vez que llegamos al lugar de la venta (porque
figuraba sobre una de las paredes el catálogo de lo que se vendía en ese día)
que el tabernáculo había pertenecido a uno de los Sumos Sacerdotes que ofi-
ciaba como cuidador del templo donde se hallaba el sagrario.
El rematador, que tenía un pelo largo y violeta, que fascinó por un momento a
Nadaha, hizo una biografía sucinta del sagrario. Las ofertas llegaron a cifras
increíbles. Con júbilo, el rematador mordía un cigarro, mirando a mi autoridad
llamada Nadaha, como si ella fuese la que ganara la subasta.
En efecto, mi jefa le había informado que la llamara cuando tuviera elementos
que podían convenirle. En su morada, donde reinaba el artefacto que daba
música celestial, había sólo una mesa de estudio, cuatro sillas, una cama que
apenas distaba en centímetros del suelo y un armario de roble y piedras.
El tabernáculo era bellísimo, no tanto por su forma, sino por la madera y por el
color del mármol; además, los espejos pequeños como gemas reflejaban el
mundo circundante en imágenes alargadas, lo que encantó a mi superiora, que
saltaba en sus dos piernas de alegría.
Durante unos minutos mi superiora dio vueltas alrededor del tabernáculo, abrió
todos los cajones, pidió al dueño del negocio que quitara la repisa de mármol
para ver si realmente pertenecía al mueble. El hombre hizo lo ordenado. Hasta
le alcanzó una silla para que pudiera observarlo de arriba. Ella lo observó des-
de arriba y con un gesto de la cabeza asintió afirmativamente.
Con la facilidad que pueden dar las monedas de oro, Nadaha fue la rotunda
ganadora de la subasta como hizo suponer el dueño del negocio. Nos fuimos
los dos contentos a la morada donde vivíamos pero debo confesar que la ad-
quisición de dicho mueble me puso nervioso y aprensivo como si nos pudiera
pasar algo malo por tenerlo.
Un día a las cinco de la tarde, una vez que el crepúsculo ya había asomado su
color celeste por el este de la montaña, golpeó a la puerta un hombre con su
familia. Me extraño que supiera que en la montaña residían personas. El hom-
bre era alto, enjuto y de pelo rojo. La mujer de mediana estatura era tan del-
gada que parecía una mujer que sufría algún trastorno alimentario. Traían una
niña de cuatro años vestida con un pantalón rojo, ajustado, y una camiseta
celeste que contrastaban notoriamente para mi vista. Los hice pasar al cuarto
de estar de Nadaha.
—No se asusten. El sagrario no es malvado —balbuceó la niña.
¿Habría oído mal? Me pregunté cómo podía conocer la identidad del sagrario.
Me pareció que había dicho el sagrario no es malvado. No parecían gente del
lugar ni habían tenido la información de que el sagrario se encontraba allí. La
familia sonrió, como de común acuerdo, y la niñita inmediatamente quiso le-
vantar la tapa del mueble sagrado. Los padres, lejos de oponerse a ello, le
sonreían como instándolo a hacerlo. Lo más extraño de todo fue la simpatía
que emergía de mi corazón por la actitud de la niñita desconocida.
-El Padre está vivo y su Hijo no está muerto como les han hecho creer-dijo la
voz infantil de la niña que acariciaba un libro de cuero dorado que emitía como
una luz fosforescente que impedía ver con nitidez al sagrario.
-¿Por qué dices eso? ¿Quién te lo dice?-le pregunté pensando que no tendría
respuesta.
-El libro dice eso que dije. Ábralo y vera que no miento.
No tuve tiempo para responderle pues una tropa de soldados del ejército de la
Nueva Ciudad ingreso con violencia en los aposentos de Nadaha. Nos apun-
taron con armas mientras que el que dirigía al grupo observaba el sagrario
abierto con suma atención. La familia permanecía callada contra la pared. No
sabía cómo se iría a resolver todo, pero algo en mi interior me decía que la
situación no traería nada bueno. Nadaha tardaría en llegar y quizás encontrara
toda su morada destrozada por los soldados y con la falta de su sagrario.
La voz del comandante habló imperioso:
-¡Llévense a todos incluido este extraño artefacto que brilla!
Los soldados hicieron caso de lo dicho por su jefe mientras a mí me esposaban
tanto como al jefe de familia, y a la mujer y a la niña las tomaban del brazo con
fuerza. Al sagrario lo cerraron y lo levantaron dos de los soldados.
De nuevo vi el aspecto lúgubre que tenía la ciudad cuando la luna se impuso
sobre el astro rey cuando llegamos a la plaza.
El comandante se sacó el chaleco de fuerza y lo colocó junto a la punta de la
mano de la estatua del hijo. La estatua ya no estaba vendada como cuando
habíamos llegado a comprar el sagrario.
Los soldados nos mostraron al público que se hallaba agolpado en los asientos
de las tribunas de la plaza. Se escuchó a alguien aplaudir; alguien imitó al que
aplaudía. El contagio fue instantáneo. Escuché el llanto de la niña de la ropa
de colores contrastantes que en vez de acallar a la multitud los enardecía. De
repente, entre toda la multitud vociferante, vi el rostro de Nadaha que me mira-
ba con compasión. ¿Cómo será morir? Me pregunte mientras mi mirada se
perdía entre la multitud. Nadaha lo debe intuir, con las voces de las ancestras
susurrándole en sus oídos en las noches de experimentación en la búsqueda
del elixir.
Escucho la voz del comandante que dice que es un sacrificio; que seremos
degollados. Parece que nos odian pero no sé por qué.
—¿Por qué a nosotros?-pregunto como si alguien pudiese contestarme.
Entonces la niña vestida con colores contrastantes, dejo de llorar y habló:
—La muerte sucumbió ante la vida eterna. La muerte no existe. ¡El Hijo está
vivo y nosotros no moriremos!
Entonces comprendí, que la muerte arbitraria y por qué no desleal al humano,
aunque haya hecho todo lo que fue posible a su alcance para ayudar a otros a
ser menos infelices en el mundo que les ha tocado como toda muerte no espe-
rada, es pérfida.
Curiosamente solo veía a los asesinos que vigilantes, inmóviles y pacientes,
bajos los ojos como si el peso de la culpa los achicara.
Como una inspiración divina, antes de sentir la tela que tapaba mis ojos y el
silencio mortal que daban los espectadores le pedí a dios que me dejara en la
tierra de Adonais.
¿Por qué violeta?- le pregunto intrigado a Nadaha. Dice que lady Rowena en
un sueño le susurro que ese color se usa en el cielo para cambiar el mal karma
de las almas innobles que aspiran al consuelo de dios sobre su pecho.
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