viernes, 12 de enero de 2024

MEMORIAS -ELSA-1891

 



A veces se sentía envalentonada y largaba toda la furia como una bocanada de fuego; pero se perdía en el recuerdo de él que en ese entonces se parecía a los varones de la familia recio, grandote y trabajador como pocos. Era difícil olvidar el color de sus ojos, la perdida sucedía cuando con toda la fuerza del mundo levantaba la bolsa de la cosecha y el olor fresco la invadía como si fuera un retoño demandante. Otras veces cuando no lo tenía cerca, que generalmente era cuando se lo llevaban a otro campo la boca se le torcía al costado y la tristeza arreciaba como un huracán sin previo aviso. Como en ese entonces en que no podía contestarle nada, incluso la mayoría de las veces se quedaba callada. Es que no le salían las palabras. A veces ni siquiera el grito, estaba esperando una tarde afuera después de haber atado las bolsas llenas gracias a la providencia de ese invierno, cuando él le dijo:

—Elsa, me tengo que ir. El pasaje me costó el trabajo de dos años duro y parejo. Entonces, le dejaba de hablar, la mirada perdida en el horizonte lejano.                                                                                           Cuando llego el momento de que tuviera que irse a despedirse al barco, ella no quiso ir. Una parte de ella estaba en contra, la otra no. Eran las bocas de sus hijos las que importaban ahora. Sin embargo, cuando lo veía emerger de los maizales con la luz del sol que pegaba fuerte en la que se destacaba una figura alta, de musculatura recia, brazos, piernas largas, espalda ancha de marinero y cintura estrecha sentía que su corazón crecía. A veces le daban ganas de tirar las bolsas con el maíz recién cosechado de la rabia de sentirse sola y desamparada como cuando era niña y a su padre lo veía lejos como una figura bamboleante perdida en los juncos. Pero al acordarse de que tenía hijos la idea de tirar las bolsas se le iba. Las cartas que le mandaba las tenía celosamente guardadas en el cajón de la ropa que solo se ponían para la fiesta del patrono del pueblo San Ambrosio. Algo entendía de toda esa palabrería escrita en pluma, pero el resto no, y entonces tenía que esperar a ir a la parroquia del pueblo para que se la leyera el cura Giancarlo. No le podía decir en las cartas que le enviaba de vez en cuando, a su marido que estaba en esa tierra árida y lejana, que el cura le hacía entender las palabras desconocidas. No, sabía que si lo hacía sería motivo de discusión, y quizá en su enojo de hombre no le escribiera más cartas, y se cumpliría también lo que le habían dicho las mujeres, las comadres del pueblo, que se estaba equivocando, que Antonio no era para ella que tenía esas ideas raras de Garibaldi, y cuando lo recordaba se enfurecía quería salir corriendo lejos, resistirse a su lugar, y olvidarse de todo así como quería olvidarse de los callos de las manos durante el invierno.

.

No hay comentarios:

Publicar un comentario